La gallina degollada: resumen y análisis del cuento de Horacio Quiroga
El cuento "La gallina degollada" (1909) de Horacio Quiroga es una de las narraciones más perturbadoras y representativas del autor.
A través de una historia marcada por la tragedia, la frustración y la violencia, retrata los límites de la condición humana y el oscuro vínculo entre la naturaleza y el destino.
En apenas unas páginas logra construir un clima de tensión creciente que culmina en un desenlace brutal, lo que lo convierte en uno de los relatos más impactantes y recordados de la literatura hispanoamericana.
Resumen
El cuento narra la tragedia de una pareja, Mazzini y Berta, cuyo matrimonio se resquebraja tras la enfermedad de sus cuatro hijos varones.
Tras sufrir unas fiebres los niños quedan con daños neurológicos severos. Convertidos en una presencia muda y mecánica, pasan los días inmóviles, babeando y mirando una pared del patio.
Así, el matrimonio se desgasta entre la culpa y el resentimiento mutuo hasta que nace una hija sanaa a la idealizan como reparación del destino.
Un día la criada degüella una gallina en la pileta del patio y los niños, hipnotizados por la sangre, quedan fijados a esa visión. Al atardecer los padres descuidan por algunos minutos a la pequeña.
Los hermanos la toman, la llevan a la cocina y repiten el gesto que han aprendido: la degüellan como a la gallina. El grito de la niña sacude a los padres, que encuentran la escena final, irreparable.
Estilo y procedimientos narrativos
Quiroga articula una prosa sobria, cortante y visual, heredera de Poe (unidad de efecto, tensión ascendente) y del naturalismo finisecular (determinismo biológico, registro casi clínico).
La narración en tercera persona combina focalización externa con breves inmersiones en la conciencia de los padres. La economía verbal y la selección de detalles sensoriales (la baba, el muro, el rojo de la sangre) sostienen un crescendo de inquietud.
Asimimso, abundan las anticipaciones simbólicas como la puesta de sol, el rojo y la garganta). Por otro lado, el autor recurre a la animalización (“idiotas” como jauría silenciosa) y la objetivación clínica de cuerpos y gestos.
La escena del degüello está construida con precisión cinematográfica. Encuadre (pileta), foco (cuchillo, garganta), contraste lumínico (luz del crepúsculo), de modo que el lector “ve” y “oye” antes de comprender.
Temas principales
Algunos de los temas principales que trabaja el cuento son:
Herencia, determinismo biológico y degeneración
Uno de los ejes centrales del cuento es la herencia biológica entendida como una condena ineludible. Quiroga pone en escena un matrimonio que atribuye las desgracias de sus hijos a la sangre de la otra parte.
Así, Mazzini acusa a Berta de transmitir debilidad nerviosa, mientras ella lo responsabiliza de una “enfermedad congénita” que arruina la descendencia.
Este debate refleja el peso que, en el cambio de siglo XIX al XX, tuvieron las teorías médicas y eugenésicas que buscaban explicar la enfermedad y la discapacidad en términos de herencia y degeneración.
La tragedia de los cuatro hijos “idiotas” es presentada como un destino biológico irreversible, contra el que la voluntad de los padres no puede hacer nada. Incluso el nacimiento de la hija sana aparece como un “azar afortunado” más que como resultado del cuidado.
De estemodo, se pone de manifiesto la visión fatalista: la biología y la naturaleza actúan como fuerzas ciegas, ajenas a la justicia o al amor.
La maternidad y paternidad frustradas: amor, culpa y resentimiento
El relato muestra cómo la desgracia de los hijos descompone la relación matrimonial. En vez de unirse en el dolor, los padres se distancian y transforman la compasión en reproche.
Así, la maternidad y la paternidad se ven heridas. Dejan de reconocer a los hijos enfermos como sujetos dignos de cuidado y los convierten en un recordatorio constante de un fracaso.
Este desplazamiento afecta la dinámica familiar. La niña sana se convierte en el único objeto de ternura y esperanza, mientras los hermanos son tratados como sombras o cargas, relegados a un rincón del patio.
La incapacidad de los padres para procesar la culpa y aceptar la diferencia es uno de los motores trágicos del cuento. Quiroga expone con crudeza el dilema de unos progenitores que, atrapados entre la compasión y la repulsión, no logran sostener una maternidad/paternidad plena.
