17 lecturas cortas que te encantarán
Leer es un acto de descubrimiento. Cada historia abre una grieta en lo cotidiano e invita a mirar la realidad desde otro ángulo.
La siguiente selección de cuentos invita a reflexionar. Permiten asomarse a otros mundos, explorar los límites de la propia sensibilidad, así como ahondar en los miedos, deseos y contradicciones de la naturaleza humana.
1. El gesto de la muerte - Jean Cocteau
Un joven jardinero persa dice a su príncipe:
-¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:
-Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
-No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán.
Jean Cocteau (1889 - 1963) fue un artista francés perteneciente al movimiento surrealista. Su obra se caracteriza por una constante reflexión sobre la muerte, el destino y la naturaleza del arte.
Este breve relato es una parábola sobre la inevitabilidad del destino. El intento del jardinero por escapar de la muerte lo conduce precisamente hacia ella, mostrando que ningún esfuerzo humano puede evitar lo que está escrito.
La ironía trágica (huir para encontrar aquello de lo que se escapa) condensa la visión fatalista de Cocteau sobre la existencia. La Muerte no es aquí una figura maligna, sino una presencia natural e inevitable, mientras que el gesto de “sorpresa” revela la inocencia de los hombres ante su propio destino.
2. Alba - Ricardo Sumalvia
Desde mi ventana, hasta hace muy poco, tenía a la vista un extenso y arbolado parque. Ahora hay una pared monumental que corresponde a un edificio de quince pisos. El parque no ha desaparecido. Está al otro lado de este edificio, sin duda aún extenso y arbolado. Lo que veo ahora, en cambio, es un muro blanco, aunque prefiero llamarla una pared alba. Con la rutina, el cambio de estaciones y las simplificaciones del lenguaje, he pasado a decirme que cada mañana abro la ventana para ver el alba. Y la veo con tal intensidad, que ya creo vislumbrar
algunos árboles.
Ricardo Sumalavia (Perú, 1968) es considerado uno de los principales representantes del microrrelato contemporáneo. Su escritura combina cotidianidad, absurdo y reflexión existencial.
En este cuento el narrador relata cómo, tras la construcción de un edificio frente a su casa, pierde la vista del parque que solía contemplar desde su ventana.
Con el tiempo, la rutina y la costumbre lo llevan a creer que cada mañana ve el “alba”, hasta convencerse de que puede distinguir árboles en esa superficie vacía.
Así, el relato utiliza un tono melancólico para reflexionar sobre la percepción humana. La “pared alba” se convierte en símbolo de la resignación y de la capacidad de la mente para crear belleza, incluso donde ya no la hay.
De esta manera, Sumalavia explora la fragilidad de la realidad y el poder imaginativo como defensa frente a la frustración. En última instancia, se sugiere que la percepción no depende del mundo exterior, sino de la mirada interior que lo reinventa.
3. Sapo y princesa - Ana María Shua
Considerando la longitud y destreza de su lengua, la princesa se interroga sobre su esposo. ¿Fue en verdad príncipe antes de ser sapo? ¿O fue en verdad sapo, originalmente sapo, a quien hada o similar concediera el privilegio de cambiar por humana su batracia estirpe si obtuviera el principesco beso? En tales dudas se obsesiona su mente durante los sudores del parto, un poco antes de escuchar el raro llanto de su bebé renacuajo.
Ana María Shua (Argentina, 1951) es una de las escritoras más destacadas del microrrelato en lengua española. Su obra combina humor, ironía y crítica social.
Aquí la autora reescribe de manera subversiva el clásico relato “La princesa y el sapo”. La historia comienza cuando la princesa, en pleno trabajo de parto, duda del origen de su esposo.
¿Era realmente un príncipe transformado en sapo o un sapo convertido en príncipe? Esas preguntas se vuelven angustiosas, justo antes de oír el llanto de su hijo, descrito como un “bebé renacuajo”.
De este modo, se juega con la ambigüedad de los cuentos de hadas para llevarlo al terreno de la ironía moderna. La princesa simboliza la duda y la desilusión ante las promesas del amor ideal.
Por su parte, el nacimiento del hijo “renacuajo” rompe el final feliz tradicional. Con ello, Shua plantea una reflexión sobre la identidad y la herencia.
4. El pato y la luna - León Tolstói
Un pato nadaba por el río en busca de peces y en todo el día no había encontrado ninguno. Cuando llegó la noche, vio el reflejo de la luna en el agua, pensó que era un pez y se sumergió para capturarlo. Los otros patos lo vieron y empezaron a reírse.
Desde entonces, el pato sintió tanta vergüenza y timidez que, incluso cuando veía un pez bajo el agua, no hacía nada para capturarlo, y de ese modo se murió de hambre.
León Tolstói (1828 - 1910) es uno de los escritores más importantes del siglo XIX. Dedicó gran parte de su vida a la enseñanza y en 1872 publicó Libros rusos de lectura, primer texto de carácter pedagógico en su país.
Además de cuentos de su propia autoría, recogió fábulas e historias populares de su Rusia natal. Este breve cuento presenta al pato como una metáfora del ser humano, que es capaz de hacerse daño por estar preocupado de la opinión de los demás. De esta forma, el relato apunta a aceptar los errores que se cometen y ser siempre fiel a sí mismo.
5. La obra maestra - Álvaro Yunque
El mono cogió un tronco de árbol, lo subió hasta el más alto pico de una sierra, lo dejó allí, y, cuando bajó al llano, explicó a los demás animales:
-¿Ven aquello que está allá? ¡Es una estatua, una obra maestra! La hice yo.
