11 cuentos cortos para niños de 12 a 14 años

Catalina Arancibia Durán
Catalina Arancibia Durán
Máster en Literatura Española e Hispanoamericana
Tiempo de lectura: 34 min.

Entre los 12 y 14 años la lectura cobra un papel fundamental en el desarrollo personal, emocional y social de los niños. Es una etapa marcada por la búsqueda de identidad, la necesidad de pertenencia y el descubrimiento del mundo desde una mirada más crítica y reflexiva.

Leer durante estos años no sólo enriquece el lenguaje y fortalece la comprensión lectora. También permite que los jóvenes se vean reflejados en personajes y situaciones que los ayudan a entender sus propias vivencias y emociones.

1. El algoritmo de la popularidad

Mateo jamás pensó que hacerse viral fuera tan fácil. Bastó con que subiera un video imitando a su profesor de historia—con una voz chillona, exagerando sus gestos y diciendo frases como “¡la Revolución Francesa fue el TikTok del siglo XVIII!”—para que en menos de una hora lo vieran más de 10.000 personas. Lo compartieron, lo comentaron, lo aplaudieron. Algunos hasta lo editaron y lo volvieron meme.

Hasta ese día Mateo era sólo un chico más: buen promedio, tímido, con tres amigos fieles, una pasión por la edición de video y una carpeta secreta con guiones que nunca se atrevía a filmar. Pero ahora lo saludaban en los pasillos. Le pedían fotos. Un grupo de estudiantes mayores le ofreció sentarse con ellos en el almuerzo.

Por primera vez, sentía que brillaba. Así que lo repitió.

Primero, otro video: esta vez sobre la profesora de matemáticas, con efectos y una falsa canción de rap donde rimaba ecuaciones con frustraciones. Luego, uno del inspector general presentado como un villano. Cada video tenía más reproducciones que el anterior. Incluso lo contactó una cuenta famosa de Instagram para hacer una colaboración.

Pero todo se complicó cuando llegó el turno de su amigo Simón.

Simón tenía tartamudez. No le gustaba hablar en público, aunque era brillante. Un día, sin querer, Mateo captó un momento en que Simón intentaba responder en clase y se trababa. Lo editó, le puso efectos de sonido, música de circo de fondo y una voz de robot. Dudó por un momento. Pero el algoritmo premiaba lo ridículo. Y Mateo ya se había vuelto adicto a los likes.

Lo subió. Se hizo viral en media hora.

Pero esta vez los comentarios no eran tan amigables. Algunos se reían, sí. Otros lo acusaban de cruel. A Simón le empezaron a decir “el robot sin WiFi”. Y lo peor: su amigo dejó de hablarle.

—Era solo un chiste —trató de justificar Mateo al enfrentarlo en el recreo.

—¿Un chiste que no se te habría ocurrido si no fuera por mí?

Mateo no supo qué responder. Por la tarde intentó escribir un mensaje de disculpas, pero terminó borrándolo. En vez de eso abrió TikTok. Ya tenía otra idea: parodiarse a sí mismo. Subió un video con el título “Cuando te crees gracioso y terminas siendo un idiota”.

Esta vez no usó ningún efecto. Sólo él, sentado, mirando a cámara.

—Hoy aprendí que no todo lo que se puede grabar, se debe subir. Y que hay errores que ni mil likes pueden borrar.

Silencio.

Pasaron horas sin reacciones. Luego, lentamente, comenzaron los comentarios. Muchos lo criticaban. Otros lo felicitaban por admitirlo. Simón, eventualmente, le respondió por mensaje: “No me gustó lo que hiciste, pero al menos ya entendiste. No soy tu contenido. Soy tu amigo. O lo era”.

Mateo dejó el celular a un lado.

Aún quería contar historias. Pero ahora entendía que lo importante no era cuántas personas las vieran, sino qué dejaban esas historias en los demás.

Este cuento aborda temas actuales como la viralización, la cultura del “contenido”, el límite entre el humor y la humillación, y la necesidad de empatía en la era digital.

Así, puede abrir una reflexión sobre cómo se usan las redes sociales, el valor de la amistad y cómo los adolescentes pueden verse presionados por la aprobación externa.

2. El examen de los dragones

En la Escuela Interdimensional de Aprendizajes Básicos (E.I.A.B.), los exámenes no eran cosa sencilla. Lo sabían los humanos, los elfos, los vampiros vegetarianos y hasta los dos goblins que compartían pupitre con Marcos.