La violencia como repetición y aprendizaje mecánico
La violencia no aparece como un acto consciente ni malvado, sino como una imitación ciega de un gesto presenciado. Los cuatro hermanos observan a la criada degollar a la gallina y, fascinados por la sangre, incorporan ese acto como único referente de acción significativa en su existencia.
Quiroga plantea aquí un tema inquietante: la violencia puede ser aprendida de manera automática, sin mediación de la razón o de la moral.
Lo que en los adultos es un acto funcional (matar al animal para la comida), en los niños “idiotas” se convierte en un acto ritual repetido sobre la hermana.
Es un aprendizaje sin ética, pero lleno de precisión mimética, que muestra cómo la violencia puede surgir no de la intención, sino de la pura observación e imitación.
Lo siniestro en el hogar: lo doméstico como espacio de horror
El cuento subvierte la idea del hogar como refugio seguro. La casa, en lugar de proteger, se transforma en el escenario de la catástrofe.
La pileta de la cocina - símbolo de lo cotidiano, de lo limpio y rutinario - se convierte en altar sangriento. El patio, lugar de juegos, es en realidad el confinamiento de los hijos enfermos, un espacio de exclusión y vacío.
De esta manera, la domesticidad se vuelve siniestra. Aquello que debería inspirar confianza genera inquietud y horror. Este tema conecta con una tradición literaria universal que Quiroga adopta y resignifica en clave latinoamericana. Lo terrible no está en lo fantástico o sobrenatural, sino en lo real y cotidiano, en la intimidad de la familia.
Normalidad, exclusión y marginalidad
El contraste entre la niña sana y sus hermanos marca uno de los nudos del relato. Ella es investida como la “normalidad” y la esperanza de la familia.
Por su parte, ellos son percibidos como la falla, lo marginal, lo que debe esconderse. La mirada de los padres los convierte en presencias casi inhumanas, cuerpos relegados al rincón del patio, sin posibilidad de comunicación ni afecto.
Con ello, Quiroga sugiere que el intento de borrar o marginar la diferencia regresa en forma de tragedia. La exclusión, en vez de proteger la normalidad, produce el desastre.
El destino trágico y la indiferencia de la naturaleza
Quiroga establece una tensión entre la indiferencia cósmica y la fragilidad humana. El universo sigue su curso, indiferente a los dramas familiares.
Esta idea, presente en muchos de sus cuentos, resalta el carácter inexorable del destino y la vulnerabilidad del hombre frente a fuerzas superiores, ya sean biológicas, sociales o naturales.
Símbolos principales
Los símbolos del cuento configuran un sistema coherente donde lo doméstico se invierte y revela su rostro trágico.
La sangre
Es el símbolo más potente y recurrente del relato. Su primera aparición significativa está en el degüello de la gallina, cuando la criada realiza el gesto técnico de cortar la garganta del animal y la sangre fluye en la pileta.
Para los cuatro hermanos enfermos ese instante es fascinante. La sangre, como elemento vital y pulsional, irrumpe en un mundo que para ellos es monótono, vacío y carente de estímulos. Allí, lo rojo, lo que vibra y fluye, se vuelve objeto de fijación.
Así, cumple una doble función simbólica:
- Es la vida en su forma más pura, pero también la muerte inmediata.
- Une a los hermanos con la naturaleza más instintiva, donde la violencia y el sacrificio son inevitables.
- Representa la transmisión biológica que obsesiona a los padres: “la sangre enferma” que condena a los hijos, “la sangre sana” que idealizan en la niña.
La garganta / la voz
El degüello apunta a la garganta, órgano del habla y de la comunicación. Degollar no es sólo matar: es silenciar. En el cuento los cuatro hermanos ya viven sin voz, sin lenguaje articulado, reducidos a sonidos guturales.
Por su parte, la hija ríe, canta, juega: posee voz, vitalidad, futuro. Cuando la matan lo que se silencia no es sólo su vida, sino la esperanza de continuidad y redención de la familia.
Entonces, el acto de cortar la garganta encierra un valor simbólico doble:
- Es la supresión de la palabra, y con ella, de la humanidad.
- Es la inversión de la jerarquía familiar: los hijos “sin voz” borran a la única que sí podía tenerla.
