La leyenda del Dorado: historia de la mítica ciudad de oro

Catalina Arancibia Durán
Catalina Arancibia Durán
Máster en Literatura Española e Hispanoamericana
Tiempo de lectura: 15 min.

La leyenda del Dorado constituye uno de los relatos más paradigmáticos de la historia latinoamericana, tanto por su complejidad simbólica como por su persistencia en el imaginario colectivo occidental.

En ella se enfrenta la espiritualidad indígena con la avidez colonial que se dejó seducir por la fantasía de riqueza. De este modo, la cosmovisión indígena del oro como mediador entre el hombre y lo sagrado fue reemplazada por la lógica extractivista europea.

La leyenda del Dorado

En su núcleo más antiguo la leyenda aludía a un ritual de entronización practicado por el pueblo muisca (Colombia). El nuevo gobernante debía realizar una ceremonia de purificación y ofrenda en la laguna de Guatavita, considerada sagrada.

Según las crónicas coloniales, el cacique, cubierto completamente con polvo de oro, era llevado en una balsa al centro de la laguna, acompañado por sacerdotes y músicos.

Una vez allí arrojaba al agua ofrendas de oro, esmeraldas y otros objetos preciosos en honor a los dioses. Este acto simbolizaba la comunión entre el poder político y la dimensión espiritual de la comunidad. Al mismo tiempo, aseguraba la prosperidad del pueblo y el equilibrio cósmico.

Laguna de Guatavita
Laguna de Guatavita

A diferencia de la interpretación europea, que redujo el relato a una simple alusión a la riqueza material, el oro en la cosmovisión muisca poseía un valor simbólico.

No era una moneda ni un medio de acumulación, sino un elemento sagrado que representaba el “sudor del sol”, es decir, la energía vital que unía al mundo de los hombres con el orden divino.

Así, el ritual de Guatavita no buscaba exhibir opulencia, sino restablecer el equilibrio entre el poder terrenal y la esfera espiritual. El oro, al sumergirse, cerraba el ciclo vital entre sol, tierra y agua.

Con la llegada de los conquistadores esta práctica fue reinterpretada desde una lógica totalmente distinta: la del deseo y la apropiación.

Los cronistas españoles reescribieron el relato desde la fascinación por el oro como signo de riqueza y poder económico. Entre ellos Juan Rodríguez Freyle en El Carnero y Pedro Simón en sus Noticias historiales de las conquistas de Tierra Firme.

Lo que en la tradición muisca era un acto ritual, en la mirada europea se convirtió en la descripción de una fuente inagotable de tesoros ocultos.

Esta distorsión cultural dio origen a la leyenda del “hombre dorado” y, posteriormente, a la idea de una ciudad o reino entero de oro escondido en el corazón de Sudamérica.

Con el paso del tiempo la leyenda trascendió su localización original en la laguna de Guatavita y se proyectó hacia otras regiones como los Andes orientales, la Amazonía y las Guayanas. Cada expedición fallida alimentaba nuevas versiones. Así, el Dorado pasó de ser un individuo a una ciudad y de ciudad a imperio.

Esta mutabilidad le confirió un carácter universal. Dejó de ser un lugar concreto y se transformó en símbolo de una búsqueda incesante y de la promesa de abundancia que marcó toda la empresa colonial.

Orígenes de la leyenda

El origen de esta leyenda se encuentra estrechamente vinculado a la religiosidad y a la organización política del pueblo muisca. Esta fue una de las civilizaciones más desarrolladas del altiplano cundiboyacense antes de la llegada de los españoles.

Los muiscas poseían una compleja cosmovisión en la que la naturaleza, los astros y los elementos (agua, sol, tierra) constituían manifestaciones divinas que regían el orden del mundo.

Dentro de esa cosmovisión el oro era una sustancia sagrada. Era símbolo de la luz solar, atributo del dios Sué (el Sol) y medio de comunicación con las fuerzas sobrenaturales.

