20 cuentos para dormir que los niños amarán
Los cuentos infantiles ayudan en el descanso de los niños, estrechan la relación entre padres e hijos y estimulan el hábito de la lectura.
En la siguiente selección se pueden encontrar cuentos cortos para dormir orientados a la primera infancia. Algunos son relatos para inculcar valores y otros recrean un rico mundo de alegría y humor.
1. El príncipe rana - Hermanos Grimm
El príncipe rana es un cuento clásico en el que se intentan enseñar valores como no dejarse guiar por las apariencias y mantener la palabra dada, cumpliendo las promesas que se han hecho.
Hace muchos, muchos años vivía una princesa a quien le encantaban los objetos de oro. Su juguete preferido era una bolita de oro macizo. En los días calurosos, le gustaba sentarse junto a un viejo pozo para jugar con la bolita de oro. Cierto día, la bolita se le cayó en el pozo. Tan profundo era éste que la princesa no alcanzaba a ver el fondo.
—¡Ay, qué tristeza! La he perdido —se lamentó la princesa, y comenzó a llorar.
De repente, la princesa escuchó una voz.
—¿Qué te pasa, hermosa princesa? ¿Por qué lloras?
La princesa miró por todas partes, pero no vio a nadie.
—Aquí abajo —dijo la voz.
La princesa miró hacia abajo y vio una rana que salía del agua.
—Ah, ranita —dijo la princesa—. Si te interesa saberlo, estoy triste porque mi bolita de oro cayó en el pozo.
—Yo la podría sacar —dijo la rana—. Pero tendrías que darme algo a cambio.
La princesa sugirió lo siguiente:
—¿Qué te parecen mi perlas y mis joyas? O quizás mi corona de oro.
—¿Y qué puedo hacer yo con una corona? —dijo la rana—. Pero te ayudaré a encontrar la bolita si me prometes ser mi mejor amiga.
—Iría a cenar a tu castillo, y me quedaría a pasar la noche de vez en cuando —propuso la rana.
Aunque la princesa pensaba que aquello eran tonterías de la rana, accedió a ser su mejor amiga.
Enseguida, la rana se metió en el pozo y al poco tiempo salió con la bolita de oro en la boca.
La rana dejó la bolita de oro a los pies de la princesa. Ella la recogió rápidamente y, sin siquiera darle las gracias, se fue corriendo al castillo.
—¡Espera! —le dijo la rana—. ¡No puedo correr tan rápido!
Pero la princesa no le prestó atención.
La princesa se olvidó por completo de la rana. Al día siguiente, cuando estaba cenando con la familia real, escuchó un sonido bastante extraño en las escaleras de mármol del palacio.
Luego, escuchó una voz que dijo:
—Princesa, abre la puerta.
Llena de curiosidad, la princesa se levantó a abrir. Sin embargo, al ver a la rana toda mojada, le cerró la puerta en las narices. El rey comprendió que algo extraño estaba ocurriendo y preguntó:
—¿Algún gigante vino a buscarte?
—Es sólo una rana —contestó ella.
—¿Y qué quiere esa rana? —preguntó el rey.
Mientras la princesa le explicaba todo a su padre, la rana seguía golpeando la puerta.
—Déjame entrar, princesa —suplicó la rana—. ¿Ya no recuerdas lo que me prometiste en el pozo?
Entonces le dijo el rey:
—Hija, si hiciste una promesa, debes cumplirla. Déjala entrar.
A regañadientes, la princesa abrió la puerta. La rana la siguió hasta la mesa y pidió:
—Súbeme a la silla, junto a ti.
—Pero, ¿qué te has creído?
En ese momento, el rey miró con severidad a su hija y ella tuvo que acceder. Como la silla no era lo suficientemente alta, la rana le pidió a la princesa que la subiera a la mesa. Una vez allí, la rana dijo:
—Acércame tu plato, para comer contigo.
La princesa le acercó el plato a la rana, pero a ella se le quitó por completo el apetito. Una vez que la rana se sintió satisfecha dijo:
—Estoy cansada. Llévame a dormir a tu habitación.
La idea de compartir su habitación con aquella rana le resultaba tan desagradable a la princesa que se echó a llorar. Entonces, el rey le dijo:
—Llévala a tu habitación. No está bien darle la espalda a alguien que te prestó su ayuda en un momento de necesidad.
Sin otra alternativa, la princesa procedió a recoger la rana lentamente, sólo con dos dedos. Cuando llegó a su habitación, la puso en un rincón. Al poco tiempo, la rana saltó hasta el lado de la cama.
—Yo también estoy cansada —dijo la rana—. Súbeme a la cama o se lo diré a tu padre.
La princesa no tuvo más remedio que subir a la rana a la cama y acomodarla en las mullidas almohadas.
Cuando la princesa se metió en la cama, comprobó sorprendida que la rana sollozaba en silencio.
—¿Qué te pasa ahora? —preguntó.
—Yo simplemente deseaba que fueras mi amiga —contestó la rana—. Pero es obvio que tú nada quieres saber de mi. Creo que lo mejor será que regrese al pozo.
Estas palabras ablandaron el corazón de la princesa. La princesa se sentó en la cama y le dijo a la rana en un tono dulce:
—No llores. Seré tu amiga.
Para demostrarle que era sincera, la princesa le dio un beso de buenas noches.
¡De inmediato, la rana se convirtió en un apuesto príncipe! La princesa estaba tan sorprendida como complacida.
La princesa y el príncipe iniciaron una hermosa amistad. Al cabo de algunos años, se casaron y fueron muy felices.
2. Aurelia y sus muñecas - Elfridia García
La escritora Elfridia García fue una popular autora de cuentos infantiles. Aurelia y sus muñecas muestra a una niña que se deja seducir por la belleza de un nuevo juguete, olvidando al resto. De este modo, la historia les enseña a los más pequeños la importancia de cuidar lo que se quiere.
Aurelia vivía con sus papás en una casa antigua. Su mamá compraba todos los meses una revista de labores y hacía unos cojines a punto de cruz, lindísimos. Un mes la revista no trajo la tela de los cojines, pero llegaron unos moldes para hacer una muñeca, la mamá hizo una muñeca para Aurelia.
Era una muñeca inmensa de grandes ojos azules, dos puntos negros de nariz y una boca roja con una media sonrisa. Su cabello era de lana color zanahoria y sus piernas y brazos largos tenían mucha movilidad, porque habían quedado medio sueltos; su ropa era un vestidito de la misma Aurelia, que era muy frágil y menuda. La niña no le puso nombre, sólo la llamó “la muñeca de trapo”. La quería mucho, pero no se la podía y la arrastraba de la mano para llevarla por toda la casa dentro de los límites que a ella le permitían. En la parte que daba a la calle, estaban los dormitorios y el baño separado por la puerta de entrada y un pasillo de la sala que sólo se abría cuando venían visitas. Después, un corredor de baldosas que daba a un hermoso jardín con hortensias, rosales y enredaderas que subían por la galería que comunicaba con el comedor, y luego venía el segundo patio donde había grandes árboles frutales y plantas, pero a Aurelia no le estaba permitido ir, pero ella tampoco deseaba hacerlo porque esas habitaciones eran grandes y oscuras.
Jugaba con su muñeca de trapo todos los días, pero no podía salir con ella porque era muy grande. Un verano fueron a ver a la abuela que vivía lejos; Aurelia no la había visto nunca. La abuelita la encontró muy linda y la llevó a su dormitorio; abrió un baúl que tenía a los pies de su cama, con mucho cuidado para que Aurelia no viera lo que tenía adentro. Sacó una muñeca de porcelana y se la regaló; la niña se puso muy contenta. La muñeca era muy linda, con ojos movibles de color miel y su cabello castaño con reflejos dorados. Parecía un cabello de verdad. Sus pequeñas piernas y brazos eran articulados. La muñequita no tenía vestido. Aurelia se la mostró a su mamá y le pidió que le hiciera un vestido; la mamá le prometió que cuando llegaran a casa se lo haría. Volvieron a su casa y una amiga de la mamá le hizo un lindo vestido floreado y un hermoso chaquetón rojo con capuchón. Aurelia lo encontró tan lindo y recordó el cuento de Caperucita roja, así que decidió llamarla Caperucita.
Jugaba feliz con sus dos muñecas, las sentaba juntas en un silloncito de mimbre y les hacía comida con hermosos botones de todos colores que sacaba de una caja del costurero de la mamá. Hacía figuras con los botones en pequeños platos de juguetes y quedaban tan lindos, parecían estrellas azules o flores rosadas con hojitas verdes y se los daba como comida a sus muñecas.
El papá la llevó un día a una confitería y mientras él conversaba con el dueño de la confitería, Aurelia vio en una vitrina una hermosa muñeca. Sus ojos movibles de largas pestañas, su cabello largo ondulado y rubio como el sol, su vestido blanco de organdí, una capelina del mismo género del vestido y un hermoso lazo amarillo en su cintura, sus zapatitos y calcetines blancos ¡era preciosa!.
