Los cuentos infantiles son ideales para el aprendizaje de valores y para el desarrollo de la imaginación, la compasión y el humor en los niños. En algunas circunstancias, necesitamos cuentos que transmitan un mensaje de manera breve y eficaz. Conscientes de eso, compartimos una selección de relatos cortos —tanto clásicos como contemporáneos— de diferentes tipos: cuentos en prosa, cuentos en verso y fábulas con mensajes para toda clase de situaciones y edades.
El duendecillo fraile, de Fernán Caballero (Cecilia Böhl de Faber y Larrea)
El duendecillo fraile es un cuento de Cecilia Böhl de Faber y Larrea, firmado con el seudónimo de Fernán Caballero. Se trata de un relato que nos advierte sobre las personas interesadas, que solo nos ayudan cuando esperan obtener un beneficio.
Había una vez tres hermanitas que se mantenían amasando de noche una faneguita de harina. Un día se levantaron de madrugada para hacer su faena, y se la hallaron hecha, y los panes prontos para meterlos en el horno, y así sucedió por muchos días. Queriendo averiguar quién era el que tal favor les hacía, se escondieron una noche, y vieron venir a un duende muy chiquito, vestido de fraile, con unos hábitos muy viejos y rotos. Agradecidas le hicieron unos nuevos, que colgaron en la cocina. Vino el duende y se los puso, y en seguida se fue diciendo:
«Frailecito con hábitos nuevos,
ni quiere amasar, ni ser panadero».Esto prueba, niños míos, que como el duendecito hay muchos, que son complacientes y oficiosos hasta que logran un beneficio, y que una vez recibido, no se vuelven a acordar de quien se lo hizo.
El nacimiento de la col, de Rubén Darío
Ya sabemos que la col no es el alimento más popular entre los más pequeños, pero Rubén Darío nos ayuda a explicar la importancia y dignidad que tiene la col a través de un relato cargado de tonos míticos.
En el paraíso terrenal, en el día luminoso en que las flores fueron creadas, y antes de que Eva fuese tentada por la serpiente, el maligno espíritu se acercó a la más linda rosa nueva en el momento en que ella tendía, a la caricia del celeste sol, la roja virginidad de sus labios.
—Eres bella.
—Lo soy —dijo la rosa.
—Bella y feliz —prosiguió el diablo—. Tienes el color, la gracia y el aroma. Pero…
—¿Pero?...
—No eres útil. ¿No miras esos altos árboles llenos de bellotas? Ésos, a más de ser frondosos, dan alimento a muchedumbres de seres animados que se detienen bajo sus ramas. Rosa, ser bella es poco…
La rosa entonces —tentada como después lo sería la mujer- deseó la utilidad, de tal modo que hubo palidez en su púrpura.
Pasó el buen Dios después del alba siguiente.
—Padre —dijo aquella princesa floral, temblando en su perfumada belleza—, ¿queréis hacerme útil?
—Sea, hija mía —contestó el Señor, sonriendo.Y entonces vio el mundo la primera col.
El monólogo del mal, de Augusto Monterroso
El cuento breve El monólogo del mal, de Augusto Monterroso, nos hace reflexionar sobre cómo el bien se las ingenia para mantenerse vivo, a pesar de que el mal parece enorme a nuestros ojos. El cuento se encuentra en el libro La oveja negra y demás fábulas.
Un día el Mal se encontró frente a frente con el Bien y estuvo a punto de tragárselo para acabar de una buena vez con aquella disputa ridícula; pero al verlo tan chico el Mal pensó:
«Esto no puede ser más que una emboscada; pues si yo ahora me trago al Bien, que se ve tan débil, la gente va a pensar que hice mal, y yo me encogeré tanto de vergüenza que el Bien no desperdiciará la oportunidad y me tragará a mí, con la diferencia de que entonces la gente pensará que él sí hizo bien, pues es difícil sacarla de sus moldes mentales consistentes en que lo que hace el Mal está mal y lo que hace el Bien está bien».
Y así el Bien se salvó una vez más.