La pileta de la cocina
La pileta es un espacio doméstico, destinado a la limpieza y a la rutina diaria. Sin embargo, en el cuento se transforma en un altar sacrificial.
Allí la criada degüella la gallina y luego los niños repiten el acto sobre su hermana. De este modo, se convierte en escenario del pasaje entre lo cotidiano y lo siniestro. Lo que se hace cada día (lavar, limpiar, preparar alimentos) se convierte en un ritual de muerte.
Simbólicamente la pileta representa la inversión del orden doméstico. Lo que debería purificar y mantener la vida familiar se convierte en el punto exacto donde estalla la tragedia.
El muro del patio
El muro que los niños permanecen mirando pasivamente es otro símbolo clave. Representa el límite absoluto de su mundo, la imposibilidad de ir más allá, la clausura de la mente y del cuerpo.
Su fijación expresa tanto la incapacidad cognitiva como el confinamiento social y familiar al que están sometidos.
Además, demuestra el aislamiento entre los hijos “anormales” y la vida de los demás. Mientras los padres y la niña se mueven, los hermanos quedan varados en un horizonte cerrado.
La imagen de los niños babeando frente al muro condensa la exclusión y la inutilidad con que son percibidos. La única ruptura de esa pasividad ocurre con el estallido de la violencia: cuando ven sangre, dejan atrás el muro y actúan.
El crepúsculo
El cuento termina con los padres contemplando el atardecer desde la vereda, mientras en la cocina ocurre el asesinato. El crepúsculo es símbolo de la belleza indiferente de la naturaleza, que sigue su curso más allá de las desgracias humanas.
También funciona como metáfora de un ciclo que declina: la familia está en el ocaso, igual que la luz del día.
Este contraste es profundamente irónico. Mientras los padres buscan en el cielo una especie de consuelo o evasión, el verdadero drama ocurre dentro de la casa.
La gallina
La gallina es el detonante del drama y el espejo de los personajes. Su degüello anticipa el de la niña y funciona como “modelo” que los niños replican.
Es un animal doméstico, común, sacrificado para la alimentación cotidiana. En ese sentido, su muerte trivializada revela la normalización de la violencia en la vida diaria.
Simboliza también la condición de los hijos. Seres reducidos a lo animal, a lo instintivo, a lo “degollable”.
Personajes y su simbología
En "La gallina degollada" los personajes no son meros individuos, son símbolos que articulan tensiones históricas, sociales y psicológicas.
Mazzini
El padre aparece marcado por la frustración y el resentimiento. Quiroga lo retrata como un hombre que, en lugar de asumir el cuidado de los hijos enfermos, dirige su energía a reprocharle a su esposa la herencia que - según él - ella les transmitió.
Su masculinidad, asociada en la época con la razón, el orden y la fuerza, se ve debilitada por el fracaso en la descendencia.
Así, encarna:
- La obsesión eugenésica de principios del siglo XX: el padre que mide el valor de la familia según la “pureza” de la sangre.
- La ceguera masculina: incapaz de ternura, reduce el problema de sus hijos a una falla genética.
- El “mirar hacia afuera”: su contemplación del crepúsculo al final lo muestra como alguien que evade la responsabilidad inmediata, buscando consuelo en una trascendencia abstracta.
Mazzini simboliza la incapacidad de aceptar la diferencia y la vulnerabilidad, y su mirada científica/culpabilizadora lo hace corresponsable de la tragedia.
Berta
La madre vive desgarrada entre el amor frustrado y el reproche. Igual que su esposo desplaza la culpa hacia el otro, atribuyéndole la causa de la enfermedad.
La narración la presenta incapaz de integrar a los hijos enfermos en el espacio afectivo. El nacimiento de la hija sana le devuelve ternura y esperanza, pero refuerza aún más la marginación de los demás.
Berta encarna:
- La maternidad herida: en ella el instinto protector se transforma en resentimiento.
- La fragilidad psíquica de la época: las referencias a su “debilidad nerviosa” remiten a discursos médicos que patologizaban la sensibilidad femenina.
- El espejo de Mazzini: ambos padres son imágenes invertidas que comparten la misma ceguera, proyectando la culpa en lugar de asumirla.
Los cuatro hermanos “idiotas”
Los hijos enfermos son los personajes más perturbadores y, a la vez, los más trágicos. Quiroga los describe como seres inmóviles, babeantes, repetitivos, que apenas reaccionan al mundo.