Se enamoró de la muñeca y no se movía del lado de la vitrina, el papá la tomó de la mano y le prometió que otro día se la compraría. Aurelia no hacía otra cosa que pensar en la muñeca, se veía con ella en sus brazos, con esa linda capelina blanca y su cabello brillándole debajo; el vestido vaporoso y sus ojos azules que se abrían y cerraban bajo esas pestañas tan suaves.
Todos los días cuando llegaba el papá corría a ver si traía la muñeca y sentía una gran desilusión cuando la saludaba y no la traía. Hasta que un día llegó el papá con una gran caja en un hermoso papel de regalo y se lo entregó. Aurelia la abrió con mucho cuidado y encontró una linda caja con flores rosadas y adentro venía la muñeca, se sintió muy feliz, la sacó, la miró y vio una tarjetita amarrada en su mano, se la pasó a la mamá, que la leyó y le dijo: Lita es el nombre de la muñeca. A Aurelia le pareció maravilloso que trajera esa tarjetita con el nombre y le gustó mucho, lo repetía “Lita, Lita”. Tanto quería a Lita que se olvidó de la muñeca de trapo y Caperucita, que permanecían sentadas en el silloncito, sin que Aurelia les diera una sola mirada. Se veían tristes y encogidas, pero Aurelia estaba encantada con Lita. No la dejaba ni un momento. Una mañana, la mamá al levantarla, le dijo: ¿Aurelia por qué no juegas con la muñeca de trapo y Caperucita? Puedes jugar con las tres muñecas y no sólo con Lita. Aurelia ya no quería tanto a la muñeca de trapo y a Caperucita, pero esa mañana dejó a Lita con la muñeca de trapo en su cama; sacó su silloncito de mimbre al corredor y se llevó con ella a Caperucita. Se sentó con Caperucita en brazos a mirar los pájaros, las flores y las mariposas que volaban en el jardín. Estaba soñando en su mundo de fantasías, cuando sintió un ruido; se paró y la muñequita cayó rompiéndose en mil pedazos. Sólo quedaron sus ojos movibles.
El susto y la pena fueron tan grandes que Aurelia se puso a llorar desconsoladamente. Llegó la mamá, la abrazó y sus ojos se llenaron de lágrimas; la muñequita había sido de ella cuando niña, Aurelia la miró y pensó…. la mamá tiene pena porque es la muñeca que me regaló la abuelita. Se abrazó aún más fuerte a su mamá y con voz entrecortada le dijo: Yo quería mucho a Caperucita, porque me la había regalado la abuela. La mamá la consoló y le dijo que cuando fueran a ver a la abuela, ésta le regalaría otra muñeca, pero Aurelia pensó: sólo he visto una vez a la abuela, debe faltar mucho tiempo para volverla a ver.
Ese día fue muy triste para Aurelia. Volvió a su dormitorio, miró a la muñeca de trapo junto a Lita y la encontró tan fea. Estaba sucia porque la arrastraba y su carita ya no era tan linda. Fue donde la mamá y le preguntó que podían hacer para que la muñeca de trapo no estuviera tan fea. La mamá prometió lavarla cuando tuviera tiempo. A los pocos días, desapareció la muñeca de trapo.
Aurelia preguntó por ella, aunque sólo jugaba con Lita. La mamá no se atrevía a decirle lo que había pasado, pero fue tanta la insistencia de Aurelia que al final le contó lo sucedido: la muñeca se había deshecho al lavarla y no había quedado nada. Aurelia abrió mucho sus ojos azules. No lloró, pero estaba muy impresionada. Corrió donde Lita, la abrazó fuertemente y le dijo: no quiero que te pase lo de Caperucita y la muñeca de trapo, te cuidaré mucho, mucho, porque no quiero perderte.
3. La princesa del guisante - Hans Christian Andersen
Hans Christian Andersen es uno de los autores más famosos de literatura infantil. Dentro de su obra se encuentra este divertido cuento en el que se presenta una situación cómica para intentar demostrar la pureza y delicadeza de una princesa.
Érase una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero que fuese una princesa de verdad. En su busca recorrió todo el mundo, mas siempre había algún pero. Princesas había muchas, mas nunca lograba asegurarse de que lo fueran de veras; cada vez encontraba algo que le parecía sospechoso. Así regresó a su casa muy triste, pues estaba empeñado en encontrar a una princesa auténtica.
Una tarde estalló una terrible tempestad; se sucedían sin interrupción los rayos y los truenos, y llovía a cántaros; era un tiempo espantoso. En éstas llamaron a la puerta de la ciudad, y el anciano Rey acudió a abrir.
Una princesa estaba en la puerta; pero ¡santo Dios, cómo la habían puesto la lluvia y el mal tiempo! El agua le chorreaba por el cabello y los vestidos, se le metía por las cañas de los zapatos y le salía por los tacones; pero ella afirmaba que era una princesa verdadera.
“Pronto lo sabremos”, pensó la vieja Reina, y, sin decir palabra, se fue al dormitorio, levantó la cama y puso un guisante sobre la tela metálica; luego amontonó encima veinte colchones, y encima de éstos, otros tantos edredones.
En esta cama debía dormir la princesa.
Por la mañana le preguntaron qué tal había descansado.
-¡Oh, muy mal! -exclamó-. No he pegado un ojo en toda la noche. ¡Sabe Dios lo que habría en la cama! ¡Era algo tan duro, que tengo el cuerpo lleno de cardenales! ¡Horrible!.
Entonces vieron que era una princesa de verdad, puesto que, a pesar de los veinte colchones y los veinte edredones, había sentido el guisante. Nadie, sino una verdadera princesa, podía ser tan sensible.
El príncipe la tomó por esposa, pues se había convencido de que se casaba con una princesa hecha y derecha; y el guisante pasó al museo, donde puede verse todavía, si nadie se lo ha llevado.
Esto sí que es una historia, ¿verdad?
4. El enano saltarín - Hermanos Grimm
El enano saltarín o Rumpelstiltskin es un relato de origen oral recogido por los hermanos Grimm. En él se presenta a un ser que intenta sacar provecho de una joven que se encontraba en una situación desesperada.
Había una vez un molinero muy pobre que tenía una hija muy hermosa. Dio la casualidad de que un día el molinero acudió a una audiencia ante el rey y queriendo darse importancia le dijo que su hija era capaz de, con ayuda de una rueca, convertir la paja en oro.
-Esa sí es una valiosa habilidad- le dijo el rey. Si tu hija es tan lista como dices, tráela a palacio mañana mismo. Quiero comprobar si lo que dices es cierto.
La muchacha, en efecto, fue llevada ante el rey y éste la metió en una habitación llena de paja y con una rueca.
-Trabaja durante toda la noche. Si a primera hora de la mañana no has convertido en oro esa paja, morirás- dijo su majestad, encerrando a la muchacha.
La pobre hija del molinero se sentó sin saber qué hacer. No tenía la menor idea de cómo transformar en oro aquella paja y se sintió tan desgraciada que comenzó a llorar. De repente, se abrió la puerta y apareció por ella un hombrecillo.
-Buenas noches, molinera, ¿por qué lloras?
-¡Oh! exclamó la muchacha, sobresaltándose. Tengo que convertir en oro esta paja y no sé cómo hacerlo.
-Si yo lo hago por ti, ¿qué me darías?- preguntó el duende.
-Mi collar- replicó la chica.
El hombrecillo aceptó el collar y se sentó junto a la rueca. La hizo girar tres veces y a la tercera vuelta sacó un ovillo de oro. Repitió la misma operación una y otra vez hasta que, cerca ya del alba, no quedaba ni una sola brizna de paja y la habitación estaba llena de ovillos de oro. En cuanto salió el sol, el rey apareció por la puerta. Al ver tanto oro se quedó asombrado y muy complacido, aunque aquello sólo sirviera para que anhelase más que nunca aquel preciado metal.
Llevó a la hija del molinero a otra estancia llena de paja, a una sala mucho más grande que la primera y le dijo que, si en algo apreciaba su vida, estuviera tejiendo hasta la mañana siguiente para convertir en oro toda aquella paja. La muchacha desesperada, se echó a llorar. Pero volvió a abrirse la puerta, como el día anterior, y por ella apareció de nuevo el mismo hombrecillo.
-¿Qué me darás si convierto en oro esta paja?
-El anillo que llevo en el dedo- respondió la muchacha.
El duendecillo cogió el anillo y se puso a tejer. Al romper el día, había transformado en relumbrante oro toda aquella paja. Al verla, el rey sintió un regocijo más allá de toda mesura y contención, mas su avaricia seguía sin verse satisfecha, de modo que llevó a la hija del molinero a una habitación más grande aún que las dos anteriores y le dijo:
-Teje durante toda la noche y convierte esta paja en oro. Si en esta ocasión también lo logras, te convertiré en mi esposa.
“No es más que la hija de un molinero, es cierto”, se decía el rey, “pero no encontraría una esposa más rica aunque buscase por todo el mundo”.
Al quedarse a solas la muchacha, el hombrecillo apareció por tercera vez.
-¿Qué me darás si vuelvo a convertir esta paja en oro?
-No me queda nada que darte- respondió la muchacha.
-Entonces, prométeme que cuando seas reina me entregarás a tu primer hijo.