Y los animales, mirando aquello que veían allá en lo alto, sin distinguir bien qué fuere, comenzaron a repetir que aquello era una obra maestra. Y todos admiraron al mono como a un gran artista. Todos menos el cóndor, porque él era el único que podía volar hasta el pico de la sierra y ver que aquello solo era un viejo tronco de árbol. Dijo a muchos animales lo que había visto, pero ninguno creyó al cóndor, porque es natural en el ser que camina no creer al que vuela.
Álvaro Yunque (1889 - 1982) fue un escritor argentino vinculado al realismo social. En este relato denuncia la superficialidad y la credulidad colectiva.
De este modo, el mono representa la vanidad y el engaño, mientras que el cóndor simboliza la visión crítica, la lucidez que pocos poseen.
La fábula sugiere que la mayoría prefiere aceptar la apariencia antes que enfrentarse a la verdad. La frase final resume una amarga reflexión sobre la condición humana: quienes no se elevan en pensamiento desconfían de aquellos que sí lo hacen.
6. Cortísimo metraje - Julio Cortázar
Automovilista en vacaciones recorre las montañas del centro de Francia, se aburre lejos de la ciudad y de la vida nocturna. Muchacha le hace el gesto usual del auto-stop, tímidamente pregunta si dirección Beaune o Tournus. En la carretera unas palabras, hermoso perfil moreno que pocas veces pleno rostro, lacónicamente a las preguntas del que ahora, mirando los muslos desnudos contra el asiento rojo. Al término de un viraje el auto sale de la carretera y se pierde en lo más espeso. De reojo sintiendo cómo cruza las manos sobre la minifalda mientras el terror poco a poco. Bajo los árboles una profunda gruta vegetal donde se podrá, salta del auto, la otra portezuela y brutalmente por los hombros. La muchacha lo mira como si no, se deja bajar del auto sabiendo que en la soledad del bosque. Cuando la mano por la cintura para arrastrarla entre los árboles, pistola del bolso y a la sien. Después billetera, verifica bien llena, de paso roba el auto que abandonará algunos kilómetros más lejos sin dejar la menor impresión digital porque en ese oficio no hay que descuidarse.
Julio Cortázar (Argentina, 1914 - 1984) se encuentra dentro de los escritores más populares del siglo XX. En sus cuentos jugó con los límites de lo posible a través de la ruptura de las coordenadas de espacio y tiempo, así como reflexionó sobre la identidad y el carácter dual de la existencia.
Aunque el autor tiene cuentos aún más breves, "Cortísimo metraje" es un gran ejemplo de la maestría que posee para generar atmósferas. En sólo unas líneas es capaz de crear una historia llena de suspenso en la que nada es lo que parece.
A medida que el lector se adentra en el relato, presiente el peligro que corre la muchacha ante el hombre que se ofreció a llevarla. Sin embargo, al final, se descubre que él se convirtió en la víctima de un robo. Así, cambia la dinámica de damisela en peligro, para demostrar que las apariencias pueden engañar.
7. A imagen y semejanza - Mario Benedetti
Era la última hormiga de la caravana, y no pudo seguir la ruta de sus compañeras. Un terrón de azúcar había resbalado desde lo alto, quebrándose en varios terroncitos. Uno de éstos le interceptaba el paso. Por un instante la hormiga quedó inmóvil sobre el papel color crema. Luego, sus patitas delanteras tantearon el terrón. Retrocedió, después se detuvo. Tomando sus patas traseras como casi punto fijo de apoyo, dio una vuelta alrededor de sí misma en el sentido de las agujas de un reloj. Sólo entonces se acercó de nuevo. Las patas delanteras se estiraron, en un primer intento de alzar el azúcar, pero fracasaron. Sin embargo, el rápido movimiento hizo que el terrón quedara mejor situado para la operación de carga. Esta vez la hormiga acometió lateralmente su objetivo, alzó el terrón y lo sostuvo sobre su cabeza. Por un instante pareció vacilar, luego reinició el viaje, con un andar bastante más lento que el que traía. Sus compañeras ya estaban lejos, fuera del papel, cerca del zócalo. La hormiga se detuvo, exactamente en el punto en que la superficie por la que marchaba, cambiaba de color. Las seis patas hollaron una N mayúscula y oscura. Después de una momentánea detención, terminó por atravesarla. Ahora la superficie era otra vez clara. De pronto el terrón resbaló sobre el papel, partiéndose en dos. La hormiga hizo entonces un recorrido que incluyó una detenida inspección de ambas porciones, y eligió la mayor. Cargó con ella, y avanzó. En la ruta, hasta ese instante libre, apareció una colilla aplastada. La bordeó lentamente, y cuando reapareció al otro lado del pucho, la superficie se había vuelto nuevamente oscura porque en ese instante el tránsito de la hormiga tenía lugar sobre una A. Hubo una leve corriente de aire, como si alguien hubiera soplado. Hormiga y carga rodaron. Ahora el terrón se desarmó por completo. La hormiga cayó sobre sus patas y emprendió una enloquecida carrerita en círculo. Luego pareció tranquilizarse. Fue hacia uno de los granos de azúcar que antes había formado parte del medio terrón, pero no lo cargó. Cuando reinició su marcha no había perdido la ruta. Pasó rápidamente sobre una D oscura, y al reingresar en la zona clara, otro obstáculo la detuvo. Era un trocito de algo, un palito acaso