Las vacas que dan leche con sabor, de Esteban Cabezas
Las vacas que dan leche con sabor es un cuento del escritor contemporáneo Esteban Cabezas, y está incluido en una antología llamada Un cuento al día, editada por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de Chile. Este relato nos hace reír con su fino sentido del humor, pues está cargado de imágenes frescas y graciosas que los niños adorarán y que harán reír a los adultos.
Ustedes conocen esa canción de las vacas que dan leche con chocolate y leche condensada. Bueno, hay muchos científicos que han quedado traumados desde niños intentando lograr esto, hasta que llegó Hans Fritz Chucrut para solucionar este problema.
“Solucionar”, esa era su idea.
El profesor Chucrut investigó el tema durante muchos años, mientras destacaba por otros inventos. Alimentó a una vaca solo con chocolate, pero no dio resultado y quedó súper acelerada la pobre. A otra le dio kilos de azúcar, pero solo le salieron caries. A otra la llenó de manjar hasta que se volvió vegetariana de puro odio al manjar.
“¿Será algo de la mente?”, pensó el inventor.
Entonces pintó a una vaca de color frutilla, pero nada. Después pintó a una amarillo —por la vainilla, no por el plátano—, pero tampoco. Entonces subió a una vaca a un helicóptero, para ver si después daba leche batida. Pero no. La pobre vaca se mareó y nada más. La leche salió normalita y el pobre animal no pudo pararse durante dos días. Fue entonces que las vacas se organizaron para protestar, porque estaban aburridas de los abusos del profesor. Y desde ese día declararon una huelga y dieron pura leche en polvo.
El burro canelo, de Gregorio López y Fuentes
Gregorio López y Fuentes nos cuenta la historia de un niño que, tras irse a estudiar a la ciudad, regresa a su tierra natal con ínfulas de saber mucho y de haber olvidado sus orígenes. Aunque entristecidos, sus padres encuentran ocasión para hacerle reflexionar.
Tras un día de camino para encontrar al hijo que regresaba del colegio después de algunos años de ausencia, el padre tuvo el primer disgusto. Apenas se habían saludado, el muchacho en lugar de preguntar por su madre, por los hermanos o al menos por la abuela, ansiosamente le dijo:
—Padre, ¿y el burro canelo?
—El burro canelo… se murió de roña, de garrapatas y de viejo.
Al muchacho se le habían olvidado costumbres y hasta los nombres de las cosas que lo rodearon desde que nació. ¡Cómo era posible que para montar pusiera en el estribo el pie derecho! Pero el asombro del padre fue mayor cuando el chico preguntó con gran curiosidad si aquello era trigo o arroz al pasar junto a unos campos sembrados de maíz.
Mientras el muchacho descansaba, el padre sorprendido y triste informó a su esposa lo ocurrido. La madre no quiso darle mucho crédito, pero cuando llegó la hora de la cena, la mujer sintió el mismo desencanto. El muchacho solo hablaba de la ciudad. Uno de sus maestros le había dicho que el jorongo se llamaba “clámide”, y el huarache, el sufrido huarache del arriero, se le llama “coturno”.
La madre había preparado para su hijo querido lo que más le gustaba: atole de maíz tierno, con piloncillo y canela. Cuando se lo sirvió, caliente y oloroso, el hijo hizo la más absurda pregunta de cuantas había hecho:
—Madre, ¿cómo se llama esto?
Y mientras esperaba la respuesta se puso a menear el atole con un circular ir y venir de la cuchara.
—Al menos, si has olvidado el nombre, no has olvidado el meneadillo —dijo la madre suspirando.
El conejito, de Miguel Hernández
Un conejito inquieto y aventurero pasa un gran susto por nada, a causa de su audacia, y termina avergonzado frente a su mamá, a donde corre para resguardarse.
A un conejito se le ocurrió echar a correr.
Corría y corría, y no dejaba de correr.
Corría tanto que pronto se encontró frente a un huerto cercado.
—Éste debe ser un huerto muy rico porque está cercado —dijo el conejito—. Yo quiero entrar. Veo un agujero, pero no sé si podré entrar por él.
¡Hop! ¡Hop! ¡Hop!
Sí que pudo entrar el conejito en el huerto por aquel agujero que había visto. Y una vez dentro, se sintió feliz.