“Quién sabe lo que puede ocurrir antes de que eso suceda”, pensó la hija del molinero, que por otra parte no veía otra salida. Así pues, le prometió al duende darle lo que le pedía y éste se puso a hilar una vez más, convirtiendo en oro toda la paja de aquella habitación.
A la mañana siguiente, el rey, al encontrarlo todo tal como deseaba, se desposó con la hija del molinero. Al cabo de un año, la reina dio a luz un precioso hijo, sin acordarse siquiera del hombrecillo que había salvado su vida. Sin embargo, un día, el duende se presentó ante ella.
-Has de darme lo que me prometiste.
La reina ofreció, a cambio de la vida de su hijo, todas las riquezas de su reino, pero el duende no aceptaba el trato.
-No, cualquier ser vivo es para mí más valioso que todas las riquezas de este mundo- dijo.
La reina comenzó a llorar tan amargamente que el hombrecillo se apiadó de ella.
-De acuerdo -dijo-, te doy tres días para averiguar mi nombre. Si antes de cumplido el plazo, lo averiguas, puedes quedarte con tu hijo.
La reina recopiló cuantos nombres pudo recordar y envió mensajeros a todos los rincones en busca de cualquier nombre que pudieran oír. Cuando, al siguiente día, apareció el hombrecillo, le recitó toda una retahíla de nombres, comenzando por los de Melchor, Gaspar y Baltasar. Pero a cada nombre que pronunciaba, el hombrecillo replicaba:
-No, no es ése mi nombre.
Al día siguiente, la reina mandó preguntar por todos los nombres de la comarca y obtuvo una lista de los más extraordinarios y desconocidos, una lista que recitó al hombrecillo cuando éste apareció al día siguiente.
-¿Es quizás tu nombre Paticorto? ¿Y Paticojo? ¿No será Patizambo?
Pero el duende siempre replicaba lo mismo.
-No, no es ése mi nombre.
Al tercer día, un mensajero volvió anunciando:
-No he podido encontrar más nombres, pero al llegar a una colina que se encuentra a la entrada del bosque, allí donde los zorros y las liebres se dan las buenas noches, vi una casita muy pequeña. Enfrente de la casa ardía una hoguera y alrededor de ella se encontraba el más grotesco hombrecillo que jamás he visto. Saltaba sobre una pierna y cantaba lo siguiente:
Si hoy salto, mañana danzaré,
pues de palacio al niño me traeré.
Acudo ante la reina y lo reclamo,
ignora que Rumpelstiltskin me llamo.Podéis imaginar la alegría de su majestad al oír el nombre del hombrecillo y cuando éste se presentó, cumplido ya el plazo, ante ella y le preguntó:
-Muy bien, majestad, ¿cómo me llamo?
-¿Os llamáis Conrado? -dijo la reina.
-No -respondió ufano el duende.
-¿Y Enrique? -le chanceó su majestad.
-No.
-¿No será vuestro nombre Rumpelstiltskin?
-El duende gritó de rabia.
-Algún demonio os lo ha dicho -exclamó, y en su furia dio una patada tan fuerte en el suelo que hundió la pierna derecha hasta la cintura. Trató de salir tirando de la pierna izquierda, pero lo hizo con tanta fuerza que se partió en dos.
5. El león y el ratón - Jean de La Fontaine
Jean de la Fontaine es reconocido por sus fábulas e historias para niños. En este cuento intenta demostrar la importancia que puede tener hasta el ser más pequeño del mundo, así como la necesidad de la colaboración entre todas las criaturas.
Un día el león, el rey de la selva, iba trotando por su reino cuando de pronto vio ante él a un pequeño ratón.
- ¡Ay, por favor, poderoso señor, no me mates! - rogó el ratoncito, temblando de miedo.
E león se encogió, preparándose para saltar sobre su víctima.
- ¡No, por favor, no! - gimió el ratoncito - Poderoso rey de la selva, ten compasión de mí. Soy tan indefenso.
- Broo - rugió el león, calmándose - Broo...hoy estoy de buen humor. Te perdonaré la vida sólo para que veas cupan poderoso soy.
Y se alejó a paso tranquilo mientras el ratoncito, todavía muerto de susto, se ponía a salvo a todo correr.
El león no había caminado mucho cuando ¡paf!, cayó en una trampa que le habían puesto unos cazadores. El enorme animal luchó y luchó por librarse de las redes que lo mantenían prisionero. Pero no pudo. Después de unas horas, se dio por vencido y se resignó a caer en manos de sus perseguidores.
Así estaba, muy quieto, cuando ¡qué sopresa! ante él apareció, de repente, el mismo ratoncito con el cual se había encontrado esa tarde. Y su sorpresa umentó más cuando el animalito le dijo:
- No te desesperes, yo te salvaré.
El león sonrió, incrédulo.
- ¿Tú?, ¿Pero, cómo lo harás? - preguntó - ¿Tú, que eres tan débil y pequeño=
- Ya verás cómo lo hago - repuso el ratón.
Se acercó a la trampa y, con gran paciencia, comenzó a roer y roer la red con sus filosos dientes.
- ¡Apúrate, apúrate! - rogaba el león, ahora temblando de miedo - En cualquier momento pueden volver los cazadores.
- Paciencia - dijo el ratoncito - No rujas tan fuerte: los cazadores pueden estar cerca y oírnos.
Y royendo, royendo, logró abrir el agujero en la red. El león se precipitó a salir por él. ¡Imposible! Aún no cabía.
- ¡Más! - gimió - ¡Agrándalo más!
El ratón redobló sus esfuerzos. Por los ruidos del bosque se daba cuenta de que empezarí a amanecer pronto.
- Listo - dijo finalmente - Ya puedes salir. No hagas ruido.
El león se abalanzó sobre el agujero, se liberó de la red y corrió a perderse.
- ¡Gracias! . rugió, mientras desaparecía entre los arbustos. Y mientras corría pensaba: Jamás creí que algún día iba a necesitar la ayuda de alguien mucho menos poderoso que yo.
6. Las hadas - Charles Perrault
Charles Perrault fue un reconocido escritor francés que recopiló historias de carácter oral que circulaban de generación en generación. En este cuento intenta enseñar valores como la bondad y generosidad.
Érase una viuda que tenía dos hijas; la mayor se le parecía tanto en el carácter y en el físico, que quien veía a la hija, le parecía ver a la madre. Ambas eran tan desagradables y orgullosas que no se podía vivir con ellas. La menor, verdadero retrato de su padre por su dulzura y suavidad, era además de una extrema belleza. Como por naturaleza amamos a quien se nos parece, esta madre tenía locura por su hija mayor y a la vez sentía una aversión atroz por la menor. La hacía comer en la cocina y trabajar sin cesar.
Entre otras cosas, esta pobre niña tenía que ir dos veces al día a buscar agua a una media legua de la casa, y volver con una enorme jarra llena.
Un día que estaba en la fuente, se le acercó una pobre mujer rogándole que le diese de beber.
-Como no, mi buena señora -dijo la hermosa niña.
Y enjuagando de inmediato su jarra, sacó agua del mejor lugar de la fuente y se la ofreció, sosteniendo siempre la jarra para que bebiera más cómodamente. La buena mujer, después de beber, le dijo:
-Eres tan bella, tan buena y tan amable, que no puedo dejar de hacerte un don -pues era un hada que había tomado la forma de una pobre aldeana para ver hasta dónde llegaría la gentileza de la joven-. Te concedo el don -prosiguió el hada- de que por cada palabra que pronuncies saldrá de tu boca una flor o una piedra preciosa.
Cuando la hermosa joven llegó a casa, su madre la reprendió por regresar tan tarde de la fuente.
-Perdón, madre mía -dijo la pobre muchacha- por haberme demorado-; y al decir estas palabras, le salieron de la boca dos rosas, dos perlas y dos grandes diamantes.
-¡Qué estoy viendo! -dijo su madre, llena de asombro-; ¡parece que de la boca te salen perlas y diamantes! ¿Cómo es eso, hija mía?
Era la primera vez que le decía hija.
La pobre niña le contó ingenuamente todo lo que le había pasado, no sin botar una infinidad de diamantes.
-Verdaderamente -dijo la madre- tengo que mandar a mi hija; mira, Fanchon, mira lo que sale de la boca de tu hermana cuando habla; ¿no te gustaría tener un don semejante? Bastará con que vayas a buscar agua a la fuente, y cuando una pobre mujer te pida de beber, ofrecerle muy gentilmente.
-¡No faltaba más! -respondió groseramente la joven- ¡ir a la fuente!
-Deseo que vayas -repuso la madre- ¡y de inmediato!
Ella fue, pero siempre refunfuñando. Tomó el más hermoso jarro de plata de la casa. No hizo más que llegar a la fuente y vio salir del bosque a una dama magníficamente ataviada que vino a pedirle de beber: era la misma hada que se había aparecido a su hermana, pero que se presentaba bajo el aspecto y con las ropas de una princesa, para ver hasta dónde llegaba la maldad de esta niña.
-¿Habré venido acaso -le dijo esta grosera mal criada- para darte de beber? ¡Justamente he traído un jarro de plata nada más que para dar de beber a su señoría! De acuerdo, bebe directamente, si quieres.