tres veces más grande que ella misma. Retrocedió, avanzó, tanteó el palito, se quedó inmóvil durante unos segundos. Luego empezó la tarea de carga. Dos veces se resbaló el palito, pero al final quedó bien afirmado, como una suerte de mástil inclinado. Al pasar sobre el área de la segunda A oscura, el andar de la hormiga era casi triunfal. Sin embargo, no había avanzado dos centímetros por la superficie clara del papel, cuando algo o alguien movió aquella hoja y la hormiga rodó, más o menos replegada sobre sí misma. Sólo pudo reincorporarse cuando llegó a la madera del piso. A cinco centímetros estaba el palito. La hormiga avanzó hasta él, esta vez con parsimonia, como midiendo cada séxtuple paso. Así y todo, llegó hasta su objetivo, pero cuando estiraba las patas delanteras, de nuevo corrió el aire y el palito rodó hasta detenerse diez centímetros más allá, semicaído en una de las rendijas que separaban los tablones del piso. Uno de los extremos, sin embargo, emergía hacia arriba. Para la hormiga, semejante posición representó en cierto modo una facilidad, ya que pudo hacer un rodeo a fin de intentar la operación desde un ángulo más favorable. Al cabo de medio minuto, la faena estaba cumplida. La carga, otra vez alzada, estaba ahora en una posición más cercana a la estricta horizontalidad. La hormiga reinició la marcha, sin desviarse jamás de su ruta hacia el zócalo. Las otras hormigas, con sus respectivos víveres, habían desaparecido por algún invisible agujero. Sobre la madera, la hormiga avanzaba más lentamente que sobre el papel. Un nudo, bastante rugoso de la tabla, significó una demora de más de un minuto. El palito estuvo a punto de caer, pero un particular vaivén del cuerpo de la hormiga aseguró su estabilidad. Dos centímetros más y un golpe resonó. Un golpe aparentemente dado sobre el piso. Al igual que las otras, esa tabla vibró y la hormiga dio un saltito involuntario, en el curso del cual, perdió su carga. El palito quedó atravesado en el tablón contiguo. El trabajo siguiente fue cruzar la hendidura, que en ese punto era bastante profunda. La hormiga se acercó al borde, hizo un leve avance erizado de alertas, pero aún así se precipitó en aquel abismo de centímetro y medio. Le llevó varios segundos rehacerse, escalar el lado opuesto de la hendidura y reaparecer en la superficie del siguiente tablón. Ahí estaba el palito. La hormiga estuvo un rato junto a él, sin otro movimiento que un intermitente temblor en las patas delanteras. Después llevó a cabo su quinta operación de carga. El palito quedó horizontal, aunque algo oblicuo con respecto al cuerpo de la hormiga. Esta hizo un movimiento brusco y entonces la carga quedó mejor acomodada. A medio metro estaba el zócalo. La hormiga avanzó en la antigua dirección, que en ese espacio casualmente se correspondía con la veta. Ahora el paso era rápido, y el palito no parecía correr el menor riesgo de derrumbe. A dos centímetros de su meta, la hormiga se detuvo, de nuevo alertada. Entonces, de lo alto apareció un pulgar, un ancho dedo humano y concienzudamente aplastó carga y hormiga.
Mario Benedetti (Uruguay, 1920 - 2009) fue uno de las grandes voces de la literatura latinoamericana. Su escritura se refiere a lo cotidiano y es capaz de convertir pequeñas escenas en reflexiones universales.
Este relato es una parábola sobre la perseverancia y la fragilidad frente a fuerzas ajenas. El autor despliega empatía por lo pequeño y convierte a la hormiga en una especie de héroe. Así, se establece la correspondencia entre la vida humana y la natural: esfuerzo, paciencia, caída y levantamiento.
Así, la intervención destructora del dedo humano introduce un elemento de injusticia arbitraria (tal como en la vida). No obstante, la hormiga vuelve a emprender la tarea, lo que enfatiza la ética del trabajo como resistencia frente al azar.
8. El eclipse - Augusto Monterroso
Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
Augusto Monterroso (1921 - 2003) fue uno de los grandes maestros del cuento y del microrrelato en América Latina. Su estilo se caracteriza por la ironía y una aguda crítica hacia los prejuicios culturales y el pensamiento occidental.
En este cuento fray Bartolomé Arrazola, un misionero español perdido en la selva guatemalteca, es capturado por un grupo de indígenas mayas que planean sacrificarlo.
Convencido de su superioridad intelectual, intenta salvarse valiéndose de un recurso científico: el conocimiento de un eclipse solar. Les dice que si lo matan, oscurecerá el sol.
Sin embargo, su intento fracasa cuando los indígenas demuestran conocer con exactitud las fechas de los eclipses gracias a sus propios códices astronómicos.
De esta manera, el relato ironiza sobre la arrogancia colonial y la falsa idea de superioridad cultural. Monterroso invierte el paradigma eurocéntrico. El fraile ilustrado muere víctima de su ignorancia sobre el saber indígena. Con humor denuncia los límites de la razón europea y reivindica la sabiduría ancestral de los pueblos originarios.
9. Historia de la sombra - Eduardo Galeano
El primer sabor que recuerda fue una zanahoria.
El primer olor, un limón cortado por la mitad.
Recuerda que lloró cuando descubrió la distancia.
Y recuerda que una mañana ocurrió el descubrimiento de la sombra.