Marcos era el único terrestre en el curso. Había llegado por error tras abrir un portal con un lápiz mágico que encontró en una feria de libros usados. Desde entonces su vida era estudiar cosas como “Historia de las Eras Encantadas”, “Pociones de Primeros Auxilios” y “Cuidado y alimentación de criaturas invisibles”.

Pero nada lo había preparado para el Examen de Defensa contra Dragones Dormidos.

—No se preocupen —dijo la profesora Grúa, una medusa con lentes—. Sólo deben entrar al bosque, encontrar al dragón, sacarle una escama sin despertarlo y volver. Si lo despiertan, bueno… punto menos.

—¿Y si nos come? —preguntó Marcos, casi susurrando.

—Eso resta dos puntos —respondió Grúa con naturalidad.

El grupo de Marcos estaba formado por él, un elfo presumido llamado Kairon, una bruja hipersensible llamada Amelia y un ratón gigante que sólo se comunicaba con gestos: Ñuñu.

Caminaron en silencio por el Bosque Prohibidamente Permitido. Marcos sudaba. No por el calor, sino por el miedo. ¿Cómo se suponía que debían sacar una escama de un dragón dormido?

—Yo tengo una idea —dijo Kairon, afilando su daga de plata—. Lo pinchamos rápido y listo.

—¡Eso lo va a despertar! —protestó Amelia, a punto de llorar.

Ñuñu sacó de su mochila una bolsa con polvillo verde: Polvo del Sueño Profundo. Amelia asintió. Marcos no entendió nada, pero siguió el plan.

Llegaron a un claro donde el dragón dormía: enorme, rojo, con una hilera de escamas brillantes que centelleaban como si supieran que estaban en juego.

Ñuñu trepó hasta la cabeza del dragón con movimientos felinos. Amelia esparció el polvo en el aire. Kairon se preparó para arrancar una escama. Marcos sostenía una red por si todo salía mal (nadie le explicó qué hacía una red en ese plan, pero ahí estaba).

Todo iba perfecto hasta que a Kairon se le enganchó la capa en una rama. Tropezó. Cayó encima del dragón.

Y abrió un ojo. Rojo. Furioso. Gigante.

Marcos gritó. El dragón se incorporó lentamente, los miró y estornudó. Una nube de fuego los envolvió por completo.

Cuando abrieron los ojos, estaban todos cubiertos de cenizas, intactos pero tosiendo. El dragón, con voz grave, habló:

—¿Otra vez con sus tonterías de examen? ¿No pueden simplemente preguntar? ¿O hacer una maqueta?

Todos se quedaron en silencio.

—Tomen una escama. Y digan a la profesora Grúa que se jubile. Los dragones también necesitamos descanso.

Volvieron al colegio con la escama y el orgullo chamuscado.

La profesora Grúa los felicitó.

—¡Excelente! Sólo los dragones verdaderamente sabios aceptan negociar.

Marcos levantó la mano.

—¿Y no era más fácil enseñarnos eso desde el principio?

La profesora sonrió, ajustando sus lentes.

—¿Y perderse la experiencia?

Aquí se mezcla humor y fantasía con una crítica suave al sistema escolar tradicional. Se puede discutir la importancia de aprender a través de la experiencia, los métodos de enseñanza poco prácticos, la comunicación y cómo a veces las soluciones más simples no son enseñadas directamente.

3. La fila de los valientes

Cada día, cuando tocaba el timbre para salir al recreo, se formaban dos filas distintas en la escuela San Ignacio: la fila para comprar en el quiosco y la fila para jugar fútbol en la cancha del fondo. A veces también había una tercera fila, más silenciosa: la de los que no sabían muy bien a dónde ir.

Martina solía estar en esa última.

No es que no tuviera amigas, pero últimamente todo parecía moverse más rápido que ella. Las conversaciones ahora eran sobre quién tenía más seguidores, qué influencer tenía novio nuevo o quién ya se había besado con alguien. Ella todavía prefería hablar de libros de misterio o hacer dibujos en los márgenes del cuaderno.

Ese miércoles, mientras fingía buscar algo en su mochila para evitar decidir a qué fila unirse, escuchó risas fuertes. Era el grupo de Sebastián, ese que siempre encontraba una forma de burlarse de alguien. Esta vez la víctima era Julián, un chico nuevo, algo torpe, que usaba la misma chaqueta todos los días.