—¡Aquí tengo yo una buena comida! ¡Menudo atracón voy a darme!
El animalito se puso a comer, y no se cansaba de comer en las berzas, en las habas y en las coles.
Comió durante todo el día. Y así que el día llegó a su fin, dijo el conejito:
—Ahora yo debo marchar a casa. En casa me aguarda mi madre. Se me había olvidado mientras comía.
Tres veces intentó salir por el pequeño agujero y no lo consiguió ni en la primera, ni la segunda, ni la tercera vez.
—¡Ay, madre mía! -gritó-. No puedo salir. Este agujero es demasiado pequeño. Me he pasado el día comiendo y ahora estoy demasiado grueso. ¡Ay, que no puedo salir! Ay, madre mía.
En esto llegó un perro al huerto y vio al conejito.
—¡Guau! ¡Guau! ¡Guau! -dijo—. Hoy estoy de broma y veo un conejo. Voy a bromear con él.
Echó a correr el perro bromista derecho al conejito.
—Un perro viene -dijo asustado—. ¡Un perro viene! ¡Con lo poco que a mí me gustan los perros!
Yo debo salir de aquí. ¡Ay, madre mía!
El conejito corrió, y corriendo vio un agujero grande.
—Por aquí me escapo —dijo—. A mí no me gustan los perros. Ya estoy fuera del huerto y lejos de los colmillos del perro. ¡Gracias a mi vista y a mis patas!
Efectivamente, cuando el perro salió por el agujero grande detrás del conejito, éste ya se encontraba en los brazos de su madre, en la madriguera. Y su madre le reñía diciendo:
—Eres un conejo muy loco. Me vas a matar a sustos. ¿Qué has hecho por ahí todo el día?
Y el conejito, avergonzado, se rascó la barriga.
El diente roto, de Pedro Emilio Coll
Este cuento ha sido una de las obras más celebradas del escritor venezolano Pedro Emilio Coll, pues reflexiona sobre cómo la gente se engañe a sí misma por su falta de atención y por sus prejuicios.
A los doce años, combatiendo Juan Peña con unos granujas, recibió un guijarro sobre un diente; la sangre corrió lavándole el sucio de la cara, y el diente se partió en forma de sierra. Desde ese día principia la edad de oro de Juan Peña.
Con la punta de la lengua, Juan tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada —sin pensar. Así de alborotador y pendenciero, tornóse en callado y tranquila.
Los padres de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de las perversidades del chico, y que habían agotado toda clase de reprimendas y castigos, estaban ahora estupefactos y angustiados con la súbita transformación de Juan.
Juan no chistaba y permanecía horas enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá adentro, en la oscuridad de la boca cerrada, su lengua acariciaba el diente roto —sin pensar.
—El niño no está bien, Pablo —decía la madre al marido—; hay que llamar al médico.
Llegó el doctor grave y panzudo y procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente apetito, ningún síntoma de enfermedad.
—Señora —terminó por decir el sabio después de un largo examen—, la santidad de mi profesión me impone declarar a usted…
—¿Qué, señor doctor de mi alma? —interrumpió la angustiada madre.
—Que su hijo está mejor que una manzana. Lo que sí es indiscutible —continuó con voz misteriosa—, es que estamos en presencia de un caso fenomenal: su hijo de usted, mi estimable señora, sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo es un filósofo precoz, un genio tal vez.
En la oscuridad de la boca, Juan acariciaba su diente roto —sin pensar.
Parientes y amigos se hicieron eco de la opinión del doctor, acogida con júbilo indecible por los padres de Juan. Pronto en el pueblo todo, se citó el caso admirable del «niño prodigio», y su fama se aumentó como una bomba de papel hinchada de humo. Hasta el maestro de escuela, que lo había tenido por la más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión general, por aquello de que voz del pueblo es voz del cielo. Quien más, quien menos, cada cual traía a colación un ejemplo: Demóstenes comía arena, Shakespeare era un pilluelo desarrapado, Edison, etcétera.
Creció Juan Peña en medio de libros abiertos ante sus ojos, pero que no leía, distraído por la tarea de su lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto —sin pensar.