Su simbolismo más hondo está en mostrar cómo lo que se margina regresa, inevitablemente, al centro de la vida familiar.
Los hermanos representan:
- La “otredad” radical dentro de la familia: no son percibidos como hijos plenos, sino como cuerpos residuales.
- La animalización: descritos en términos de bestias, conforman una especie de manada silenciosa que irrumpe sólo en el acto violento.
- La violencia mecánica: su acción final no es maldad consciente, sino repetición de un gesto aprendido, lo que los convierte en espejos de la violencia normalizada en lo cotidiano.
- El retorno de lo excluido: los padres los confinan al patio y los convierten en seres invisibles. Ellos responden borrando la promesa de redención que encarnaba la hermana.
La hija (Bertita)
La niña sana es la depositaria de toda la ternura, la ilusión y la esperanza de los padres. Quiroga la describe en contraste con sus hermanos. Es vivaz, ríe, canta, se mueve. Su figura está idealizada como “compensación” del destino adverso.
Bertita representa:
- La normalidad anhelada: lo sano, lo productivo, lo socialmente aceptado.
- El futuro: es la continuidad de la familia, lo que los padres ven como reparación de su desgracia.
- La fragilidad de la inocencia: al ser asesinada por sus hermanos, se demuestra que ni la ternura ni la “normalidad” están a salvo en un mundo regido por la fatalidad.
Su muerte borra toda ilusión de control y pone en evidencia el error de idealizar a un hijo como “salvación” mientras se niega a los otros.
La criada
Personaje secundario pero decisivo. Su función práctica es preparar los alimentos y, en ese marco, degüella a la gallina. Su gesto técnico, rutinario y sin dramatismo es el modelo que los niños repiten.
La criada encarna:
- La violencia normalizada: matar animales para comer es un acto cotidiano, aceptado sin cuestionamiento.
- La transmisión de la violencia: sin proponérselo enseña a los niños el gesto de degollar.
- La indiferencia social: como representante de las clases trabajadoras en la casa, su figura refuerza la idea de que la violencia está inscrita en la vida diaria, al margen de las intenciones.
Biografía de Horacio Quiroga
Horacio Quiroga (Salto, Uruguay, 1878 - Buenos Aires, 1937) vivió rodeado de accidentes y muertes que marcaron su sensibilidad y su obra.
Primero fue la muerte accidental de su padre, luego el suicidio de su padrastro. Otros hechos decisivos fueron el accidente en que mató involuntariamente a un amigo y el suicidio de su primera esposa.
Residió largos periodos en la selva misionera argentina, experiencia que volcó en una prosa de tensión física, precisión sensorial y fatalidad.
Admirador de Poe y Maupassant, escribió con la convicción de la “unidad de efecto” y dejó su célebre “Decálogo del perfecto cuentista”. Entre sus libros destacan “Cuentos de amor, de locura y de muerte”, “Cuentos de la selva” y “Anaconda”.
Se suicidió con cianuro luego de recibir el diagnóstico de cáncer.
Contexto de escritura
"La gallina degollada" fue publicado en 1909 en la revista Caras y Caretas. Más tarde apareció en el libro Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), considerado el punto de consolidación de Horacio Quiroga como maestro del relato breve en Hispanoamérica.
Este relato se inscribe en un momento histórico y cultural específico:
El clima intelectual del fin de siglo (XIX – comienzos del XX)
En Argentina y Uruguay circulaban con fuerza las teorías positivistas y naturalistas, influenciadas por pensadores europeos como Darwin, Lombroso y Morel.
Así, el determinismo biológico y la herencia degenerativa eran temas centrales en el debate médico y social. Se temía que ciertas “debilidades nerviosas” o “taras hereditarias” se transmitieran de generación en generación, condenando a familias enteras.
Quiroga recoge esa mentalidad y la dramatiza en el hogar de Mazzini y Berta, convirtiendo el discurso médico en tragedia doméstica.
Naturalismo y literatura científica
La narrativa naturalista de Émile Zola y los relatos clínicos de Maupassant influyeron en Quiroga. En el cuento la enfermedad de los hijos no es un hecho aislado. Se explica mediante la herencia y se observa casi con la mirada de un médico, con frialdad descriptiva.