—¿No te alcanza para otra ropa? —se burlaba uno.

—¡Es reversible! Mira, hoy la trajo del otro lado —decía otro entre carcajadas.

Martina los miró. Julián tenía los ojos clavados en el suelo. Apretaba los puños. No decía nada.

Podía simplemente caminar hacia el quiosco y comprar su jugo, como cualquier otro día. O ir al fondo y sentarse en una banca a mirar sin ser parte. Pero algo en su estómago se apretó.

Dio un paso hacia el grupo.

—¿Y ustedes de qué se ríen tanto? —dijo con voz más firme de la que pensaba que tenía.

Los chicos la miraron.

—¿Ahora tienes club de fans, Julián?

Martina lo ignoró. Se acercó a Julián.

—¿Vamos al quiosco? Estoy antojada de empanadas de queso —dijo, como si nada hubiera pasado.

Julián parpadeó.

—¿En serio?

—Sí. Tú invitas —dijo, medio en broma, y sonrió.

Él sonrió también. Y caminaron juntos hacia la fila.

Detrás las burlas se apagaron como si alguien hubiera bajado el volumen de una radio. Nadie más se atrevió a decir nada.

Esa tarde Julián le mostró un cuaderno con dibujos de ciudades futuristas. Ella le habló de su novela favorita. Rieron. Se sintió fácil. Normal.

Al día siguiente, al sonar el timbre, Martina no dudó. Caminó directo al quiosco. Esta vez, Julián la estaba esperando.

Este cuento trata sobre el valor frente a la presión social, la amistad, la exclusión y cómo pequeños actos pueden marcar una gran diferencia.

Invita a reflexionar sobre el bullying, el silencio de los testigos y cómo ser “valiente” no siempre significa enfrentarse con fuerza, sino con empatía.

4. El celular del abuelo

—¿Qué botón toco si quiero mandar una foto del gato? —preguntó el abuelo mientras apretaba la pantalla con todo el dedo.

Tomás suspiró con la paciencia medio vencida.

—Ese, el ícono con la flechita azul. Pero tienes que soltar, no apretar como si fuera un botón de ascensor.

El abuelo frunció el ceño, pero obedeció. Tomás miró de reojo el reloj. Ya llevaba casi cuarenta minutos enseñándole a usar WhatsApp y todavía no habían salido del tema “cómo mandar un sticker”.

—¿Y este emoji qué significa? ¿Tiene alergia?

—¡Es una risa! —respondió Tomás, sin poder evitar reír él también.

Los viernes por la tarde eran distintos desde que su mamá decidió que debía pasar más tiempo con el abuelo. Según ella, “porque en esta casa todos estamos demasiado pegados a las pantallas y demasiado lejos de los que tenemos cerca”.

Al principio Tomás protestó. Tenía tareas, partidos, videos que editar, cosas importantes. ¿Qué iba a hacer con un abuelo que confundía el control remoto con el celular?

Pero algo empezó a cambiar.

El abuelo contaba historias. Muchas. Algunas parecían inventadas, como la vez que dijo que viajó en burro a la escuela con dos metros de nieve y una culebra en la mochila. Otras eran reales, como cuando fue mecánico y arregló una moto usando una cuchara y un cable de radio.

Y, de a poco, Tomás se sorprendió a sí mismo contando cosas también. Le habló de cómo se sentía invisible en el colegio, de cómo había dejado de hablar con su mejor amigo después de una discusión sin sentido, de lo solo que se sentía a veces aunque estuviera rodeado de gente.

El abuelo no daba sermones. Sólo escuchaba. A veces decía cosas como:

—Las amistades verdaderas también se pelean. Lo importante es quién da el primer paso para volver a hablar.

O:

—Estar solo no siempre es malo. A veces es cuando uno se encuentra.

Un viernes Tomás llegó con cara larga. Había sacado un 3,7 en una prueba y su papá estaba furioso. El abuelo lo miró, puso el celular sobre la mesa y dijo:

—Ven, acompáñame.

Lo llevó al patio donde tenía una vieja radio a pilas. Encendió una emisora de tangos y se pusieron a lavar el auto con una esponja y un balde.

—Cuando las cosas van mal es bueno hacer algo con las manos. El cuerpo también piensa, ¿sabes?

No hablaron más del 3,7. Pero esa noche Tomás durmió mejor que en toda la semana.