La orfebrería muisca no respondía a fines comerciales ni utilitarios, sino rituales. Los objetos de oro (pectorales, diademas y figuras antropomorfas) eran elaborados para ser ofrendados en lagunas, cuevas y templos, lugares considerados portales entre el mundo material y el espiritual.

El acto de depositar estos objetos en el agua implicaba la devolución a la divinidad de aquello que provenía de ella. Era un gesto de reciprocidad cósmica.

En este contexto la ceremonia de la laguna de Guatavita representaba la culminación de un ciclo de poder y purificación. Así, el nuevo líder asumía no sólo la jefatura política, sino también la responsabilidad sagrada de mantener el equilibrio universal.

Sin embargo, la historia se fue distorsionando. Los cronistas del siglo XVI recogieron fragmentos de diversas tradiciones locales, muchas veces transmitidas oralmente.

El resultado fue una amalgama de testimonios que, al ser reinterpretados por los europeos, dieron forma a un relato unificado y espectacular: el del “rey dorado” que arrojaba oro a una laguna.

Este proceso de reelaboración muestra cómo los discursos coloniales transformaron un ritual espiritual en una fábula de riqueza. Por tanto, el Dorado es un producto discursivo de la conquista, en el que se proyecta la mirada del conquistador sobre la alteridad indígena.

Así, se trata de una historia en la que converge la sacralidad de los antiguos pueblos andinos y la codicia que caracterizó al proyecto imperial de los siglos XVI y XVII.

En 1969 se encontró una representación de balsa muisca en una cueva de Pasca (Cundinamarca) y, con ello, se confirmó la veracidad histórica de los rituales que inspiraron la leyenda.

La balsa de Guatavita es una pequeña pieza de orfebrería, elaborada en oro y cobre. Representa la escena de una balsa con el cacique y varios acompañantes portando ofrendas, lo que coincide con las descripciones tempranas de la ceremonia.

Contexto político-social del periodo

La leyenda del Dorado se inscribe en un contexto histórico marcado por la consolidación de la monarquía hispánica y la competencia europea por el dominio del Nuevo Mundo durante los siglos XVI y XVII.

Tras el descubrimiento de América en 1492, la Corona española buscaba aumentar sus riquezas y prestigio frente a otras potencias. Por ello, otorgó a las expediciones coloniales el doble objetivo de evangelizar y extraer.

La búsqueda del oro estaba justificada por el discurso religioso de la conversión. Por ello, se convirtió en un instrumento político para sostener la empresa imperial y legitimar la ocupación de los territorios recién conquistados.

En este escenario la leyenda cumplió una función estratégica. Se trataba de ofrecer una promesa de riqueza inagotable que mantuviera el impulso exploratorio.

Los relatos sobre un “reino dorado” se propagaron rápidamente entre conquistadores y aventureros, sirviendo como motor ideológico de numerosas expediciones en territorios aún inexplorados.

A mediados del siglo XVI las crónicas de Gonzalo Jiménez de Quesada, Sebastián de Belalcázar y Nicolás de Federmán dieron forma al imaginario. Al emprender la conquista del altiplano cundiboyacense demostraron cómo la creencia en el Dorado influyó en las rutas de exploración y en la violencia desplegada sobre las poblaciones indígenas.

También se convirtió en un instrumento de competencia política entre los propios conquistadores. Cada expedición intentaba apropiarse del hallazgo, no sólo para acceder a los supuestos tesoros, sino para obtener reconocimiento de la Corona y consolidar derechos territoriales.

Las cartas de relación enviadas a la corte española solían exagerar la abundancia de oro y las riquezas locales, con el fin de justificar los costos y las muertes ocasionadas por las campañas.

En este sentido, el Dorado no fue únicamente una ilusión económica, sino una ficción política útil, que permitió la expansión de las fronteras coloniales.

A la vez, la búsqueda del Dorado reflejó el encuentro de valores opuestos. Mientras el mundo indígena concebía el oro como símbolo espiritual, los conquistadores lo transformaron en mercancía.

Este cambio de significado materializó el choque de dos racionalidades: la cosmovisión ritual frente al utilitarismo mercantil. El oro dejó de ser mediador entre lo humano y lo divino para convertirse en medio de dominación.