Y con su cuerpo crecía su reputación de hombre juicioso, sabio y «profundo», y nadie se cansaba de alabar el talento maravilloso de Juan. En plena juventud, las más hermosas mujeres trataban de seducir y conquistar aquel espíritu superior, entregado a hondas meditaciones, para los demás, pero que en la oscuridad de su boca tentaba el diente roto —sin pensar.
Pasaron meses y años, y Juan Peña fue diputado, académico, ministro, y estaba a punto de ser coronado Presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua.
Y doblaron las campanas, y fue decretado un riguroso duelo nacional; un orador lloró en una fúnebre oración a nombre de la patria, y cayeron rosas y lágrimas sobre la tumba del grande hombre que no había tenido tiempo de pensar.
Los juguetes, de Juan José Morosoli
Este hermoso cuento del uruguayo Juan José Morosoli nos recuerda que la verdadera diversión no está en las mercancías de una juguetería. Cuando eres alegre y bien dispuesto, encuentras en todo lo que te rodea la oportunidad de jugar. Este cuento fue publicado por primera vez en la edición del libro Perico, 15 relatos para niños, en 1945.
Cuando mi madre estuvo grave, nosotros salimos de nuestro hogar. Mi abuela se llevó a mis hermanos más chicos y yo fui a la casa que era la más lujosa del pueblo. Mi compañero de banca vivía allí.
La casa no me gustó desde que llegué a ella.
La madre de mi compañero era una señora que andaba siempre recomendando silencio. Los criados eran serios y tristes. Hablaban como en secreto y se deslizaban por las piezas enormes como sombras. Las alfombras atenuaban los ruidos y las paredes tenían retratos de hombres graves, de caras apretadas por largas patillas.
Los niños jugaban en la sala de los juguetes sin hacer ruido. Fuera de aquella sala no se podía jugar. Estaba prohibido. Los juguetes estaban alineados cada uno en su lugar, como los frascos en las boticas.
Parecía que con aquellos juguetes no hubiera jugado nadie. Yo hasta entonces había jugado siempre con piedras, con tierra, con perros y con niños. Pero nunca con juguetes como aquellos. Como no podía vivir allí, mi padrino don Bernardo me llevó a su casa.
En lo de mi padrino había vacas, mulas, caballos, gallinas, un horno de cocer pan y un cobertizo para guardar el maíz y alfalfa. La cocina era grande como un barco. En el centro tenía un picadero de leña enterrado en el suelo. Cerca de la chimenea una llanta de carreta reunía pavas, parrillas y hombres. Pájaros y gallinas entraban y salían.
Mi padrino se levantaba a las cinco de la mañana, y comenzaba a partir la leña. Los golpes que daba con el hacha resonaban por toda la casa. Una vaca mimosa venía hasta la puerta y mugía apenas lo veía. Luego un concierto de golpes, balidos, gritos, cacarear y batir de las alas, conmovían la casa. A veces al entrar en las piezas, el vuelo asustado de un pájaro que se sorprendía nos paraba indecisos. Era una casa viva y trepidante.
La leche espumosa y el pan casero, suave y dorado, nos acercaba a todos a la mesa como a un altar.
Nuestras mañanas transcurrían en el granero oloroso de alfalfa. De unos agujeros altos, que el sol perforaba, caían hacia el piso unas listas de luz donde danzaba el polvo.
Las ratoneras entraban y salían por todos lados, pues allí había muchísimas.
En casa de mi padrino supe que los juguetes y los juegos que hacen felices a los niños no están en las jugueterías.
El joven pastor y el lobo, de Esopo
Este clásico de la literatura infantil, tomado de las fábulas de Esopo, enseña a los más pequeños sobre los peligros y consecuencias del vicio de la mentira. Cuando las personas mienten una y otra vez, tarde o temprano pierden su credibilidad y pagan caras las consecuencias.
En un pueblo muy lejano, había un joven pastor que cuidaba un rebaño de ovejas. Pero este joven tenía una mala costumbre: engañaba a las personas del pueblo gritando:
—¡Es el lobo! ¡Es el lobo!
Las personas venían a ayudarle, solo para descubrir que el joven mentía, una y otra vez.