Un día, sin avisar, el abuelo le mandó su primer sticker por WhatsApp: un gato bailando. Abajo, escribió con dificultad: “Para cuando estés triste. El gato también baila aunque llueva”.

Tomás guardó ese mensaje como favorito.

Este relato aborda con ternura el vínculo entre generaciones, el poder del tiempo compartido y cómo los adolescentes también pueden encontrar compañía, consuelo y sabiduría en sus mayores.

De este modo, invita a reflexionar sobre el valor de escuchar, de abrirse y de crear relaciones que van más allá de la tecnología.

5. El espejo de la sala de música

Nadie usaba la sala de música los jueves por la tarde. Estaba al fondo del colegio, cerca de la bodega de deportes y olía un poco a madera vieja y partituras olvidadas.

Pero para Elías era el lugar perfecto. Ahí podía cantar. No frente a nadie, por supuesto. Sólo frente al espejo que colgaba junto al estante de flautas rotas.

Cantar era lo único que lo hacía sentir de verdad como él mismo. Ni los videojuegos, ni los entrenamientos de básquet, ni siquiera las clases con sus amigos le daban esa sensación. Sólo su voz, sola, libre, sin oídos juzgando.

A veces imitaba a cantantes famosos. A veces inventaba letras. A veces sólo tarareaba algo sin nombre, sólo suyo. En esos momentos el espejo no mostraba su pelo despeinado ni su estatura baja ni el grano en la barbilla. Mostraba a alguien completo.

Hasta que un día, el espejo habló.

—Tienes talento —dijo, con una voz suave, sin asustar.

Elías casi se cae de espaldas.

—¿Quién dijo eso?

—Soy yo, el espejo. Te he escuchado por meses. No suelo hablar, pero hay algo en tu voz que me hace querer decir cosas.

—¿Estás... vivo?

—Sólo un poco. Pero eso no es lo importante.

Elías tragó saliva.

—¿Y qué quieres?

—Quiero que te mires. De verdad. No como te ves tú. Como eres.

El espejo brilló. Por un segundo Elías se vio cantando en un escenario, con una banda detrás y luces que no lo ocultaban, sino que lo mostraban.

Parpadeó. Todo volvió a la normalidad.

—¿Qué fue eso?

—Un posible futuro —respondió el espejo—. Pero depende de ti.

—¿Y si se ríen?

—Siempre habrá risas. Lo importante es que no sean las tuyas las que te detengan.

Al día siguiente Elías anotó su nombre en la lista del Talent Show del colegio.

Su estómago dolía. Su corazón le palpitaba como tambor. Pero cuando llegó su turno, recordó la imagen del espejo. Respiró. Cantó.

Y no fue perfecto. Se le quebró la voz en una nota. Alguien tosió en medio. Pero nadie se rió.

Al final hubo aplausos. Muchos.

No importaba si ganaba. Ese día se había escuchado a sí mismo. Y el espejo, por fin, guardó silencio.

Esta historia medita sobre el valor de descubrir y aceptar la propia identidad, superar el miedo al ridículo y atreverse a mostrarse tal como uno es.

Puede servir para hablar de autoestima, vocación, expresión artística, presión social y cómo, a veces, los mayores obstáculos están dentro de uno mismo.

6. El reglamento secreto del 8°B

Todo comenzó cuando Tomás metió su mano bajo la tarima del profesor y encontró un cuaderno viejo, cubierto de polvo y con la tapa rayada. En letras desordenadas decía:

“Reglamento secreto del 8°B – Sólo para casos extremos”.

Obviamente, lo abrió.

Adentro había normas. Muchas. Algunas parecían redactadas por un grupo de adolescentes con demasiado tiempo libre y poca supervisión:

  • Artículo 3: Si alguien eructa durante una prueba, automáticamente tiene derecho a repetirla (con perdón oficial del inspector).

  • Artículo 7: Los lunes sólo se habla en idioma zombie hasta la primera campana.

  • Artículo 12: Si un profesor usa la palabra “resiliencia” más de tres veces en una clase, se activa el “modo hibernación” (los alumnos tienen derecho a dormir 15 minutos sin represalias).

Tomás no lo podía creer. Llamó a sus amigos: Renata, Nico y Paula. Se encerraron en la sala de computación y analizaron el contenido como si fuera un código antiguo. Entre risas, se les ocurrió probarlo.

El lunes siguiente, llegaron al colegio caminando arrastrando los pies y murmurando cosas como “brrruaaargh” y “cereeeebrosss”.