-No eres nada amable -repuso el hada, sin irritarse-; ¡está bien! ya que eres tan poco atenta, te otorgo el don de que a cada palabra que pronuncies, te salga de la boca una serpiente o un sapo.
La madre no hizo más que divisarla y le gritó:
-¡Y bien, hija mía?
-¡Y bien, madre mía! -respondió la malvada, echando dos víboras y dos sapos.
-¡Cielos! -exclamó la madre- ¿qué estoy viendo? ¡Tu hermana tiene la culpa, me las pagará! -y corrió a pegarle.
La pobre niña arrancó y fue a refugiarse en el bosque cercano. El hijo del rey, que regresaba de la caza, la encontró y viéndola tan hermosa le preguntó qué hacía allí sola y por qué lloraba.
-¡Ay!, señor, es mi madre que me ha echado de la casa.
El hijo del rey, que vio salir de su boca cinco o seis perlas y otros tantos diamantes, le rogó que le dijera de dónde le venía aquello. Ella le contó toda su aventura.
El hijo del rey se enamoró de ella, y considerando que semejante don valía más que todo lo que se pudiera ofrecer al otro en matrimonio, la llevó con él al palacio de su padre, donde se casaron.
En cuanto a la hermana, se fue haciendo tan odiable, que su propia madre la echó de la casa; y la infeliz, después de haber ido de una parte a otra sin que nadie quisiera recibirla, se fue a morir al fondo del bosque.
Moraleja
Las riquezas, las joyas, los diamantes
son del ánimo influjos favorables,
Sin embargo los discursos agradables
son más fuertes aun, más gravitantes.Otra moraleja
La honradez cuesta cuidados,
exige esfuerzo y mucho afán
que en el momento menos pensado
su recompensa recibirán.
7. Amigos del bosque - Alicia Morel
La escritora chilena Alicia Morel se destacó con una obra enfocada en el público infantil. En este cuento muestra la importancia de la amistad basada en el respeto y la aceptación de la diferencia.
La noche sembró rocío por los campos. Cuando salió el sol, las gotas lanzaron chispas de todos colores. La chispa que brilló más se convirtió en un pequeño elfo.
- ¡Me llamo Nimbo! - gritó.
Como tenía alas, se puso a volar y el viento lo empujó a un oscuro bosque. Numbo tenía luz propia y por eso no chocó con las ramas.
- ¿Quieres volar conmigo? - preguntó a un gusano amarillo.
- Ahora no, cuando sea mariposa - le contestó el gusano, mascando una hoja.
Nimbo aleteó hacia un matorral donde brillaban unos ojos negros.
- ¿Quieres volar conmigo?
- No me gusta volar - contestó una voz ronca.
Nimbo casi se apagó cuando vio delante de él una figura igual a un corcho de botella.
- ¿Ves? - le dijo la fugura - no tengo alas, pero doy grandes saltos.
- ¿Cómo te llamas? - preguntó Nimbo con admiración.
- Me llamo Groso y soy un brujito del bosque.
- Tú saltas y yo vuelo, ¡podemos ser amgios! - gritó Nimbo, lanzando brillos.
- No creo, tu luz me hace doler mucho los ojos - contestó Groso.
Y desapareció echando humo por la coronilla. Llegó la noche y Nimbo se paró en las arrugas de un tronco para descansar.
- Qué difícil es encontrar un amigo - suspiró.
Cuando iba a apagarse para dormir, vio que venía hacia él una luz verdosa. Voló hacia el desconocido y ambos giraron uno en torno a otro, cambiando luces amistosas.
- ¿Eres un elfo? - preguntó Nimbo.
- ¿Eres una luciérnaga? preguntó la otra.
No, no eran ni parientes. Se alejaron como estrellas equivocadas. Más allá se detuvieron y se miraron otra vez. Pensaron: "no somos iguales, pero nos parecemos". Volvieron a acercarse. La luciérnaga estiró una antena y Nimbo una mano, y se tocaron.
- ¡Podemos ser amigos! - gritaron. Y se fueron por el bosque, brillando como estrellas hermanas.
8. El castillo de arena - Laura García Corella
Este breve relato busca dejar una lección para los más pequeños al demostrar que el esfuerzo de cada día es necesario, así como la constancia y la buena actitud hacia los desafíos.
Un conejito de indias había levantado a orillas del mar un magnpifico castillo de arena con sus torreones, almenas, fosos y su puente levadizo. ¡Una obra maestra!
El conejito palmoteaba de alegría alabando su talento cuando de pronto, ¡zas!, una ola traicionera invadió la playa y en medio de un estallido de burbujas y espumas destruyó por completo el castillo de arena.
El conejito de indias rompió a llorar, porque su bella obra había dejado de existir. La gaviota, que recogía algas cerca de allí, le dijo:
- Tú sabes, simpático conejito, que todo tiene un final. En cuanto a tu castillo, ¡no te apures!, mañana harás otro todavía más bonito.
9. El potro obscuro - Miguel Hernández
El potro obscuro es un cuento para dormir del poeta español Miguel Hernández. Relata la historia de un caballo, dos niños, un perro blanco, una gatita negra y una ardilla gris que emprenden el viaje hacia la Gran Ciudad del Sueño.
Una vez había un potro obscuro. Su nombre era Potro-Obscuro.
Siempre se llevaba a los niños y las niñas a la Gran Ciudad del Sueño.
Se los llevaba todas las noches. Todos los niños y las niñas querían montar sobre el Potro-Obscuro.
Una noche encontró a un niño. El niño dijo:
¡Llévame, caballo
pequeño,
a la gran ciudad
del sueño!—¡Monta! —dijo el Potro-Obscuro.
Montó el niño y fueron galopando, galopando, galopando.
Pronto encontraron en el camino a una niña.
La niña dijo:
¡Llévame, caballo pequeño,
a la gran ciudad del sueño!—¡Monta a mi lado! —dijo el niño.
Montó la niña y fueron galopando, galopando, galopando.
Pronto encontraron en el camino un perro blanco.
El perro blanco dijo:
¡Guado, guado, guaguado!
¡A la gran ciudad del sueño
quiero ir montado!—¡Monta! —dijeron los niños.
Montó el perro blanco y fueron galopando, galopando, galopando.
Pronto encontraron en el camino una gatita negra.
La gatita negra dijo:¡Miaumido, miaumido,
miaumido!
¡A la gran ciudad del sueño
quiero ir, ya
ha obscurecido!—¡Monta! —dijeron los niños y el perro blanco.
Montó la gatita negra y fueron galopando, galopando, galopando.
Pronto encontraron en el camino a una ardilla gris.
La ardilla gris dijo:
¡Llévenme ustedes,
por favor,
a la gran ciudad del sueño,
donde no hay pena
ni dolor!—¡Monta! —dijeron los niños, el perro blanco y la gatita negra.
Montó la ardilla gris y fueron galopando, galopando, galopando.
Galopando y galopando, hicieron leguas y leguas de camino.
Todos eran muy felices. Todos cantaban, y cantaban, y cantaban.
El niño dijo:
—¡Deprisa, deprisa, Potro-Obscuro! ¡Ve más deprisa! -Pero el Potro-Obscuro iba despacio. El Potro-Obscuro iba despacio, despacio, despacio.
Había llegado a la gran ciudad del sueño.
Los niños, el perro blanco, la gatita negra y la ardilla gris estaban dormidos. Todos estaban dormidos al llegar el Potro-Obscuro a la Gran Ciudad del Sueño.
10. La gallinita roja - Byron Barton
Este simpático cuento de Byron Barton forma parte de la tradición popular inglesa. Es ideal para preparar el descanso de los pequeños, ya que su acento rítmico ayuda a la relajación. Por otro lado, contiene una importante moraleja: si quieres disfrutar de la recompensa, no seas perezoso y trabaja por ello.
Había una vez una linda gallinita roja que vivía en una granja con sus tres pollitos y sus amigos el cerdo, el pato y el gato. Un día, mientras escarbaba la tierra, la gallinita roja se encontró un grano de trigo en el suelo y pensó en hacer pan para compartirlo con sus amigos de la granja.
La gallinita roja, entusiasmada con sus planes, preguntó a los animales:
—¿Quién me ayuda a sembrar este grano de trigo?
—Yo no —dijo el cerdo.
—Yo no —dijo el pato.
—Yo no —dijo el gato.
—Entonces lo haré yo —respondió la gallinita roja—. ¡Cocorocó!
Y sembró el grano de trigo, el grano creció y creció.
—¿Quién me ayuda a cortar el trigo? —preguntó esta vez la gallinita roja.
—Yo no —dijo el cerdo.
—Yo no —dijo el pato.
—Yo no —dijo el gato.
—Entonces lo haré yo —respondió la gallinita roja—. ¡Cocorocó!
Y la gallinita roja cortó el trigo del trigal.
—¿Quién podrá llevar el trigo al molino para convertirlo en harina? —preguntó la gallinita roja.
—Yo no —dijo el cerdo.
—Yo no —dijo el pato.
—Yo no —dijo el gato.
—Entonces lo haré yo —respondió la gallinita roja—. ¡Cocorocó!
Llevó el trigo al molino y más tarde regresó con la harina.
—¿Quién me ayudará a amasar esta harina? —preguntó la gallinita roja.