Aquella mañana, él vio lo que hasta entonces había mirado sin ver: pegada a sus pies, yacía la sombra, más larga que su cuerpo.
Caminó, corrió. A donde él iba, fuera donde fuera, la perseguidora sombra iba con él.
Quiso sacársela de encima. Quiso pisarla, patearla, golpearla; pero la sombra, más rápida que sus piernas y sus brazos, lo esquivaba siempre. Quiso saltar sobre ella; pero ella se adelantó. Volviéndose bruscamente, se la sacó de adelante; pero ella reapareció por detrás. Se pegó contra el tronco de un árbol, se acurrucó contra la pared, se metió detrás de la puerta. Donde él se perdía, la sombra lo encontraba.
Por fin, consiguió desprenderse. Pegó un brinco, se echó en la hamaca y se separó de la sombra.
Ella se quedó debajo de la red, esperándolo.
Después supo que las nubes, la noche y el mediodía suprimen a la sombra. Y supo que la sombra siempre vuelve, traída por el sol, como un anillo en busca del dedo o un abrigo viajando hacia el cuerpo.
Y se acostumbró.
Cuando él creció, con él creció su sombra. Y él tuvo miedo de quedarse sin ella.
Y pasó el tiempo. Y ahora, cuando se está achicando, al cabo de los días de su vida, tiene pena de morirse y dejarla sin él.
Eduardo Galeano (Uruguay, 1940 - 2015) fue un figura fundamental de la literatura latinoamericana. Su obra combina la crónica poética con la reflexión filosófica, explorando temas como la memoria, la identidad y la condición humana.
Aquí se narra la historia de un niño que descubre su sombra. Primero la teme, luego intenta deshacerse de ella, hasta que finalmente aprende a convivir con su presencia inseparable.
De este modo, el cuento representa el proceso de autoconocimiento del ser humano. La sombra encarna aquello que se busca ocultar: la fragilidad, la parte oscura o desconocida.
Aunque al principio se la rechaza, con el tiempo se aprende a entenderla como parte de la propia identidad. Con ello, Galeano transforma una experiencia cotidiana en una parábola sobre la existencia. Sólo se alcanza la plenitud cuando se abraza lo que se teme.
10. El reto - Carlos Pintado
La distancia entre la rata y yo es mínima. Ella mira la casa desde su pequeñez; yo miro la casa desde mi grandeza. Presos de qué espacios, pensamos los dos; presos de qué trampa, vivimos. La situación se extiende por minutos. La rata se cansa de que nada suceda; yo me canso de lo mismo. La casa, imagino, no podrá con tanta inacción, tanta quietud insostenible. Se supone que entre la rata y yo se establezca un diálogo, una guerra, algo. Pero nada sucede: mentes inferiores desafiándose, somos eso, en el silencio.
La obra de Carlos Pintado (Cuba, 1974) combina la introspección filosófica con la estética del microrrelato contemporáneo. Sus textos indagan sobre la realidad moderna.
Aquí el narrador observa a una rata. Ambos se miran desde dimensiones distintas, pero reflejan una misma condición: están atrapados, inmóviles, presos de una realidad que los contiene. No hay acción ni enfrentamiento. Se trata de una tensión silenciosa entre dos seres que se reconocen en su impotencia.
Con ello, el relato convierte una escena mínima en una metáfora existencial. La rata y el hombre representan la dualidad entre civilización y naturaleza. Sin embargo, el texto sugiere que ambas criaturas comparten la misma condena: la del encierro y la espera sin sentido.
El “reto” del título no es un enfrentamiento físico, sino espiritual. Se trata de la confrontación del hombre consigo mismo, con su propia condición animal y su incapacidad de actuar.
11. Voraz - Patricia Nasello
Una mañana mi esposa cocinó empanadas santiagueñas —esas dulces, que no me gustan— yo las tomé y las arrojé al pozo.
En el patio de mi casa siempre hubo un pozo.
Alguna vez pensé que debía rellenarlo, creo.
La noche que ella se fue ahí mismo tiré las fotos del casamiento. Más un par de sacos apolillados y varias partituras de Ravel.
Esa misma noche, lo oí rugir por primera vez. Era un sonido cavernoso.
—Exige comida —pensé.
Al principio importó poco gasto. Se conformaba con las sobras. Huesos, restos de guiso. Cartas viejas, sillas fuera de uso.
Pero a medida que pasó el tiempo sus demandas no tuvieron límite.
Por atenderlo dejé de dictar clases de música, de tocar en la banda. Dejé de componer.
El piano fue su última víctima.
Mis pasos retumban en las habitaciones vacías.
Está rugiendo otra vez.
Patricia Nasello (Argentina, 1969) es narradora y poeta. Su obra transita entre el terror, lo fantástico y lo psicológico, donde el mundo cotidiano se descompone hasta revelar lo monstruoso.
En este relato un hombre alimenta un pozo en el patio de su casa con todo tipo de objetos: restos de comida, fotografías, muebles y recuerdos.
A medida que el tiempo pasa, el pozo comienza a rugir y exigir más, hasta consumirlo todo, incluso su piano, símbolo de la vocación artística. Al final, el protagonista queda solo en una casa vacía, dominado por el rugido incesante de la criatura que él mismo creó.
De este modo, la historia funciona como una metáfora. El pozo representa una fuerza interior devoradora. Puede ser la depresión, la soledad o el remordimiento que crecen cuanto más se los intenta saciar.