Un día, ocurrió que el lobo se apareció entre las ovejas, y el joven pastor, desesperado, comenzó a gritar, esta vez en serio:
—¡Es el lobo! ¡Es el lobo! ¡Está matando a las ovejas del rebaño!
Pero nadie le creyó y no recibió ayuda. Y así, el lobo se encontró a sus anchas y todas las ovejas murieron.
Moraleja: Nadie le cree a un mentiroso, aun cuando diga la verdad.
El zorro y la cigüeña, de Jean La Fontaine
El cuento sobre el zorro y la cigüeña, incluido en las Fábulas de Jean La Fontaine, enseña la norma moral por excelencia, la llamada regla de oro: no hagamos a los otros lo que no nos gustan que nos hagan. En otras palabras, tratemos a los demás con el respeto y la consideración con que deseamos ser tratados. Hemos hecho una adaptación para todos.
Sucedió que un día el señor Zorro quiso dárselas de importante e invitó a comer a la señora Cigüeña. El menú no era otra cosa que un sopicaldo, una sopa con pocos sólidos que comer, la cual fue servida en un plato llano.
Como es de esperarse, la señora Cigüeña no pudo comer debido a la forma y extensión de su pico, en cuanto que el señor Zorro, con su lengua, lamió todo el plato a gusto.
Ofendida, la señora Cigüeña decidió desquitarse por la humillación del señor Zorro, y para ello, lo convidó a comer a su casa. El señor Zorro dijo:
—¡Enhorabuena! Para los amigos siempre tengo tiempo.
A la hora de la cita, el señor Zorro se presentó en casa de la señora Cigüeña, hizo todas las reverencias del caso y se sentó a la mesa, donde encontró la comida servida.
La señora Cigüeña había preparado un sabroso guisado, servido en un recipiente de cuello largo y embocadura muy angosta, por donde solo ella podía pasar su pico, mientras que el señor Zorro no podía introducir su hocico.
Así, el señor Zorro, el mismo que se daba ínfulas de importante, tuvo que regresar a casa humillado, con las orejas gachas, el rabo entre las piernas y, claro, el estómago vacío.
Moraleja: no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti.
El avaro y el oro, de Esopo
El cuento sobre el avaro y el oro, recogido en las fábulas de Esopo, critica a quienes acumulan riquezas simplemente por el mero propósito de poseerlas, pero son incapaces de disfrutarlas ni darles uso alguno. Las cosas deben valorarse por su utilidad concreta, y no simplemente por su apariencia.
Un avaro que tenía muchas riquezas, las vendió todas para comprar con el dinero una única pieza de oro. Para que no se perdiera y la durara para siempre, el avaro la enterró próxima a una pared antigua y todos los días iba a cerciorarse de que siguiera allí, sin notar que un vecino siempre lo veía pasar.
Curioso, el vecino fue un día a aquel lugar para descubrir el misterio. Cuando vio que se trataba de un tesoro, lo desenterró y se robó la pieza de oro.
Al día siguiente, el avaro encontró el agujero vacío, y se lamentaba de lo que había perdido.
Pero otro vecino lo vio, y al conocer el motivo de sus lamentaciones, le dijo:
—Agradece que no ha pasado nada grave. Toma una piedra, sepúltala en el agujero y haz de cuenta de que el oro sigue allí. Da lo mismo si es oro o no, porque por tu avaricia, jamás le ibas a sacar provecho.
Moraleja: No acumules cosas por acumularlas. Estas no tienen valor por su apariencia, sino por su utilidad y provecho.
El sobrio y el glotón, de Concepción Arenal
Concepción Arenal nos ofrece un interesante cuento rimado para explicar que el verdadero conocimiento no provienen de atragantarse con información, sino de saber nutrir el pensamiento. Para ello, la autora nos ofrece una genial paradoja: un hombre sobrio que come poco pero es robusto, y un glotón que está desnutrido.
Había en un lugarón
dos hombres de mucha edad,
uno de gran sobriedad
y el otro gran comilón.La mejor salud del mundo
gozaba siempre el primero,
estando de enero a enero
débil y enteco el segundo.— ¿Por qué —el tragón dijo un día— ,
comiendo yo mucho más
tú mucho más gordo estás?