—¿Qué hacen? —preguntó la profesora de lenguaje.

—Zombies —respondió Paula, con total seriedad—. Reglamento secreto del 8°B, artículo 7.

La profesora arqueó una ceja. Pero no dijo nada.

El miércoles, durante historia, el profesor dijo “resiliencia” cinco veces en menos de dos minutos. Tomás sacó un cronómetro y gritó:

—¡Modo hibernación activado!

Y todos se recostaron sobre sus pupitres.

—¿Están bien? —preguntó el profesor, confundido.

—Es el reglamento, profe. No es personal —dijo Nico, ya roncando.

Para el viernes la clase entera había sido conquistada por el reglamento. Lo que comenzó como una broma se convirtió en una revolución.

El inspector general llamó a los cuatro líderes a su oficina.

—¿Alguien me puede explicar por qué hoy toda la clase se puso calcetines en las manos y no quiso escribir con lápiz?

—Artículo 21 —respondió Renata, abriendo el cuaderno—: “Jueves sin dedos. Los humanos evolucionarán. Mejor prevenir”.

El inspector suspiró.

—Miren, esto es muy... creativo. Pero no pueden inventar reglas. El colegio ya tiene suficientes.

—No las inventamos, las descubrimos —aclaró Tomás—. ¡El reglamento ya existía!

El inspector los miró largo rato. Luego, sin decir nada, abrió su cajón. Sacó un cuaderno viejo, con la tapa gastada. Tenía un título en letras descoloridas:

“Reglamento secreto de la Inspectoría – Solo para casos extremos”.

Y sonrió.

—Parece que ustedes no son los primeros.

Este cuento usa el humor para explorar el mundo escolar desde la perspectiva de los estudiantes, cuestionando las reglas impuestas y resaltando el ingenio juvenil.

Puede servir para hablar de la creatividad como forma de resistencia, del absurdo de algunas normas institucionales y de cómo los adolescentes buscan espacios para expresarse y redefinir los límites.

7. El aula 14 no existe

En el plano del colegio, entre el aula 13 y el aula 15, estaba escrita en letra pequeña: Aula 14.

Pero nadie la había visto jamás.

—Debe ser un error de impresión —decía la secretaria.

—Capaz la numeraron mal —decía el inspector.

—O es el depósito de los bancos rotos —bromeaban los alumnos.

Pero Lara no se conformaba con respuestas vagas. Desde pequeña le gustaban los misterios. Tenía una libreta con “casos” resueltos: ¿Quién se había comido su chocolate desaparecido? (su perro). ¿Quién firmó su prueba con otra letra? (ella misma, por error). Pero el caso del aula 14 era distinto. Más serio. Más... raro.

Todo comenzó cuando su amigo Joel le mostró una foto antigua que encontró en el sitio web del colegio. En blanco y negro, con alumnos de uniforme antiguo y pizarras de tiza. Pero lo que llamó la atención era el letrero en la pared: “Aula 14”.

—¿Y si sí existió? —dijo Joel.

—¿Y si todavía existe? —respondió Lara.

Empezaron a investigar.

Revisaron los planos del colegio. Preguntaron a exalumnos. Hurgaron en los archivos de la biblioteca. Nada. Hasta que un día, mientras llovía y los pasillos estaban vacíos, vieron a la profesora de arte, la más silenciosa del colegio, metiendo una llave en una puerta detrás de la sala de música.

—Esa puerta nunca la habíamos visto, ¿no? —susurró Joel.

Esperaron a que se fuera.

La puerta no tenía letrero. Ni picaporte. Pero Lara se fijó: justo debajo del marco, había un número grabado, casi invisible: 14.

Ambos se miraron. El corazón les latía fuerte. Lara empujó. No se abrió.

Volvieron al día siguiente. Y al siguiente. Hasta que un viernes, encontraron la puerta entreabierta. Entraron.

El aula estaba intacta. Escritorios antiguos. Un pizarrón de tiza. Ventanas polvorientas. En las paredes retratos descoloridos de alumnos que no reconocían.

Y en el centro, una libreta. Con letras doradas: “Registro del aula 14 – Confidencial”.

Lo abrieron.

Estaba llena de anotaciones sobre alumnos que “veían cosas”, “escuchaban ruidos extraños” o “sabían más de lo que debían”. Decía que el aula 14 había sido creada para ellos: un espacio donde lo inexplicable podía investigarse. Un aula para curiosos. Para los que hacían preguntas incómodas.