—Yo no —dijo el cerdo.
—Yo no —dijo el pato.
—Yo no —dijo el gato.
—Entonces lo haré yo —respondió la gallinita roja—. ¡Cocorocó!
La gallinita preparó la masa y luego llevó el pan al horno. Cuando estuvo listo, preguntó:
—¿Y quién se comerá conmigo este pan caliente?
—Yo —dijo el cerdo.
—Yo —dijo el pato.
—Yo —dijo el gato.
—Pues no, ahora me lo comeré yo con mis tres pollitos —dijo la gallinita roja—. ¡Cocorocó!
Y la gallinita roja se comió con su familia todo el pan por el que trabajó.
11. Las tres monedas - José Rosas Moreno
En este relato, José Rosas Moreno enseña dónde se encuentra el verdadero valor de la vida: en el amor por los demás y la generosidad.
Al volver cierto día a su casa, un padre cariñoso dio a cada uno de sus pequeños hijos una moneda de diez centavos, ofreciendo un precioso regalo al que mejor empleara su modesto tesoro.
Llenos de alegría los niños con aquél obsequio, se alejaron gozosos, expresando su placer en sus gritos y en sus risas infantiles.
Durante algunas horas recorrieron las calles de la ciudad, deteniéndose embelesados ante los lujosos aparadores de tiendas y dulcerías y después de su agradable paseo regresaron contentos al hogar, donde los aguardaban las caricias maternales.
Cuando la tarde declinaba, el amoroso padre los reunió en el jardín para que le dieran cuenta del uso que habían hecho de su fortuna.
—Yo, dijo el más pequeño, he comprado dulces deliciosos y los he comido todos, pensando en que eres tú muy bueno y en que nos quieres mucho.
— Es natural en tu edad, hijo mío, que solo pienses en el placer de un momento, exclamó el padre; los años y la experiencia llegarán a hacerte al fin mas sabio y mas prudente.
—Yo, dijo el otro niño, he guardado cuidadosamente la moneda que me diste, con otras que ya tenia, para reunir mucho dinero y comprar mas tarde un hermoso vestido.
— Tú piensas en el porvenir, exclamó alborozado el padre; el buen juicio y la economía te harán al fin rico y dichoso.
Llegó su vez al mayor de los tres niños; pero guardó silencio, bajando al suelo los ojos, ruborizado.
—¿Qué has hecho tú de tu tesoro?— le preguntó el padre severamente.
Conmovido el pobre niño, no se atrevía a contestar.
—Yo lo he visto todo, dijo entonces la madre, estrechando al niño entre sus brazos y llenándole de caricias. Iba Enrique a comprar con su moneda un bellísimo e ingenioso juguete, cuando pasaron cerca de él algunos pobres niños huérfanos, tristes, enflaquecidos y cubiertos de harapos, pidiendo tímidamente una limosna por amor de Dios. Nuestro hijo, al verles, sintió sus ojos inundados de lágrimas, abandonó el juguete, y con su moneda compró pan que los pequeños mendigos comieron con ansiedad, bendiciéndole.
—Tuyo es el regalo, hijo mío, exclamó el padre; tú has empleado mejor que tus hermanos tu modesto tesoro. Más delicioso que el sabor de los dulces, más grande que el placer de llevar un hermoso vestido, es el gozo purísimo que deja en el corazón el recuerdo de una acción buena. Toma esta moneda de oro, recompensa justa de tu generoso proceder; haz buen uso de ella, y no olvides que Dios sonríe en el cielo cuando ve desarrollarse en el alma de los niños el sentimiento de la caridad.
12. Los duendes y el zapatero - Hermanos Grimm
Los duendes y el zapatero es otro de los cuentos clásicos de los hermanos Grimm, en donde unos duendes deciden ayudar a un hombre que necesita desesperadamente un milagro.
Hace mucho, mucho tiempo, vivía en un país mágico un humilde zapatero, tan pobre, que llegó un día en que sólo pudo reunir el dinero suficiente para comprar la piel necesaria para hacer un par de zapatos. – No sé qué va a ser de nosotros – decía a su mujer-, si no encuentro un buen comprador o cambia nuestra suerte. Ni siquiera podremos conseguir comida un día más.
Cortó y preparó el cuero que había comprado con la intención de terminar su trabajo al día siguiente, pues estaba ya muy cansado. Después de una noche tranquila llegó el día, y el zapatero se dispuso a comenzar su jornada laboral cuando descubrió sobre la mesa de trabajo dos preciosos zapatos terminados. Estaban cosidos con tanto esmero, con puntadas tan perfectas, que el pobre hombre no podía dar crédito a sus ojos.
Tan bonitos eran, que apenas los vio un caminante a través del escaparate, pagó más de su precio real por comprarlos. El zapatero no cabía en sí de gozo, y fue a contárselo a su mujer: – Con este dinero, podré comprar cuero suficiente para hacer dos pares. Como el día anterior, cortó los patrones y los dejó preparados para terminar el trabajo al día siguiente.
De nuevo se repitió el prodigio, y por la mañana había cuatro zapatos, cosidos y terminados, sobre su banco de trabajo. También esta vez hubo clientes dispuestos a pagar grandes sumas por un trabajo tan excelente y unos zapatos tan exquisitos. Otra noche y otra más, siempre ocurría lo mismo: todo el cuero cortado que el zapatero dejaba en su taller, aparecía convertido en precioso calzado al día siguiente.
Pasó el tiempo, la calidad de los zapatos del zapatero se hizo famosa, y nunca le faltaban clientes en su tienda, ni monedas en su caja, ni comida en su mesa. Ya se acercaba la Navidad, cuando comentó a su mujer: – ¿Qué te parece si nos escondemos esta noche para averiguar quién nos está ayudando de esta manera? A ella le pareció buena la idea y esperaron agazapados detrás de un mueble a que llegara alguien.
Daban doce campanadas en el reloj cuando dos pequeños duendes desnudos aparecieron de la nada y, trepando por las patas de la mesa, alcanzaron su superficie y se pusieron a coser. La aguja corría y el hilo volaba y en un santiamén terminaron todo el trabajo que el hombre había dejado preparado. De un salto desaparecieron y dejaron al zapatero y a su mujer estupefactos.
– ¿Te has fijado en que estos pequeños hombrecillos que vinieron estaban desnudos? Podríamos confeccionarles pequeñas ropitas para que no tengan frío. – Indicó al zapatero su mujer. Él coincidió con su mujer, dejaron colocadas las prendas sobre la mesa en lugar de los patrones de cuero, y por la noche se apostaron tras el mueble para ver cómo reaccionarían los duendes.
Dieron las doce campanadas y aparecieron los duendecillos. Al saltar sobre la mesa parecieron asombrados al ver los trajes, mas, cuando comprobaron que eran de su talla, se vistieron y cantaron: – ¿No somos ya dos mozos guapos y elegantes? ¿Porqué seguir de zapateros como antes? Y tal como habían venido, se fueron. Saltando y dando brincos, desaparecieron.
El zapatero y su mujer se sintieron complacidos al ver a los duendes felices. Y a pesar de que como habían anunciado, no volvieron más, nunca les olvidaron, puesto que jamás faltaron trabajo, comida, ni cosa alguna en la casa del zapatero remendón.
13. La casa de los juguetes - Irene Hernández
En el siguiente cuento, Irene Hernández enseña cuál es el mejor modo de relacionarse con los amigos. En vez de tratar de impresionarlos con historias falsas, es mejor compartir con ellos las experiencias verdaderas que inundan la vida de cosas maravillosas. ¡Compartir en vez de mentir y alardear!
Leo era un niño al que le encantaban las historias de ciencia ficción y siempre andaba inventando aventuras para contar a sus amigos.
—¿Sabéis lo que me pasó anoche?— decía Leo a sus amigos.
—A ver, ¿qué historia te vas a inventar ahora, Leo? —le contestaban.
—Un astronauta vino a mi habitación y me dijo que me llevaría en su cohete a la luna —respondió Leo.
—¡Jajajaja! ¡Cada día inventas más, Leo!— se reían sus amigos.
Pero a Leo le divertía mucho inventar esas historias y soñaba con que algún día una de ellas se haría realidad.
Ese fin de semana, Leo se fue con su bici a dar un paseo y, de repente, vio unas luces muy extrañas en una casa abandonada.—¿Qué habrá sido eso? —se preguntaba.
Como era tan curioso, no dudo un momento en ir a ver qué había allí.
Al acercarse, pudo oír un montón de voces y risas y ver muchas luces de colores que salían por la ventanas. ¡Parecía una fiesta!
Cuando Leo llegó vio que la puerta estaba abierta, así que, ni corto ni perezoso, entró para cotillear. Lo que no esperaba era lo que iban a ver sus ojos.
¡Esa casa estaba llena de juguetes que habían cobrado vida! Ositos de peluche y muñecas bailando, robots cantando en un karaoke y hasta pelotas que saltaban por todos lados riéndose a carcajadas.
Leo se quedó petrificado en la puerta hasta que uno de lo ositos de peluche se dio cuenta de que el niño estaba ahí.
—¡Mirad todos! ¡Un niño ha venido a vernos!— gritaba el osito.