No lo comprendo, a fe mía.— Es —le replicó el frugal—
y muy presente lo ten,
porque yo digiero bien,
porque tú digieres mal.Haga de esto aplicación
el pedante presumido
si porque mucho ha leído
cree tener instrucción,
y siempre que a juzgar fuere
la regla para sí tome:
No nutre lo que se come,
sino lo que se digiere.
La gatita Mancha y el ovillo rojo, de Miguel Hernández
Miguel Hernández es un poeta español del siglo XX. Nos ofrece este gracioso relato, parte en prosa, parte en verso, en el que una gatita traviesa se ve en problemas por ponerse a jugar con cosas que no son de su edad.
Había un ovillo en el costurero. Era un ovillo muy grande y muy rojo. Era un ovillo muy bonito. La gatita Mancha dijo al verlo:
¡Miaumero! ¡Miaumero!
Una pelota roja.
Yo la quiero. Yo la quiero,
aunque me quede coja.
Yo llegaré hasta el costurero.
El costurero está muy alto.
Pero todo será cuestión
de dar valientemente un salto
aunque me lleve un coscorrón.Saltó la gatita Mancha. Cayó dentro del costurero. El costurero, el ovillo rojo y la gatita Mancha cayeron de la mesa y rodaron por el suelo.
Dijo la gatita:
¡Miaumiar! ¡Miaumiar!
¡Yo no puedo correr!
¡Yo no puedo saltar!
¡Yo no puedo ni un pelo mover!
¿Quién me quiere ayudar?Al oírla, vino Ruizperillo. Y vino su madre. Y la hermanita de Ruizperillo también vino. Y toda la familia de Ruizperillo vino a ver a la gatita Mancha enredada en el ovillo. Todos reían viéndola cada vez más enredada en el algodón del ovillo rojo.
La madre de Ruizperillo dijo:
Mancha, Manchita,
usted está de broma.
Ahora necesita
mi ayuda, gatita, paloma.Este ovillo
no es para una gata pequeña,
sino para una que enseña
viejo el solomillo,
vieja la nariz y aguileña.No sabe usted
bordar ni coser,
gatita de dientes
y uñas de alfiler.Toda la familia de Ruizperillo rio hasta que la gatita Mancha salió de su cárcel de algodón. Entonces, Ruizperillo dejó en el suelo su pelota de goma para que Mancha jugara con ella. Y la gatita asustada echó a correr asustada diciendo:
¡Fus! ¡Fus! ¡Parrafús!
Porque el gato más valiente,
si sale escaldado un día,
huye del agua caliente,
pero, además, de la fría.
Fábula de la avispa ahogada, de Aquiles Nazoa
La fábula de la avispa ahogada, escrita por Aquiles Nazoa, advierte a sus lectores sobre las consecuencias del mal humor y la ira, los cuales nublan el entendimiento y causan desorientación.
La avispa aquel día
desde la mañana,
como de costumbre,
bravísima andaba.
El día era hermoso
la brisa liviana;
cubierta la tierra
de flores estaba
y mil pajaritos
los aires cruzaban.Pero a nuestra avispa
—nuestra avispa brava—
nada le atraía,
no veía nada
por ir como iba
comida de rabia.“Adiós”, le dijeron
unas rosas blancas,
y ella ni siquiera
se volvió a mirarlas
por ir abstraída,
torva, ensimismada,
con la furia sorda
que la devoraba.“Buen día”, le dijo
la abeja, su hermana,
y ella que de furia
casi reventaba,
por toda respuesta
he echó una roncada
que a la pobre abeja
dejó anonadada.Ciega como iba
la avispa de rabia,
repentinamente,
como en una trampa,
se encontró metida
dentro de una casa.
Echando mil pestes
al verse encerrada,
en vez de ponerse
serena y con calma
a buscar por donde
salir de la estancia,
¿sabéis lo que hizo?¡Se puso más brava!
Se puso en los vidrios
a dar cabezadas,
sin ver en su furia
que a corta distancia
ventanas y puertas
abiertas estaban;
y como en la ira
que la dominaba
casi no veía
por donde volaba,
en una embestida
que dio de la rabia
cayó nuestra avispa
en un vaso de agua.¡Un vaso pequeño,
menor que una cuarta
donde hasta un mosquito
nadando se salva!