—¿Esto es real? —susurró Joel.

—Quizás no. Pero si lo es… —respondió Lara—, ¿por qué la cerraron?

Ese fue el momento en que la puerta se cerró de golpe.

La luz titiló.

Y una voz grave dijo:

—Bienvenidos de nuevo.

Aquí se invita a reflexionar sobre el misterio como forma de conocimiento. Con ello, se alimenta el deseo de saber más allá de lo evidente.

Puede abrir debate sobre el poder de la curiosidad, el pensamiento crítico y el valor de hacer preguntas aunque nadie más lo haga.

8. El segundo lugar

Alicia y Luna eran inseparables desde tercero básico.

Competían en todo, sí, pero de una manera sana… o eso creían. Ambas tenían promedio sobre 6,5 (de 7), estaban en el taller de ciencias, el club de ajedrez y habían ganado juntas dos concursos de poesía. Siempre decían que no importaba quién ganara, porque “íbamos juntas en esto”.

Pero algo cambió cuando anunciaron la Beca Excelencia Total para el primer lugar de octavo básico. Sólo una. Un solo nombre.

Y, por primera vez, ambas lo querían.

—Igual es ridículo —dijo Alicia al salir del anuncio—. ¿Quién necesita una beca para seguir en el mismo colegio?

—Es una buena línea para el currículum —respondió Luna, bajando la mirada—. Yo la voy a postular.

—¿Tú?

—Sí. ¿Y tú no?

—Yo... también —dijo Alicia, tragando saliva.

Las semanas siguientes se volvieron distintas. Ya no estudiaban juntas. Luna no mostraba sus apuntes. Alicia evitaba decir cuánto había sacado en las pruebas. Se reían menos. Se miraban con más cautela. Las otras personas lo notaban. Pero nadie decía nada.

El día del concurso final, que definía la beca, ambas estaban nerviosas. Era una presentación sobre un proyecto social. Luna habló de huertos escolares. Alicia sobre campañas de salud mental en adolescentes. Las dos lo hicieron bien. Muy bien.

El lunes siguiente, pegaron los resultados.

Ganadora: Luna Ortega

Alicia leyó su nombre, sintió un nudo en la garganta y sonrió a medias. Aplaudió como todos. Incluso se acercó a felicitarla. Pero su voz temblaba un poco.

—Te lo mereces.

—Gracias —dijo Luna, sincera. Y luego agregó, en voz baja—. Pero también lo merecías tú.

Alicia asintió. No quería llorar ahí. Pero esa tarde, en su casa, se encerró en su pieza, se tapó con la frazada y dejó que todo saliera.

Estuvo dos días sin hablarle.

Hasta que Luna la fue a buscar.

—Necesito tu ayuda —dijo—. Me ofrecieron hacer un video sobre el proyecto de salud mental… el tuyo. Dijeron que era demasiado bueno para dejarlo fuera. Pero no me siento bien haciéndolo sin ti.

—¿De verdad? —preguntó Alicia, desconcertada.

—De verdad. Te echo de menos. Esto no vale si no estás tú.

Trabajaron juntas otra vez. Rieron. Editaron. Discutieron ideas. Como antes.

Y el video fue un éxito. Tanto, que el colegio decidió abrir una segunda beca, enfocada en liderazgo colaborativo.

Y esta vez, lo que apareció fue:

Alicia Robles y Luna Ortega

Este cuento trata sobre la presión por destacar, la rivalidad entre amigas, el dolor del fracaso y la importancia de la reconciliación.

Puede ser una oportunidad para conversar sobre cómo los logros no deberían romper vínculos, cómo el sistema a veces impone competencia y cómo la colaboración puede tener tanto valor como el éxito individual.

9. Miércoles en el pasillo 3

Desde que mamá me dijo que nos mudaríamos, sentí que me arrancaban de raíz como a una planta en pleno crecimiento. Dejaba atrás a mis amigos, mis lugares favoritos, incluso la panadería donde la señora Rosa ya sabía que siempre quería pan con queso. Todo eso quedaba en otra ciudad, otra vida.

Mi nuevo colegio tenía nombre de prócer, pasillos largos con murales motivacionales y un timbre que sonaba como una alarma de incendio. El primer día caminé entre estudiantes que ya sabían a dónde iban, mientras yo cargaba una mochila demasiado pesada y una cara que gritaba “nuevo”. Nadie me saludó. Nadie me miró. Me convertí en un fantasma.