Todos los juguetes se pusieron muy contentos porque hacía mucho que ningún niño aparecía por allí, así que todos invitaron a Leo a quedarse en la fiesta.
Leo se divirtió como nunca y estaba deseando volver para contárselo a sus amigos.
—¡Chicos! Cuando os cuente esto no os lo vais a creer —dijo Leo
—Leo, ¡ya vale de inventar historias! ¡Ya no te creemos!— le respondieron.
Pero esta vez era verdad y Leo se dio cuenta de que, aunque fuera de broma, les había mentido tanto que ahora sus amigos no lo iban a creer.
Así que les prometió que nunca más inventaría historias a cambio de que le acompañaran a la casa de los juguetes. Aunque al principio nadie quería ir, al final todos fueron y alucinaron tanto que agradecieron siempre a Leo que compartiera ese gran secreto con todos.
14. El avión más grande del mundo - Esteban Cabezas
En este breve relato, Esteban Cabezas cuenta la historia de un hombre rico y necio que estaba tan obsesionado por hacer el avión más grande del mundo, que cuando finalmente estuvo listo, nunca se pudo mover. De este modo, enseña lo absurdo de la ambición sin límites y sin propósito noble.
Había un señor multimegasupermillonario que se llamaba Luis. Y como tenía tantos multimegasupermillones se le ocurrían ideas multimegasupermillonarias. Un día quiso que le fabricaran el avión más grande del mundo. Y pidió que le pusieran diez pisos, un montón de piscinas y muchas canchas de golf.
Sus ayudantes lo hicieron tal como lo pidió, pero Luis lo encontró muy pichiruchi, que quiere decir chicoco. Entonces dijo que le agregaran dos restaurantes, un acuario con tiburones, un hospital para hacerse la cirugía plástica y también una dulcería. Y así lo hicieron, pero siguió pareciéndole poca cosa.
Entonces le pusieron unas montañas encima, con árboles y ovejitas pastando, y además construyeron un enorme castillo y una de las piscinas la convirtieron en un lago. Todos estaban tiritando cuando finalmente llegó Luis, porque ya no le podían poner más cosas al avión. Pero esta vez a Luis le gustó. El problema es que cuando intentaron despegar, el avión no se movió ni un metro. Entonces le pusieron una bandera y lo convirtieron en país.
15. Los deseos - Fernán Caballero
Fernán Caballero es el pseudónimo de la escritora española Cecilia Böhl de Faber que publicó Cuentos de encantamiento (1877) en el que recogió historias infantiles de carácter popular.
En esta narración presenta a una pareja que no es capaz de valorar lo propio y desea lo que tienen los demás. De este modo, un hada les dará una importante lección sobre el poder de las palabras y de agradecer los regalos de la vida.
Había un matrimonio anciano, que aunque pobre, toda su vida la había pasado muy bien trabajando y cuidando de su pequeña hacienda. Una noche de invierno estaban sentados marido y mujer a la lumbre de su tranquilo hogar en amor y compaña, y en lugar de dar gracias a Dios por el bien y la paz de que disfrutaban, estaban enumerando los bienes de mayor cuantía que lograban otros, y deseando gozarlos también.
-¡Si yo en lugar de mi hacecilla -decía el viejo-, que es de mal terruño y no sirve sino para revolcadero, tuviese el rancho del tío Polainas!
-¡Y si yo -añadía su mujer-, en lugar de esta, que está en pie porque no le han dado un empujón, tuviese la casa de nuestra vecina, que está en primera vida!
-¡Si yo -proseguía el marido-, en lugar de la burra, que no puede ya ni con unas alforjas llenas de humo, tuviese el mulo del tío Polainas!
-¡Si yo -añadió la mujer- pudiese matar un puerco de 200 libras como la vecina! Esa gente, para tener las cosas, no tienen sino desearlas. ¡Quién tuviera la dicha de ver cumplidos sus deseos!
Apenas hubo dicho estas palabras, cuando vieron que bajaba por la chimenea una mujer hermosísima; era tan pequeña, que su altura no llegaba a media vara; traía, como una Reina, una corona de oro en la cabeza. La túnica y el velo que la cubrían eran diáfanos y formados de blanco humo, y las chispas que alegres se levantaron con un pequeño estallido, como cohetitos de fuego de regocijo, se colocaron sobre ellos, salpicándolos de relumbrantes lentejuelas. En la mano traía un cetro chiquito, de oro, que remataba en un carbunclo deslumbrador.
-Soy el Hada Fortunata -les dijo-; pasaba por aquí, y he oído vuestras quejas; y ya que tanto ansiáis por que se cumplan vuestros deseos, vengo a concederos la realización de tres: uno a ti, dijo a la mujer; otro a ti, dijo al marido; y el tercero ha de ser mutuo, y en él habéis de convenir los dos; este último lo otorgaré en persona mañana a estas horas, que volveré; hasta allá, tenéis tiempo de pensar cuál ha de ser.
Dicho que hubo esto, se alzó entre las llamas una bocanada de humo, en la que la bella Hechicera desapareció.
Dejo a la consideración de ustedes la alegría del buen matrimonio, y la cantidad de deseos que como pretendientes a la puerta de un ministro les asediaron a ellos. Fueron tantos, que no acertando a cual atender, determinaron dejar la elección definitiva para la mañana siguiente, y toda la noche para consultarla con la almohada, y se pusieron a hablar de otras cosas indiferentes.
A poco recayó la conversación sobre sus afortunados vecinos.
-Hoy estuve allí; estaban haciendo las morcillas -dijo el marido-. ¡Pero qué morcillas! Daba gloria verlas.
-¡Quién tuviera una de ellas aquí -repuso la mujer- para asarla sobre las brasas y cenárnosla!
Apenas lo había dicho, cuando apareció sobre las brasas la morcilla más hermosa que hubo, hay y habrá en el mundo.
La mujer se quedó mirándola con la boca abierta y los ojos asombrados. Pero el marido se levantó desesperado, y dando vueltas al cuarto, se arrancaba el cabello, diciendo:
-Por ti, que eres más golosa y comilona que la tierra, se ha desperdiciado uno de los deseos. ¡Mire usted, señor, qué mujer esta! ¡Más tonta que un habar! Esto es para desesperarse. ¡Reniego de ti y de la morcilla, y no quisiese más sino que te se pegase a las narices!
No bien lo hubo dicho, cuando ya estaba la morcilla colgando del sitio indicado.
Ahora toca el asombrarse al viejo, y desesperarse a la vieja.
-¡Te luciste, mal hablado! -exclamaba esta, haciendo inútiles esfuerzos por arrancarse el apéndice de las narices-. Si yo empleé mal mi deseo, al menos fue en perjuicio propio, y no en perjuicio ajeno; pero en el pecado llevas la penitencia, pues nada deseo, ni nada desearé sino que se me quite la morcilla de las narices.
-¡Mujer, por Dios! ¿Y el rancho?
-Nada.
-¡Mujer, por Dios! ¿Y la casa?
-Nada.
-Desearemos una mina, hija, y te haré una funda de oro para la morcilla.
-Ni que lo pienses.
-Pues qué, ¿nos vamos a quedar como estábamos?
-Este es todo mi deseo.
Por más que siguió rogando el marido, nada alcanzó de su mujer, que estaba por momentos más desesperada con su doble nariz, y apartando a duras penas al perro y al gato, que se querían abalanzar a ella.
Cuando a la noche siguiente apareció el hada y le dijeron cuál era su último deseo, les dijo:
-Ya veis cuán ciegos y necios son los hombres, creyendo que la satisfacción de sus deseos les ha de hacer felices.
No está la felicidad en el cumplimiento de los deseos, sino que está en no tenerlos; que rico es el que posee, pero feliz el que nada desea.
16. Martín pescador y el delfín pirulín - María Elena Walsh
María Elena Walsh fue una importante autora de libros infantiles, referente dentro de América Latina. En sus cuentos está presente la fantasía en historias que permiten trasladar a los niños hacia escenarios inimaginables.
Había una vez un pescador que, como todos los pescadores, se llamaba Martín. Pescaba unos peces que, como todos los peces, andaban haciendo firuletes bajo el agua.
Y el agua era de mar, de un mar que, como todos los mares, estaba lleno de olas.
Unas olas que, como todas las olas, se empujaban unas a otras diciendo patatrún, patatrún, patatrún.
Un día Martín arrojó el anzuelo y, ¡zápate!, sintió que había picado un pez muy grande. Trató de enrollar el hilo, pero el pez era fuerte y tironeaba como un camión. Tanto, tanto tironeó que arrastró a Martín por la arena de la playa. Pero Martín era muy cabeza dura. No iba a dejarse pescar así nomás, y mucho menos por un pez. De modo que con una mano se sujetó el gorro y con la otra siguió prendido de su caña.
Cuando Martín quiso acordar, ya estaba metido en el agua, arrastrado a toda velocidad hacia el fondo del mar.
–¡Qué raro!, dijo Martín, yo debería tener miedo, y sin embargo este paseo me gusta... y lo más gracioso es que no me ahogo... Lo que sucede es que, de tanto pescar, estoy “pescadizado” y puedo respirar bajo el agua.