Pero nuestra avispa,
nuestra avispa brava,
más brava se puso
al verse mojada,
y en vez de ocuparse,
la muy insensata,
de ganar la orilla
batiendo las alas
se puso a echar pestes
y a tirar picadas
y a lanzar conjuros
y a emitir mentadas,
y así, poco a poco,
fue quedando exhausta
hasta que, furiosa,
pero emparamada,
terminó la avispa
por morir ahogada.Tal como la avispa
que cuenta esta fábula,
el mundo está lleno
de personas bravas,
que infunden respeto
por su mala cara,
que se hacen famosas
debido a sus rabias
y al final se ahogan
en un vaso de agua.
A Margarita Debayle, de Rubén Darío
A Margarita Debayle es un poema infantil del nicaragüense Rubén Darío. Se encuentra recopilado en el libro El viaje a Nicaragua e Intermezzo Tropical (1909). Fue dedicado a la niña de la familia Debayle, en cuya casa de verano el poeta pasó una temporada. El poema cuenta la historia de una princesita que deseaba hacerse un prendedor de estrellas.
Margarita está linda la mar,
y el viento,
lleva esencia sutil de azahar;
yo siento
en el alma una alondra cantar;
tu acento:
Margarita, te voy a contar
un cuento:
Esto era un rey que tenía
un palacio de diamantes,
una tienda hecha de día
y un rebaño de elefantes,
un kiosko de malaquita,
un gran manto de tisú,
y una gentil princesita,
tan bonita,
Margarita,
tan bonita como tú.
Una tarde, la princesa
vio una estrella aparecer;
la princesa era traviesa
y la quiso ir a coger.
La quería para hacerla
decorar un prendedor,
con un verso y una perla
y una pluma y una flor.
Las princesas primorosas
se parecen mucho a ti:
cortan lirios, cortan rosas,
cortan astros. Son así.
Pues se fue la niña bella,
bajo el cielo y sobre el mar,
a cortar la blanca estrella
que la hacía suspirar.
Y siguió camino arriba,
por la luna y más allá;
más lo malo es que ella iba
sin permiso de papá.
Cuando estuvo ya de vuelta
de los parques del Señor,
se miraba toda envuelta
en un dulce resplandor.
Y el rey dijo: «¿Qué te has hecho?
te he buscado y no te hallé;
y ¿qué tienes en el pecho
que encendido se te ve?».
La princesa no mentía.
Y así, dijo la verdad:
«Fui a cortar la estrella mía
a la azul inmensidad».
Y el rey clama: «¿No te he dicho
que el azul no hay que cortar?
¡Qué locura!, ¡Qué capricho!...
El Señor se va a enojar».
Y ella dice: «No hubo intento;
yo me fui no sé por qué.
Por las olas por el viento
fui a la estrella y la corté».
Y el papá dice enojado:
«Un castigo has de tener:
vuelve al cielo y lo robado
vas ahora a devolver».
La princesa se entristece
por su dulce flor de luz,
cuando entonces aparece
sonriendo el Buen Jesús.
Y así dice: «En mis campiñas
esa rosa le ofrecí;
son mis flores de las niñas
que al soñar piensan en mí».
Viste el rey pompas brillantes,
y luego hace desfilar
cuatrocientos elefantes
a la orilla de la mar.
La princesita está bella,
pues ya tiene el prendedor
en que lucen, con la estrella,
verso, perla, pluma y flor.
Margarita, está linda la mar,
y el viento
lleva esencia sutil de azahar:
tu aliento.
Ya que lejos de mí vas a estar,
guarda, niña, un gentil pensamiento
al que un día te quiso contar
un cuento.
La ratoncita presumida, de Aquiles Nazoa
La ratoncita presumida es un cuento en verso del venezolano Aquiles Nazoa, que enseña sobre los valores de la humildad y la sencillez en toda circunstancia. A la protagonista le corresponde aprender a valorar a los más sencillos y pequeños, porque son esos los más importantes.