De este modo, participa de una literatura que buscaba ser “científica”, mostrando al hombre como producto de leyes biológicas y sociales.
La modernidad urbana y la intimidad familiar
A diferencia de sus cuentos selváticos, aquí se sitúa la acción en un hogar urbano, con sirvienta, cocina y patio. No se trata de la lucha del hombre contra la selva, sino de la lucha interna de una familia contra el peso de la biología y el fracaso social.
Es una muestra de cómo Quiroga podía trasladar su estética fatalista tanto al mundo natural como al doméstico.
La revista ilustrada y el público lector de la época
Los relatos de Quiroga se publicaban inicialmente en periódicos y revistas literarias, donde coexistían crónicas policiales, notas médicas y literatura.
Por ello, "La gallina degollada" responde a ese público que se fascinaba con lo morboso, lo científico y lo trágico.
Impacto en la literatura latinoamericana
El impacto de "La gallina degollada" y, en general, de la obra de Quiroga, es inmenso en la tradición del cuento latinoamericano. Sus efectos pueden resumirse en varios puntos:
Consolidación del cuento moderno en Hispanoamérica
Antes de Quiroga el cuento en Latinoamérica estaba fuertemente ligado al romanticismo o al modernismo poético, con narraciones decorativas o moralizantes.
El autor introduce un modelo narrativo concentrado, tenso, con finales contundentes y atmósfera unitaria. "La gallina degollada" es ejemplo perfecto de ese método: cada detalle prepara el desenlace y la unidad de efecto se cumple con precisión.
Influencia en Borges, Cortázar y la narrativa posterior
Jorge Luis Borges admiraba la economía narrativa de Quiroga, aunque se distanció de su fatalismo.
Por su parte, Julio Cortázar reconoció en Quiroga una influencia fundamental. En especial en la idea de que el cuento debe atrapar desde la primera línea y cerrarse con un golpe. Relatos como "Casa tomada" tienen ecos de lo ominoso en lo cotidiano.
Introducción del horror doméstico y psicológico
"La gallina degollada"abrió camino a un tipo de cuento donde lo terrorífico no proviene de lo sobrenatural, sino de lo íntimo y cotidiano: la familia, la casa, la infancia.
Este aporte fue crucial en la literatura latinoamericana, que después exploró con fuerza lo siniestro dentro de lo real.
Puente entre naturalismo europeo y literatura latinoamericana
Quiroga adapta el naturalismo de Zola y Maupassant a la sensibilidad rioplatense. Sus cuentos no sólo imitan modelos europeos, sino que los traducen al contexto local: la selva misionera, los hogares urbanos, las tensiones sociales de principios del siglo XX.
De este modo, marca un paso decisivo en la autonomía literaria latinoamericana.
Relecturas contemporáneas: discapacidad y exclusión
Hoy "La gallina degollada" es también leído desde una perspectiva crítica sobre la discapacidad. El cuento refleja la mirada de su época, donde los hijos enfermos son cosificados y excluidos.
Su vigencia radica en que, más allá del determinismo biológico, revela mecanismos sociales que siguen operando. Marginar lo diferente, idealizar lo normal, descuidar lo que no encaja en el modelo dominante.
Canonización del cuento en la educación y la crítica
"La gallina degollada" se convirtió en lectura obligada en escuelas y universidades de Hispanoamérica. Es uno de los cuentos más citados de Quiroga, porque condensa su poética: brevedad, atmósfera de tensión, desenlace trágico.
Su impacto no sólo está en los escritores, sino en generaciones de lectores formados en la tradición del cuento latinoamericano.
El cuento "La gallina degollada"
Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta. El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció, bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido.
Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más
allá.
—¡Sí...! ¡sí...! —asentía Mazzini—. Pero dígame; ¿Usted cree que es herencia, que...?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más. Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos— que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo...! ¡No faltaba más...! —murmuró.
—¿Qué, no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir...
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo. Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo.
No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia.
De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa:
—¡No, no te creo tanto!
—Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste...?
—¡Nada!
—Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin!— murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar
frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la
operación... Rojo... rojo...
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron, pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse en seguida a casa. Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó. Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras una creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Suéltame! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída. —¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma...
No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama —le dijo a Berta.
Prestaron oído inquietos pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó mas la voz ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina,
Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos
sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
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