Así pensaba cuando de pronto, ¡zápate!, su vehículo se detuvo en seco. Es decir, no tan en seco porque el mar está siempre bien mojado.
–Parece que hemos llegado, pero ¿adónde?, se preguntaba Martín muerto de curiosidad.
Había llegado a una enorme gruta llena de peces de colores que tocaban el saxofón, de langostinos vestidos de payasos, de pulpos con bonete y otras cosas rarísimas y marítimas.
Sobre la gruta había un gran cartel escrito en pescadés, que decía:
“Gran Circo del Delfín Pirulín.”
–¡Esto sí que está bueno!, pensó Martín, ¡un circo en el fondo del mar!
Inmediatamente llegaron un montón de pescadotes y arrastraron a Martín hasta la pista, en el fondo de la gruta.
Y un tiburón vestido de locutor anunció:
–¡Pasen señores, pasen a ver la maravilla del siglo, pasen a ver el fenómeno! ¡Por primera vez, en el fondo del mar, un auténtico Martín Pescador pescado! ¡Pasen, señores, y vean como el gran Delfín Domador Pirulín va a domar a este pescador salvaje!
–Eso sí que no, protestó Martín, yo quiero ver la función pero a mí no me doma nadie.
Los peces pekineses, los langostinos finos, los camarones cimarrones, el pulpo con la señora pulpa y los pulpitos, todos hicieron cola para sacar entradas y ver al fenómeno.
A Martín, claro, no le gustaba que lo miraran con ojos de pez, y forcejeaba para escaparse, pero dos enormes tiburones disfrazados de mamarrachos lo agarraron con sus aletas y no lo dejaron ni respirar, a pesar de que Martín respiraba bastante bien bajo el agua.
Por fin, entre grandes aplausos, entró el Domador, un Delfín gordo como tres buzones, con chaqueta colorada, charreteras de alga y botones de nácar.
Martín ya estaba enfurecido, y el Delfín se disponía a domarlo nada más que con una ballenita para cuellos de camisa, porque en el mar no hay sillas. Y no hay sillas, parece, porque los peces nunca se sientan.
Desfilaron cientos de miles de millones de milloncitos de millonzotes de peces y bicharracos de toda clase para ver el gran número del Circo.
Martín no se dejaba domar así nomás, pero ya se estaba cansando y tenía mucha sed, es decir, ganas de tomar un poco de aire.
Peleaban duro y parejo, y Martín ya iba a darse por vencido cuando de pronto se oyó en el Circo la siguiente palabra mágica:
–¡Pfzchztt!
A pesar de que esta palabra mágica había sido pronunciada muy bajito, su tono fue tan autoritario que el público hizo un silencio impresionante. Las ostras se quedaron con la boca abierta, y todos miraron hacia la entrada.
El Delfín Domador Pirulín se quedó quieto, dejó de domar a Martín, se quitó la gorra e inclinó la cabeza. Martín se preguntó:
–¿Y ahora qué pasa? ¿No me doman más?
Se escuchó otra vez una voz muy suave y chiquita que dijo:
–¡Pfzchztt!
Y todos, silenciosa y respetuosamente, le abrieron paso a la dueña de la voz.
Martín, que era muy educado, también se quitó el gorro y saludó.
Entraba en la gruta, lenta y majestuosa, una Mojarrita con corona de malaquita y collar de coral.
–¿Quién será ésta, que los deja a todos con la boca abierta?, se preguntó Martín.
El Delfín Domador Pirulín le adivinó el pensamiento y le dijo al oído:
–Es Su Majestad Mojarrita V, Reina del Mar, el Agua Fría y el Río Samborombón.
–Ah, comentó Martín, ...me parece cara conocida.
La Reina Mojarrita se acercó a Martín y le dio un besito, ante el asombro y la envidia de todos. Martín se puso colorado y no supo qué pensar de todo esto.
Después de un largo y misterioso silencio, la Reina habló, con una voz tan chiquita que tuvieron que alcanzarle un caracol como micrófono.
Y dijo así:
–¡Pfzchzit! Yo, Mi Majestad Mojarrita V, Reina del Mar, el Agua Fría y el Río Samborombón, ordeno: ¡Basta de domar al Martín Pescador! ¡Basta, requetebasta, y el que lo dome va a parar a la canasta, y el que sea domador va a parar al asador!
–Gracias, Majestad, tartamudeó Martín emocionado.
–¡Pfzchztt!, prosigo, interrumpió la Reina; Martín me pescó una vez, hace un mes o cinco o tres, cuando yo era chiquita y me bañaba en camisón en el Río Samborombón.
–Claro, dijo Martín, ya me acuerdo, con razón me resultaba cara conocida, Majestad...
–¡Pfzchztt!, prosigo, interrumpió la Reina; Martín me pescó, pero le di lástima y, sin saber que yo era Princesa, volvió a tirarme al agua. Ahora yo quiero devolverlo a la tierra, y lo enviaré en mi propia carroza lleno de regalos y paquetitos.
Y así fue como Martín volvió a su playa en una gran carroza tirada por 25.000 tiburones disfrazados de bomberos, mientras la banda de langostinos tocaba un vals, las ostras le tiraban perlas y el Delfín Domador Pirulín le hacía grandes reverencias.
Martín volvió a su casa y, como no era mentiroso, todo el mundo creyó en su aventura.
Lo único que no le creyeron del todo fue que Su Majestad Mojarrita V, Reina del Mar, el Agua Fría y el Río Samborombón no sólo le hubiera dado un besito al reconocerlo, sino que le había dado otro besito al despedirlo.
Y así llegamos al fin de la historia de Martín con el Delfín Pirulín.
17. El nuevo amigo - Laura García Corella
Este cuento toma como personaje principal a Blancanieves durante su estadía en el bosque con los enanitos. Así, muestra la bondad de la chica al intentar ayudar a un animal como el lobo, al que todos consideran peligroso. Gracias a que no se fijó en las apariencias, logró ser salvada de las malvadas intenciones de su madrastra.
Érase un crudo día de invierno. Caía la nieve, soplaba el viento y Blancanieves jugaba con los enanitos en el bosque. De pronto se escuchó un largo aullido.
- ¿Qué es eso? Preguntó la niña.
- Es el lobo hambriento. No debes salir porque te devoraría - le explicó el enano sabio.
Al día siguiente volvió a escucharse el aullido del lobo y Blancanieves, apenada, pensó que todos eran injustos con la fiera. En un descuido de los enanos, salió de la casita y dejó sobre la nieve un cesto de comida.
Al día siguiente cesó de nevar y se calmó el viento. Salió la muchacha a dar un paseo y vio acercarse a un cordero blanco, precioso.
- ¡Hola, hola! Dijo la niña. ¿Quieres venir conmigo?
Entonces el cordero saltó sobre Blancanieves y el lobo, oculto se lanzó sobre él, alcanzándole una dentellada. La astuta y maligna madrastra, perdió la piel del animal con que se había disfrazado y escapó lanzando espantosos gritos de dolor y miedo.
Solo entonces el lobo se volvió al monte y Blancanieves sintió su corazón estremecido, de gozo, más que por haberse salvado, por haber ganado un amigo.
18. Pulgarcito - Hermanos Grimm
Érase una vez un pobre campesino que se sentaba por las noches al fogón, atizaba el fuego y la mujer le acompañaba e hilaba. En esos momentos decía:
— ¡Qué triste es que no tengamos ningún hijo! ¡Hay tanto silencio en nuestra casa y en las otras tanto bullicio y alegría!
— Sí — contestaba la mujer, y suspiraba — : Aunque fuera uno solo y tan pequeño como un dedo pulgar, estaría contenta, y lo querríamos de todo corazón.
Aconteció que la mujer se puso malucha y a los siete meses dio a luz un niño que, aunque perfecto en todos sus miembros, no era más grande que un pulgar. A esto dijeron ellos:
— Es como lo habíamos deseado y tiene que ser nuestro hijo querido.
Y le llamaron, de acuerdo con su estatura, Pulgarcito. No permitieron que le faltara buena alimentación, pero el niño no creció más, sino que permaneció como había sido en sus primeras horas; sin embargo, miraba de forma inteligente y pronto mostró ser tan listo y hábil que le salía bien todo lo que emprendía.
Un buen día el campesino se preparaba para ir al bosque y cortar leña. Entonces se dijo: «Me gustaría que hubiera alguien que me llevara después el carro.»
— ¡Oh, padre! — gritó Pulgarcito — . Yo te llevaré el carro, ten confianza. A la hora justa estaré en el bosque.
El hombre se rió y dijo:
— ¿Cómo va a ser posible eso? Tú eres muy pequeño para llevar el caballo con las riendas.
— Eso no importa. Si madre las quiere enganchar, me pondré en la oreja del caballo y le recordaré cómo debe ir.
— Bien — dijo el padre — , vamos a intentarlo por una vez.
Cuando llegó la hora, la madre enganchó el caballo y colocó a Pulgarcito en la oreja del animal, y luego el pequeño gritó cómo debía ir el rocín: «¡Arre, arre!» Todo salió a pedir de boca como si lo hiciera un maestro, y el carro siguió el camino recto hacia el bosque. Sucedió que precisamente cuando doblaba una esquina y el pequeño gritaba: «¡Arre, arre!», se acercaron dos forasteros.