En la clase de Lenguaje la profesora me pidió que me presentara. Dije mi nombre, mi ciudad anterior y traté de sonreír. Un chico del fondo murmuró algo y se rieron. La profesora lo miró con seriedad, pero ya era tarde. Había comenzado la etiqueta: el nuevo, el raro, el que llegó a mitad de año.

Durante los recreos me sentaba cerca de la reja del patio, viendo cómo los demás formaban grupos con coreografías invisibles que yo no sabía bailar. A veces fingía revisar el celular o tomar agua lentamente para no parecer tan solo.

Pero el miércoles de la tercera semana pasó algo distinto.

Mientras caminaba hacia el pasillo 3, donde estaba mi casillero, alguien me habló.

—¿Te gusta “Viaje a las estrellas”? —preguntó una chica con el pelo teñido de azul. Tenía una carpeta con pegatinas de ciencia ficción y una pulsera con planetas.

—Sí —dije, sorprendido—. Bueno, me gusta más Interestelar, pero también.

Ella sonrió como si hubiera encontrado una contraseña secreta.

—Soy Luna —dijo—. No es broma. Se llama coincidencia cósmica.

Desde ese día empecé a descubrir un universo más amable. Luna me presentó a sus amigos, un grupo pequeño que hablaba de libros raros, teorías conspirativas y memes que no entendía, pero igual me hacían reír. No eran populares, pero no les importaba. Me hicieron espacio sin preguntar demasiado, sin exigirme nada.

Aprendí a caminar por los pasillos sin sentir que todos me miraban. Comencé a participar en clase, me uní al taller de escritura y hasta gané una mención con un cuento sobre agujeros de gusano.

Todavía extraño a mis antiguos amigos, pero ya no reviso sus fotos como si fueran reliquias. Ahora tengo cosas nuevas que contar.

El cambio de escuela fue duro, sí. Pero también fue una puerta abierta que al principio parecía una pared.

Esta historia permite reflexionar sobre los desafíos de adaptarse a un nuevo entorno. De este manera, se muestra la soledad inicial, la importancia de sentirse aceptado y cómo pequeños gestos pueden cambiar la experiencia de alguien completamente.

Así, se puede analizar la construcción de identidad en la adolescencia, el valor de la empatía y los diferentes tipos de amistad.

10. La doble vida de Isabela

Isabela Rodríguez era una chica bastante normal en el colegio. Sacaba buenas notas, no destacaba demasiado y prefería pasar los recreos leyendo novelas de fantasía que hablando de celebridades. Pero en Instagram, TikTok y Snapchat, era Isar, una influencer de 14 años con más de 80 mil seguidores.

Todo empezó como una broma. Su prima mayor le había enseñado a editar fotos, poner filtros, usar hashtags populares. Una tarde subió un video maquillándose como un personaje de anime. El video se volvió viral en cuestión de horas.

De pronto Isar se convirtió en una especie de celebridad adolescente. Cada día subía contenido nuevo: outfits, videos graciosos, consejos de estudio que no aplicaba realmente. Nadie en el colegio sabía que era ella. Incluso sus amigos más cercanos no sospechaban nada.

El problema comenzó cuando empezaron a circular rumores. Una chica nueva juraba que Isar era de su antiguo colegio y que en la vida real era tímida, insegura y bastante aburrida. Isabela lo leyó en los comentarios de uno de sus videos: “¿Sabían que Isar. no es como aparenta? La conozco y ni siquiera habla en clases”.

Esa noche no durmió. Por primera vez sintió que su identidad en línea le pesaba más que su propia mochila escolar.

Al día siguiente alguien en su sala mostró uno de sus TikToks. “¡Miren a esta chica! ¡Ojalá fuera como ella!” dijo una compañera. Isabela se ruborizó hasta las orejas. ¿Y si descubrían que era ella? ¿Se burlarían? ¿La admirarían?

En vez de disfrutar su éxito vivía con el miedo constante de ser descubierta. La tensión era tanta que empezó a evitar subir contenido. Cada notificación le causaba ansiedad. ¿Qué pasaría si sus seguidores descubrieran que no era tan segura, ni tan perfecta, ni tan “cool” como en los videos?

Un viernes, después de clases, decidió contarle a su mejor amiga, Clara.