Así, Nasello combina lo cotidiano con lo siniestro, logrando que el terror surja de la rutina. El título alude tanto al pozo como a la naturaleza humana, capaz de consumirlo todo en su necesidad de llenar el vacío.
12. La mancha de humedad - Juana de Ibarbourou
Hace algunos años, en los pueblos del interior del país no se conocía el empapelado de las paredes. Era este un lujo reservado apenas para alguna casa importante, como el despacho del Jefe de Policía o la sala de alguna vieja y rica dama de campanillas. No existía el empapelado, pero sí la humedad sobre los muros pintados a la cal. Para descubrir cosas y soñar con ellas, da lo mismo. Frente a mi vieja camita de jacarandá, con un deforme manojo de rosas talladas a cuchillo en el remate del respaldo, las lluvias fueron filtrando, para mi regalo, una gran mancha de diversos tonos amarillentos, rodeada de salpicaduras irregulares capaces de suplir las flores y los paisajes del papel más abigarrado. En esa mancha yo tuve todo cuanto quise: descubrí las Islas de Coral, encontré el perfil de Barba Azul y el rostro anguloso de Abraham Lincoln, libertador de esclavos, que reverenciaba mi abuelo; tuve el collar de lágrimas de Arminda, el caballo de Blanca Flor y la gallina que pone los huevos de oro; vi el tricornio de Napoleón, la cabra que amamantó a Desdichado de Brabante y montañas echando humo de las pipas de cristal que fuman sus gigantes o sus enanos. Todo lo que oía o adivinaba, cobraba vida en mi mancha de humedad y me daba su tumulto o sus líneas. Cuando mi madre venía a despertarme todas las mañanas generalmente ya me encontraba con los ojos abiertos, haciendo mis descubrimientos maravillosos. Yo le decía con las pupilas brillantes, tomándole las manos:
-Mamita, mira aquel gran río que baja por la pared. ¡Cuántos árboles en sus orillas! Tal vez sea el Amazonas. Escucha, mamita, cómo chillan los monos y cómo gritan los guacamayos.
Ella me miraba espantada:
-¿Pero es que estás dormida con los ojos abiertos, mi tesoro? Oh, Dios mio, esta criatura no tiene bien su cabeza, Juan Luis.
Pero mi padre movía la suya entre dubitativo y sonriente, y contestaba posando sobre mi corona de trenzas su ancha mano protectora:
-No te preocupes, Isabel. Tiene mucha imaginación, eso es todo.
Y yo seguía viendo en la pared manchada por la humedad del invierno, cuanto apetecía mi imaginación: duendes y rosas, ríos y negros, mundos y cielos. Una tarde, sin embargo, me encontré dentro de mi cuarto a Yango, el pintor. Tenía un gran balde lleno de cal y un pincel grueso como un puño de hombre, que introducía en el balde y pasaba luego concienzudamente por la pared dejándola inmaculada. Fue esto en los primeros días de mi iniciación escolar. Regresaba del colegio, con mi cartera de charol llena de migajas de biscochos y lápices despuntados. De pie en el umbral del cuarto, contemplé un instante, atónita, casi sin respirar, la obra de Yango que para mí tenía toda la magnitud de un desastre. Mi mancha de humedad había desaparecido, y con ella mi universo. Ya no tendría más ríos ni selvas. Inflexible como la fatalidad, Yango me había desposeído de mi mundo. Algo, una sorda rebelión, empezó a fermentar en mi pecho como burbuja que, creciendo, iba a ahogarme. Fue de incubación rápida cual las tormentas del trópico. Tirando al suelo mi cartera de escolar, me abalancé frenética hasta donde me alcanzaban los brazos, con los puños cerrados. Yango abrió una bocaza redonda como una “O” de gigantes, se quedó unos minutos enarbolando en el vacío su pincel que chorreaba líquida cal y pudo preguntar por fin lleno de asombro:
-¿Qué le pasa a la niña? ¿Le duele un diente, tal vez?
Y yo, ciega y desesperada, gritaba como un rey que ha perdido sus estados:
-¡Ladrón! Eres un ladrón, Yango. No te lo perdonaré nunca. Ni a papá, ni a mamá que te lo mandaron. ¿Qué voy a hacer ahora cuando me despierte temprano o cuando tía Fernanda me obligue a dormir la siesta? Bruto, odioso, me has robado mis países llenos de gente y de animales. ¡Te odio, te odio; los odio a todos!
El buen hombre no podía comprender aquel chaparrón de llanto y palabras irritadas. Yo me tiré de bruces sobre la cama a sollozar tan desconsoladamente, como solo he llorado después cuando la vida, como Yango el pintor, me ha ido robando todos mis sueños. Tan desconsolada e inútilmente. Porque ninguna lágrima rescata el mundo que se pierde ni el sueño que se desvanece… ¡Ay, yo lo sé bien!
Juana de Ibarbourou (Uruguay, 1892 - 1979) fue una de las voces más importantes de la literatura latinoamericana.
Este cuento es una elegía a la imaginación infantil y una metáfora del paso del tiempo. La mancha de humedad representa la capacidad de ver más allá de lo real, de transformar lo cotidiano en maravilla. Cuando el pintor la borra, se simboliza la irrupción del mundo adulto, racional y ordenado, que destruye la magia de la niñez.
Con ello, el relato expresa con melancolía la pérdida de la inocencia y la nostalgia por aquel tiempo en que todo era posible. La frase final (“ninguna lágrima rescata el mundo que se pierde”) resume el dolor del crecimiento y la fugacidad de los sueños.