Por ello, su búsqueda sistemática condujo a la devastación de territorios sagrados, al saqueo de lagunas como Guatavita y al despojo cultural de las comunidades locales.

En términos sociales, alimentó la mentalidad extractivista que caracterizaría a las economías coloniales americanas. Las expediciones motivadas por el deseo de encontrar “ciudades de oro” se extendieron hacia regiones del Orinoco, la Amazonía y las Guayanas, donde se reprodujeron las mismas lógicas de explotación y sometimiento.

A través de la leyenda la ideología de la conquista adquirió una dimensión mística y legitimadora. El oro se convirtió en signo de la providencia divina que premiaba al cristiano explorador, invisibilizando así la violencia ejercida sobre los pueblos originarios.

De este modo, el Dorado no puede entenderse sólo como una narración legendaria. Es una metáfora política del colonialismo: una invención que encubrió la ambición y la destrucción bajo la apariencia de la fe, la aventura y la civilización.

Significado de la leyenda

Más allá de su contenido histórico la leyenda del Dorado encierra un conjunto de significados que explican su persistencia y su capacidad para adaptarse a diferentes contextos culturales.

Búsqueda del ideal

En primer lugar representa la búsqueda del ideal inalcanzable, la promesa de una perfección o plenitud que nunca se alcanza por completo. Desde esta perspectiva es la encarnación del anhelo de poder, conocimiento o trascendencia.

Así, su significado ha evolucionado. De la obsesión por el metal precioso en el siglo XVI al símbolo contemporáneo del sueño imposible, ya sea el éxito, la juventud o la redención.

Esta transformación confirma la plasticidad de la leyenda, capaz de reencarnarse en distintas épocas para expresar las esperanzas y contradicciones de la humanidad.

Represión colonial

Por su parte, en el plano latinoamericano tiene un significado más específico. Expresa la tensión entre la memoria indígena y la mirada colonial.

Para los pueblos originarios el oro no era una meta sino un medio ritual, un símbolo del equilibrio entre el hombre y la naturaleza. En cambio, para los conquistadores se convirtió en la justificación del sometimiento y en el motor de la expansión.

Por tanto, la leyenda sintetiza el desencuentro ontológico entre dos mundos. Uno regido por el principio de reciprocidad cósmica y otro por la lógica de la acumulación.

Mirada actual

En términos culturales el Dorado se ha transformado en un relato identitario. En Colombia se encuentra el Museo del Oro, donde las piezas muiscas son interpretadas como testimonios de una civilización espiritual más que como reliquias de riqueza.

En este sentido, la leyenda ha sido reapropiada desde una perspectiva descolonizadora, que busca devolverle su sentido original y restituir la voz indígena silenciada por los discursos coloniales.

Por su parte, en la literatura, el arte y la filosofía latinoamericana contemporánea ha sido reinterpretado como símbolo de utopía, ambición y pérdida.

Escritores como Gabriel García Márquez y pensadores como Octavio Paz han visto en el Dorado una alegoría del destino histórico de América Latina. Se trata de un continente definido por la promesa del oro y por la frustración de su hallazgo.

Impacto cultural e imaginario colectivo

Más allá de su dimensión histórica la leyenda del Dorado ha tenido un impacto profundo en la configuración del imaginario cultural de América Latina.

Desde el siglo XVI hasta la actualidad su huella atraviesa la literatura, la historiografía, las artes visuales, el pensamiento filosófico y la memoria popular.

En este proceso ha pasado de ser una creencia geográfica (una ciudad escondida en los confines de la selva) a convertirse en una metáfora de la identidad latinoamericana.

En primer lugar, esta narración contribuyó decisivamente a modelar la imaginación geográfica del Nuevo Mundo. Los cronistas y exploradores de los siglos XVI y XVII dieron forma a una topografía imaginaria que coexistía con la realidad.