Hace ya bastantes años,
doscientos años tal vez,
por escapar de los gatos
y de las trampas también,
unos buenos ratoncitos
se colaron en un tren
y a los campos marcharon
para nunca más volver.Andando, andando y andando
llegaron por fin al pie
de una montaña llamada
la montaña Yo-no-sé,
y entonces dijo el más grande:
lo que debemos hacer
es abrir aquí una cueva
y quedarnos de una vez
porque como aquí no hay gatos
aquí viviremos bien.Trabaja que te trabaja
tras de roer y roer
agujereando las cuevas
se pasaron más de un mes
hasta que una hermosa cueva
lograron por fin hacer
con kioskos, jardín y gradas
como si fuera un chalet.Había entre los ratones
que allí nacieron después
una ratica más linda
que la rosa y el clavel.
Su nombre no era ratona
como tal vez supondréis,
pues la llamaban Hortensia
que es un nombre de mujer.Y era tan linda, tan linda
que parecía más bien
una violeta pintada
por un niño japonés:
parecía hecha de plata
por el color de su piel
y su colita una hebra
de lana para tejer.Pero era muy orgullosa
y así ocurrió que una vez
se le acercó un ratoncito
que allí vivía también
y que alzándose en dos patas
temblando como un papel
le pidió a la ratoncita
que se casara con él.¡Qué ratón tan parejero!
dijo ella con altivez.
Vaya a casarse con una
que esté a su mismo nivel,
pues yo para novio aspiro,
aquí donde usted me ve,
a un personaje que sea
más importante que usted.Y saliendo a la pradera
le habló al Sol gritando:
– ¡Jeeey! usted que es tan importante
porque del mundo es el rey,
venga a casarse conmigo
pues yo soy digna de ser
la esposa de un personaje
de la importancia de usted.– Más importante es la nube –
dijo el Sol con sencillez-
pues me tapa en el verano
y en el invierno también.Y contestó la ratica:
– Pues que le vamos a hacer…
Si es mejor que usted
la nube con ella me casaré
Más la nube al escucharla,
habló y le dijo a su vez:
– Más importante es el viento
que al soplar me hace correr.– Entonces – dijo la rata-
entonces ya sé que hacer
si el viento es más importante
voy a casarme con él.Mas la voz ronca del viento
se escuchó poco después
diciéndole a la ratona:
– Ay Hortensia, ¿sabe usted?,
mejor que yo es la montaña
aquella que allí se ve-
porque detiene mi paso
lo mismo que una pared.– Si mejor es la montaña
con ella me casare-
contestó la ratoncita-,
y a la montaña se fue.Mas la montaña le dijo:
– ¿Yo importante? ¡Je, je,je!
Mejores son los ratones
los que viven a mis pies,
aquellos que entre mis rocas
tras de roer y roer,
construyeron la cuevita,
de donde ha salido usted.Entonces la ratoncita
volvió a su casa otra vez
y avergonzada y llorando
buscó al ratoncito aquel
a quien un día despreciara
por ser tan chiquito él.– ¡¡¡¡¡¡ Aaaaaaaaaalfreditooooooooooooo !!!!!!;
¡Oh, perdóname, Alfredito
– gimió cayendo a sus pies-,
por pequeño y por humilde
un día te desprecié,
pero ahora he comprendido
-y lo he comprendido bien-
que en el mundo los pequeños
son importantes también.
El ratoncillo ignorante, de José Rosas Moreno
José Rosas Moreno construye un hermoso relato en verso sobre el alto precio de la ignorancia y la ingenuidad. Más vale formarse e informarse para no dejarse engañar, antes que caer por ingenuo e ignorante.
Un ratoncito pequeño,
sin malicia todavía,
al despertar de su sueño,
se sentó en su cuarto un día.Delante del agujero
sentado un gatito estaba
y con tono zalamero
así al ratoncito hablaba:—Sal, querido ratoncillo,
que te quiero acariciar,
te traigo un dulce exquisito
que te voy a regalar.—Tengo un azúcar muy buena,
miel y nueces deliciosas...
si sales, a boca llena
podrás comer de mil cosas.El ratoncillo ignorante
del agujero salió;
y don gato en el instante
a mi ratón devoró.
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