13. Mariposas - Samanta Schweblin
Ya vas a ver qué lindo vestido tiene hoy la mía, le dice Calderón a Gorriti, le queda tan bien con esos ojos almendrados, por el color, viste; y esos piecitos… Están junto al resto de los padres, esperan ansiosos la salida de sus hijos. Calderón habla pero Gorriti sólo mira las puertas todavía cerradas. Vas a ver, dice Calderón, quédate acá, hay que quedarse cerca porque ya salen. ¿Y el tuyo cómo va? El otro hace un gesto de dolor y se señala los dientes. No me digas, dice Calderón. ¿Y le hiciste el cuento de los ratones…? Ah, no; con la mía no se puede, es demasiado inteligente. Gorriti mira el reloj. En cualquier momento se abren las puertas y los chicos salen disparados, riendo a gritos en un tumulto de colores, a veces manchados de témpera, o de chocolate. Pero por alguna razón, el timbre se retrasa. Los padres esperan. Una mariposa se posa en el brazo de Calderón, que se apura a atraparla. La mariposa lucha por escapar, pero él une las alas y la sostiene de las puntas. Aprieta fuerte para que no se le escape. Vas a ver cuando la vea, le dice a Gorriti sacudiéndola, le va a encantar. Pero aprieta tanto que empieza a sentir que las puntas se empastan. Desliza los dedos hacia abajo y comprueba que la ha marcado. La mariposa intenta soltarse, se sacude y una de las alas se abre al medio como un papel. Calderón lo lamenta, intenta inmovilizarla para ver bien los daños, pero termina por quedarse con parte del ala pegada a uno de los dedos. Gorriti lo mira con asco y niega, le hace un gesto para que la tire. Calderón la suelta. La mariposa cae al piso. Se mueve con torpeza, intenta volar pero ya no puede. Al fin se queda quieta, sacude cada tanto una de sus alas, pero ya no intenta nada más. Gorriti le dice que termine con eso de una vez y él, por el propio bien de la mariposa por supuesto, la pisa con firmeza. No alcanza a apartar el pie cuando advierte que algo extraño sucede. Mira hacia las puertas y entonces, como si un viento repentino hubiese violado las cerraduras, las puertas se abren, y cientos de mariposas de todos los colores y tamaños se abalanzan sobre los padres que esperan. Piensa si irán a atacarlo, tal vez piensa que va a morir. Los otros padres no parecen asustarse; las mariposas sólo revolotean entre ellos. Una última cruza rezagada y se une al resto. Calderón se queda mirando las puertas abiertas, y tras los vidrios del hall central, las salas silenciosas. Algunos padres todavía se amontonan frente a las puertas y gritan los nombres de sus hijos. Entonces las mariposas, todas ellas en pocos segundos, se alejan volando en distintas direcciones. Los padres intentan atraparlas. Calderón, en cambio, permanece inmóvil. No se anima a apartar el pie de la que ha matado, teme, quizá, reconocer en sus alas muertas, los colores de la suya.
Samanta Schweblin (Argentina, 1978) es una de las voces más importantes de la narrativa actual. Se ha destacado por la creación de un universo narrativo en el que prima lo fantástico, lo ambiguo y lo extraño.
En este cuento las buenas intenciones paternas toman un giro extraño cuando, sin explicación, los hijos aparecen convertidos en insectos. Así, uno de los padres vive su peor pesadilla al matar accidentalmente a su niño.
14. Peter Pan - Fernando Iwasaki
Cada vez que hay luna llena yo cierro las ventanas de casa, porque el padre de Mendoza es el hombre lobo y no quiero que se meta en mi cuarto. En verdad no debería asustarme porque el papá de Salazar es Batman y a esas horas debería estar vigilando las calles, pero mejor cierro la ventana porque Merino dice que su padre es Joker, y Joker se la tiene jurada al papá de Salazar.
Todos los papás de mis amigos son superhéroes o villanos famosos, menos mi padre que insiste en que él sólo vende seguros y que no me crea esas tonterías. Aunque no son tonterías porque el otro día Gómez me dijo que su papá era Tarzán y me enseñó su cuchillo, todo manchado con sangre de leopardo.
A mí me gustaría que mi padre fuese alguien, pero no hay ningún héroe que use corbata y chaqueta de cuadritos. Si yo fuera hijo de Conan, Skywalker o Spiderman, entonces nadie volvería a pegarme en el recreo. Por eso me puse a pensar quién podría ser mi padre.
Un día se quedó frito leyendo el periódico y lo vi todo flaco y largo sobre el sofá, con sus bigotes de mosquetero y sus manos pálidas, blancas blancas como el mármol de la mesa. Entonces corrí a la cocina y saqué el hacha de cortar la carne. Por la ventana entraban la luz de la luna y los aullidos del papá de Mendoza, pero mi padre ya grita más fuerte y parece un pirata de verdad. Que se cuiden Merino, Salazar y Gómez, porque ahora soy el hijo del Capitán Garfio.
Fernando Iwasaki (Perú, 1961) es un destacado escritor latinoamericano con una obra en la que predomina el humor y la búsqueda de identidad.
Aquí se trabaja la fantasía infantil. El cuento explora cómo los niños construyen mitologías propias para reparar humillaciones y dotar de poder su mundo precario.
El inventario de héroes y villanos que circula entre los chicos revela también una cultura donde la identidad se compra con narrativas populares.