Esa cartografía no sólo orientó expediciones, sino que delineó la percepción europea de América como territorio inagotable de promesas, abundancia y exotismo. Así, la invención del Dorado legitimó la conquista, y, a su vez, la conquista retroalimentó la leyenda.

Con el paso del tiempo el relato fue resignificado en el marco de las independencias y del pensamiento republicano del siglo XIX. En esta etapa, el Dorado comenzó a leerse como una alegoría de la esperanza nacional y del potencial americano.

La idea de una “tierra dorada” se trasladó del plano mineral al simbólico. El oro dejó de ser un fin material para transformarse en emblema del futuro, la fertilidad y la creatividad de los pueblos latinoamericanos.

Así, artistas y poetas recuperaron su carga estética para construir un discurso de identidad frente a Europa. En esta nueva lectura representaba la utopía americana, no como lugar de codicia, sino como horizonte de realización.

De igual manera, el arte visual y la museografía contemporánea han contribuido a la relectura descolonizadora del mito. El Museo del Oro de Bogotá, fundado en 1939, desempeña un papel fundamental en la restitución del significado ritual del oro.

La balsa de Guatavita
La balsa de Guatavita
Museo del Oro de Bogotá, Colombia

A través de la exposición de piezas muiscas se reivindica la dimensión espiritual y simbólica de los antiguos pueblos andinos, en contraste con la visión extractivista heredada de la colonia.

En la esfera internacional la noción del Dorado ha trascendido el ámbito latinoamericano para convertirse en un símbolo global de utopía. En la cultura popular designa cualquier lugar mítico donde se promete la abundancia o la felicidad definitiva.

Esta proyección universal evidencia su potencia arquetípica. No pertenece exclusivamente a Colombia o a los Andes, sino a la imaginación humana que busca lo absoluto.

En el pensamiento contemporáneo, especialmente en las corrientes críticas latinoamericanas (decolonialismo, ecocrítica, filosofía de la liberación, el Dorado ha sido reinterpretado como una metáfora de la modernidad.

Representa el momento en que la naturaleza y lo sagrado fueron convertidos en mercancía. Así, se puede resignificar como una advertencia ética. Frente a la crisis ecológica y la explotación global, su mensaje ancestral sobre la reciprocidad con la naturaleza adquiere renovada vigencia.

Reinterpretaciones artísticas y filosóficas contemporáneas

En la contemporaneidad, la leyenda de El Dorado ha trascendido su condición de leyenda colonial para convertirse en un símbolo de reflexión sobre las nociones de riqueza, identidad y poder.

Las reinterpretaciones modernas y contemporáneas, tanto en el arte como en la filosofía, han desplazado la idea literal de una ciudad hecha de oro hacia un terreno más abstracto.

Así, el Dorado se concibe como una metáfora del deseo humano, de la utopía inalcanzable o del espejismo del progreso. Este desplazamiento semántico evidencia una evolución. Con ello, pasó de ser una narrativa de conquista material a una alegoría del vacío espiritual y de la búsqueda de sentido en un mundo dominado por la ambición.

En el ámbito artístico, numerosas obras latinoamericanas del siglo XX y XXI han retomado el motivo de El Dorado para cuestionar los legados coloniales y las estructuras de poder que derivan de ellos.

En el cine películas como Aguirre, der Zorn Gottes (Werner Herzog, 1972) o El Dorado (Carlos Saura, 1988) fueron vitales. Reelaboraron la leyenda para mostrar la locura, el delirio de poder y la ruina moral que acompañaron la empresa conquistadora.

Autores latinoamericanos como Gabriel García Márquez y Alejo Carpentier han aludido a este imaginario en sus obras para expresar la idea de una América Latina que, aun cargada de historia y dolor, sigue proyectando utopías.

En el pensamiento crítico actual, se asocia también a la crítica del capitalismo global, donde el oro, ahora transformado en capital o consumo, sigue siendo el objeto de una búsqueda infinita.

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Catalina Arancibia Durán
Catalina Arancibia Durán
Máster en Literatura Española e Hispanoamericana. Diplomada en Teoría y Crítica de Cine. Profesora de talleres literarios y correctora de estilo.