—Soy Isar —le dijo, bajando la mirada.

Clara tardó en reaccionar. Luego soltó una risa entre sorprendida y aliviada.

—¡Siempre pensé que eras rara! —dijo— Pero ahora entiendo por qué evitabas las fotos de grupo. Y por qué nunca querías que te etiquetaran.

Isabela esperó el juicio, pero no vino.

—Mira —añadió Clara—, no está mal tener un canal. Pero no te escondas de ti misma. Puedes ser divertida y tímida. Eso también eres tú.

Esa noche Isabela subió un nuevo video. Aparecía sin maquillaje, con su uniforme escolar, sentada en su cama.

“Hola. Soy Isabela. No la versión con filtros ni música de fondo. Sólo yo. A veces leo todo el día. A veces me siento insegura. Pero esta también soy yo”.

Al día siguiente perdió unos cuantos seguidores. Pero ganó algo mucho más valioso: tranquilidad.

Este cuento permite abrir un espacio de conversación sobre la presión social en redes, la autenticidad y cómo los adolescentes manejan su identidad en entornos digitales.

También puede generar reflexión sobre el valor de la autoaceptación frente a la validación externa.

11. Filtro 2020

Lucía tenía una regla: ninguna foto sin filtro. Jamás. Ni una. Ni siquiera la que le tomaron con el premio del concurso de ciencias, donde ganó por un experimento sobre plantas. Porque, según ella, "una cosa es ser inteligente y otra es parecerlo".

Su cuenta de Instagram era una obra de arte digital. Fotos perfectamente encuadradas, atardeceres vibrantes, desayunos saludables (que en realidad no comía) y selfies con piel de porcelana. Su vida parecía una mezcla entre catálogo de revista y cuento de hadas moderno. Nadie sospechaba que los domingos los pasaba en pijama, viendo series con su gato, comiendo papas fritas escondida de su hermano pequeño.

Todo empezó a cambiar un martes cualquiera. En clase de Lengua la profesora les pidió escribir una crónica sobre “un momento real de sus vidas”. Nada de inventos ni finales felices falsos. “Quiero la verdad. Cruda, imperfecta, pero suya”, dijo. Lucía resopló. No tenía idea de qué escribir.

Esa tarde abrió su galería. Mil fotos. Ninguna sin filtro. Buscó en sus recuerdos algo real, algo no curado por likes. Entonces encontró una carpeta vieja: “Verano 2020”. Allí estaba. Una foto borrosa, con el pelo revuelto y sin maquillaje. Ella riendo a carcajadas con su abuela en la playa. Sin pose. Sin filtros. Soólo felicidad.

Recordó ese día. Había olvidado el cargador del celular y pasó toda la jornada desconectada. Su abuela la llevó a recolectar conchitas, se enterraron en la arena, comieron helado derretido y se mojaron con una ola traicionera. Fue uno de los mejores días de su vida.

Escribió sobre eso. Con detalles, con emoción, con sinceridad. Lo leyó en clase con voz temblorosa, esperando burlas o bostezos. Pero hubo silencio. Luego, aplausos. Hasta la profesora se limpió una lágrima. “Esto es escribir”, dijo.

Esa noche subió la foto sin filtro. Sin hashtags. Sin edición. Sólo puso de pie de foto:

"A veces, lo mejor no se publica."

Sorprendentemente fue su foto más comentada. No por lo perfecta, sino por lo real. Amigos que jamás hablaban le dijeron que los hizo pensar. Una compañera incluso escribió: “Gracias. Necesitaba ver algo así”.

Lucía no dejó los filtros del todo, pero empezó a mostrar más de sí misma. Empezó a vivir más para ella y menos para los demás.

Porque entendió que la vida, como la escritura, a veces brilla más cuando no es perfecta, sino verdadera.

Aquí se invita a reflexionar sobre la presión que sienten los adolescentes por proyectar una imagen ideal en redes sociales y cómo eso puede alejarlos de sus emociones reales.

Propone un momento de toma de conciencia a través de un ejercicio de escritura, lo que también destaca el valor de la expresión personal y la autenticidad. Ideal para discutir temas como autoestima, redes sociales, intimidad y verdad.

Ver también:

Catalina Arancibia Durán
Catalina Arancibia Durán
Máster en Literatura Española e Hispanoamericana. Diplomada en Teoría y Crítica de Cine. Profesora de talleres literarios y correctora de estilo.