Por su parte, el gesto final oscila entre lo cómico y lo inquietante: la imaginación ejerce un poder compensatorio que puede rozar la violencia.
15. Al abrigo - Juan José Saer
Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió que en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo. Por alguna razón -muerte, olvido, fuga precipitada, embargo- el diario había quedado ahí, y el comerciante, experto en construcción de muebles, lo había encontrado por casualidad al palpar el respaldo para probar su solidez. Ese día se quedó hasta tarde en el negocio abarrotado de camas, sillas, mesas y roperos, leyendo en la trastienda el diario íntimo a la luz de la lámpara, inclinado sobre el escritorio. El diario revelaba, día a día, los problemas sentimentales de su autora y el mueblero, que era un hombre inteligente y discreto, comprendió enseguida que la mujer había vivido disimulando su verdadera personalidad y que por un azar inconcebible, él la conocía mucho mejor que las personas que habían vivido junto a ella y que aparecían mencionadas en el diario. El mueblero se quedó pensativo. Durante un buen rato, la idea de que alguien pudiese tener en su casa, al abrigo del mundo, algo escondido -un diario, o lo que fuese-, le parecía extraña, casi imposible, hasta que unos minutos después, en el momento en que se levantaba y empezaba a poner en orden su escritorio antes de irse para su casa, se percató, no sin estupor, de que él mismo tenía, en alguna parte, cosas ocultas de las que el mundo ignoraba la existencia. En su casa, por ejemplo, en el altillo, en una caja de lata desimulada entre revistas viejas y trastos inútiles, el mueblero tenía guardado un rollo de billetes, que iba engrosando de tanto en tanto, y cuya existencia hasta su mujer y sus hijos desconocían; el mueblero no podía decir de un modo preciso con qué objeto guardaba esos billetes, pero poco a poco lo fue ganando la desagradable certidumbre de que su vida entera se definía no por sus actividades cotidianas ejercidas a la luz del día, sino por ese rollo de billetes que se carcomía en el desván. Y que de todos los actos, el fundamental era, sin duda, el de agregar de vez en cuando un billete al rollo carcomido. Mientras encendía el letrero luminoso que llenaba de una luz violeta el aire negro por encima de la vereda, el mueblero fue asaltado por otro recuerdo: buscando un sacapuntas en la pieza de su hijo mayor, había encontrado por casualidad una serie de fotografías pornográficas que su hijo escondía en el cajón de la cómoda. El mueblero las había vuelto a dejar rápidamente en su lugar, menos por pudor que por el temor de que su hijo pensase que él tenía la costumbre de hurgar en sus cosas. Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la cabeza la idea de que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y tan profundamente hundido que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la tortura podría hacérselo confesar. El mueblero sintió una especie de vértigo. No era el miedo banal a ser traicionado o estafado lo que le hacía dar vueltas en la cabeza como un vino que sube, sino la certidumbre de que, justo cuando estaba en el umbral de la vejez, iba tal vez a verse obligado a modificar las nociones más elementales que constituían su vida. O lo que él había llamado su vida: porque su vida, su verdadera vida, según su nueva intuición, transcurría en alguna parte, en lo negro, al abrigo de los acontecimientos, y parecía más inalcanzable que el arrabal del universo.
Juan José Saer (Argentina, 1937 - 2005) es una de las voces centrales de la narrativa argentina contemporánea.
Este relato despliega la tensión entre apariencia y vida íntima. El objeto (el sillón y su diario) funciona como catalizador: lo doméstico se vuelve revelador.
De este modo, se articula la idea de que la existencia pública es una fachada y que el “yo” esencial anida en lo secreto, en aquello que se conserva al abrigo de la mirada.
El diario permite que el protagonista pueda confrontar la perturbadora posibilidad de que cada persona es doble: ciudadano visible y reservorio oscuro.
16. La soga - Silvina Ocampo
A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la chimenea. Esos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca colgada de un árbol, después un arnés para el caballo, después una liana para bajar de los árboles, después un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasamano, finalmente una serpiente. Tirándola con fuerza hacia delante, la soga se retorcía y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba en los bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes, al principio, luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba aquel movimiento de serpiente maligna y retorcida que los dos hubieran podido trabajar en un circo. Nadie le decía: “Toñito, no juegues con la soga.”
La soga parecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo. Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echarla al aire, como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba prestar atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus manos para lanzarse hacia delante, para retorcerse mejor.
Si alguien le pedía: “Toñito, préstame la soga”, el muchacho invariablemente contestaba: “No”. A la soga ya le había salido una lengüita, en el sito de la cabeza, que era algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón. Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena.
¿Una soga, de qué se alimenta? ¡Hay tantas en el mundo! En los barcos, en las casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes… Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio agua. La bautizó con el nombre Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada movimiento, decía: “Prímula, vamos Prímula.” Y Prímula obedecía.
Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas.
Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la energía de siempre y Toñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa. Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos. La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba.
Silvina Ocampo (1903 - 1993) fue una escritora argentina que logró reconocimiento de forma póstuma. Durante muchos años estuvo bajo la sombra de su marido (Adolfo Bioy Casares), su amigo (Jorge Luis Borges) y su hermana (Victoria Ocampo), personajes esenciales para el desarrollo intelectual bonaerense.
Se dedicó principalmente a la literatura fantástica, creando historias en donde lo cotidiano es conquistado por lo surreal. En su obra abundan aquellos que no parecían dignos de protagonismo en aquel periodo: niños, mujeres y objetos.
Este cuento presenta a un niño con una soga a la que trata como una mascota o un juguete. Es una premisa que podría ser tratada de forma dulce e inocente, pero la autora decidió convertirla en una historia siniestra. De este modo, la cuerda adquiere vida propia y termina acabando con su dueño.
17. La escopeta - Julio Ardiles Gray
Avanzó entre los naranjos. El sol caía con tanta fuerza que le obligaba a entrecerrar los ojos. La paloma saltó entonces de una rama a otra, y a otra, y se perdió por entre el follaje bien alto. Con la escopeta levantada, Matías se acercó hasta el tronco del árbol. Pero por más que examinó hoja por hoja, no pudo dar con la paloma. Extrañado, se rascó la nuca.
De pronto, sobre su cabeza sintió un ruido. Volvió a fijarse. Arrebujado entre unas ramas, había un pájaro. No era su paloma; era un pájaro de un color entre azulado y ceniciento. Con cuidado, Matías apoyó el arma en el hombro y levantó el gatillo.
“Ya que no es la paloma -se dijo- no me voy a volver a la casa con las manos vacías”.
Pero en ese instante, el pájaro saltó a una horqueta, sacudió las alas e hinchando la gola se puso a cantar.
Matías, que ya había llegado al primer descanso, abandonó el gatillo y escuchó.
“Qué extraño -se dijo-. Jamás he escuchado cantar a un pájaro como este”.
El trino, en el redondel de la siesta, subía como un árbol dorado y rumoroso. A Matías le pareció que más que el canto del pájaro, lo que se desgranaba eran las escamas amodorradas de la siesta misma. Y le comenzó a entrar un sopor dulce, unas ganas de abandonarse a los recuerdos de los tiempos felices y de no hacer nada más que escuchar el canto del pájaro que seguía subiendo, esta vez como un perfume agridulce y verde.
Para escuchar mejor, dejó caer la escopeta a un lado y arrastrando los pies se acercó al árbol para apoyarse en el tronco. El pájaro había desaparecido, pero su canto continuaba en el aire. Y no pudo sustraerse a la tentación de mirar al cielo y levantó los ojos. Allá arriba, entre unas nubes ociosas que desflecaban gigantescas flores de cardo, dos grandes pájaros negros volaban en lánguidos círculos inmensos. Matías, entonces, no supo distinguir si la dulzura que sentía venía del canto de aquel pájaro o de las nubes que se desvanecían como borrachas a lo lejos.
El canto, entonces, se acabó de improviso. Los pájaros y las nubes desaparecieron y él volvió en sí.
“Me estoy volviendo muy abriboca” -se dijo mientras sacudía la cabeza.
Buscó la escopeta pero no la encontró donde creía haberla dejado. Caminó más allá, volvió más acá, pero el arma había desaparecido.
-¡Esto me pasa por tonto! -gritó en voz alta.
Y todo lo que hizo después fue en vano. Al cabo de una hora, ya cansado, se dijo:
“Me iré a la casa a buscar a mi muchacho. Entre los dos la vamos a encontrar más ligero. No puedo perder así un arma tan hermosa”.
Y se lanzó cortando el campo hasta alcanzar el callejón.
Al entrar al pueblo fue cuando comenzó a sentir algo raro. Estaba como desorientado: echaba de menos algunos edificios y otros le parecía que nunca en su vida los había visto. A medida que avanzaba, la sensación iba en aumento. Y al llegar a su casa, el miedo le sopló en la cara un presentimiento vago, pero terrible.
Penetró en el zaguán. En el patio, cuatro chicos jugaban y cantaban. Al verlo se desbandaron gritando:
-¡El Viejo…! ¡El Viejo…!
Una mujer salió de una habitación sacudiéndose las hilachas de la falda. Matías balbuceó con un hilo de voz:
-¿Quién es usted…? Yo busco a Leandro…
La mujer lo miró largamente y frunció el entrecejo.
-¿Qué dice, buen hombre? -dijo.
-Busco a Leandro -tartamudeó Matías-. A mi hijo Leandro… Esta es mi casa.
-¿Su casa? -dijo la mujer.
-¡Sí. Mi casa! -gritó Matías-. La casa de Matías Fernández.
La mujer hizo un gesto de extrañeza.
-Era…-dijo sonriendo con tristeza-. Nosotros la compramos hace veinte años cuando desapareció don Matías y todos sus hijos se fueron de este pueblo.
-¡Qué! -gritó Matías, levantando las manos como para defenderse.
-Sí… -asintió la mujer temerosa.
Entonces, Matías se fijó en sus manos y se dio cuenta que estaban arrugadas, muy arrugadas y trémulas como las de un hombre muy viejo. Y huyó despavorido dando un grito.
Los cuentos de Julio Ardiles Gray (Argentina, 1923 - 1993) suelen jugar con la tradición del cuento criollo y con un manejo del suspenso que desemboca en lo inquietante.
Aquí se trabaja la pérdida de identidad. La escopeta - herramienta asociada a lo viril y funcional del hombre rural - se pierde en un episodio que anuncia una desorientación más profunda: el quiebre de la realidad.
Se propone una escena límite en la que el sujeto, distraído por la belleza (el canto del pájaro, casi místico), es arrastrado fuera del tiempo.
Con ello, se alude a la fugacidad de la pertenencia y la fragilidad del “yo” anclado en roles: padre, cazador, propietario. El regreso a la casa no restituye su identidad, sino que la revela como una frágil construcción.
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