— ¡Vaya! — dijo uno — . ¿Qué es esto? Ahí viene un carro y un cochero le grita al caballo, pero no se le puede ver.
— Esto no marcha por medios naturales — dijo el otro — , seguiremos el carro y veremos dónde se para.
El carro entró a toda prisa en el bosque y fue justo hasta el sitio donde estaba cortada la leña. Cuando Pulgarcito vio a su padre le gritó:
— ¿Ves, papá? Aquí estoy con el carro; ahora bájame.
El padre sujetó al caballo con la mano izquierda y cogió con la derecha de la oreja a su hijito, que se sentó contento en una brizna de paja. Cuando ambos forasteros vieron a Pulgarcito, no sabían qué decir de asombro. Entonces uno de ellos llevó al otro a un lado y dijo:
— Oye, el pequeño muchacho podría ser nuestra fortuna si lo exhibimos por dinero en una gran ciudad. Vamos a comprarlo.
Fueron hacia el campesino y dijeron:
— Véndenos al pequeño hombrecito, le irá bien con nosotros.
— No — dijo el padre — . Es mi tesoro y no lo pongo en venta por todo el oro del mundo.
Pulgarcito, sin embargo, cuando oyó el trato, se subió al pliegue de la chaqueta de su padre, se le puso en la espalda y le susurró al oído:
— ¡Oh, padre, entrégame! Ya verás cómo vuelvo otra vez.
Entonces el padre lo dio por una buena pieza de oro.
— ¿Dónde te quieres sentar? — le dijeron.
— ¡Ay! Sentadme en el ala de vuestro sombrero, así puedo pasearme de un lado a otro y contemplar el paisaje sin caerme.
Hicieron su voluntad, y cuando Pulgarcito se hubo despedido de su padre, se pusieron en camino. Así anduvieron hasta que ha- bía anochecido; entonces dijo el pequeño:
— Bajadme, tengo que hacer una necesidad.
— Sigue ahí arriba — dijo el hombre en cuya cabeza estaba Pulgarcito — . No me importará. También los pájaros me dejan caer algo de vez en cuando.
— No — dijo Pulgarcito — , yo sé lo que es conveniente, bájame deprisa.
El hombre se quitó el sombrero y puso al pequeño en un campo al lado del camino. Entonces saltó y se arrastró entre unos terrones de tierra, y luego se escurrió en una madriguera de un ratón que se había buscado:
— Buenas noches, señores, volved a casa sin mí — les gritó riéndose de ellos.
Corrieron en aquella dirección y metieron juncos en la madriguera del ratón, pero todo fue en vano. Pulgarcito reculaba cada vez más, y dado que era casi totalmente de noche, tuvieron que regresar a casa, llenos de ira y con la bolsa vacía. Cuando Pulgarcito se dio cuenta de que se habían ido, salió del pasillo subterráneo a la superficie.
— En el campo es muy peligrosa la oscuridad — dijo — , se puede uno romper la crisma.
Afortunadamente tropezó con una concha de caracol vacía.
— ¡Alabado sea Dios! — exclamó — . Aquí puedo pasar la noche seguro — y se metió dentro.
Poco después, cuando precisamente estaba a punto de dormir, oyó pasar a dos hombres; uno de ellos decía:
— ¿Cómo haremos para quitarle al rico párroco el oro y la plata?
— ¡Eso os lo puedo decir yo! — gritó Pulgarcito interviniendo. — ¿Qué ha sido eso? — dijo uno de los ladrones, asustado — . He oído hablar a alguien. Se pararon y escucharon. Pulgarcito volvió a hablar: — Llevadme con vosotros, yo os ayudaré.
— ¿Dónde estás?
— Busca por el suelo y observa de dónde procede la voz — contestó él.
Por fin le encontraron los ladrones y le levantaron.
— Tú, hombrecillo, ¿cómo vas a ayudarnos? — dijeron.
— Así — contestó — : me deslizaré entre las barras de hierro hasta la habitación del párroco y os alcanzaré lo que queráis tener.
— Venga — dijeron — , vamos a ver lo que sabes hacer.
Cuando llegaron a la casa parroquial se deslizó Pulgarcito en la habitación chillando al mismo tiempo a voz en grito:
— ¿Queréis tener todo lo que hay aquí?
Los ladrones se asustaron y dijeron:
— Habla en voz baja, para que no se despierte nadie.
Pero Pulgarcito hizo como si no hubiera entendido nada y gritó de nuevo:
— ¿Qué queréis? ¿Queréis todo lo que hay aquí?
Esto lo oyó la cocinera, que dormía en la habitación de al lado, se incorporó en la cama y escuchó atentamente. Pero los ladrones, asustados, habían retrocedido un trecho de camino. Finalmente recobraron el ánimo y pensaron: «El muchachito quiere pitorrearse de nosotros.» Regresaron y le susurraron:
— Ahora ponte serio y alcánzanos algo.
Entonces Pulgarcito volvió a gritar todo lo fuerte que le permitían sus fuerzas:
— ¡Yo quiero daros, desde luego, todo! ¡Meted las manos!
Esto lo oyó claramente la criada, que estaba a la escucha, saltó de la cama y se precipitó hacia la puerta. Los ladrones se fueron corriendo como si les persiguiera el diablo. La muchacha, sin embargo, como no podía ver nada, fue a encender una luz. Cuando se aproximaba con ella, Pulgarcito se deslizó sin ser visto al granero; la muchacha, después de escudriñar por todas las esquinas y no encontrar nada, se volvió a meter en la cama, creyendo que había soñado despierta.
Pulgarcito había trepado al pajar y encontró un buen sitio para dormir; quiso descansar allí hasta que fuera de día y luego regresar a casa de sus padres. Pero antes tuvo que pasar otras aventuras.
La muchacha se levantó, cuando el día empezaba a clarear, para alimentar al ganado. Sus primeros pasos fueron hacia el granero, donde cogió una brazada de heno, precisamente aquella en la que estaba echado Pulgarcito durmiendo. Pero dormía tan profundamente que no se dio cuenta, y no se despertó hasta que estaba en el hocico de la vaca, que lo había arrebañado con el heno.
— ¡Dios mío! ¿Pero cómo he venido a parar a este molino triturador?
Pronto se dio cuenta de dónde estaba. Esto significaba tener cuidado de no ir a parar entre los dientes y no ser triturado, teniendo que deslizarse luego hasta el estómago.
— En este cuartito se han olvidado de las ventanas — dijo — y si no sale el sol, tampoco traerán una luz.
Desde luego no le gustó para nada el alojamiento, y lo peor de todo es que cada vez entraba más heno por la puerta y el sitio se hacía cada vez más estrecho. Finalmente, muerto de miedo, gritó todo lo fuerte que pudo:
— ¡Por favor, no me traigas más pasto fresco, no me traigas más pasto fresco!
La muchacha, que estaba ordeñando en aquel momento a la vaca, cuando oyó aquello, sin ver a nadie, y reconoció la misma voz que había oído por la noche, se asustó tanto que se cayó de la silla y tiró la leche. Apresuradamente corrió hasta su señor y dijo:
— ¡Dios mío, señor párroco, la vaca ha hablado!
— ¡Estás loca! — contestó el párroco, pero él mismo fue al establo para investigar lo que pasaba.
Apenas había puesto el pie en él, cuando Pulgarcito gritó de nuevo:
— ¡No me des más pasto fresco, no quiero más pasto fresco!
El mismo párroco se asustó, pensó que era un espíritu malo que se había asentado en la vaca y la hizo matar. Fue sacrificada, y el estómago donde estaba escondido Pulgarcito fue echado al estiércol. A Pulgarcito le costó mucho salir de allí y también le costó Dios y ayuda, aunque lo consiguió, hacerse sitio, pero precisamente cuando había conseguido sacar la cabeza le ocurrió una nueva desgracia: un lobo hambriento se acercó y se tragó el estómago de un golpe. Pulgarcito no se desanimó: «Quizá — pensaba — sea posible hablar con el lobo», y gritó desde la barriga:
— ¡Querido lobo, yo sé dónde tienes una comida magnífica!
— ¿Dónde se puede obtener?
— En esa casa; tienes que meterte por la alcantarilla y encontrarás pasteles, tocino y salchichas en la cantidad que quieras — y le describió exactamente la casa de sus padres.
El lobo no se lo hizo repetir dos veces y se metió por la noche en la alcantarilla y se comió las provisiones a placer. Cuando ya se había hartado quiso marcharse de nuevo, pero se había hinchado tanto que no pudo pasar por el mismo camino. Con esto había contado Pulgarcito y comenzó a hacer en el cuerpo del lobo un ruido estruendoso, alborotando y gritando todo lo más que le era posible.
— ¿Quieres estarte quieto? — dijo el lobo — . Vas a despertar a la gente.
— ¿Qué dices? — contestó el pequeño — . Tú has comido todo lo que te apetecía y yo quiero divertirme — y comenzó de nuevo a gritar a todo pulmón. A consecuencia de esto se despertaron, por fin, el padre y la madre, fueron a la despensa y miraron a través de la rendija de la puerta. Cuando vieron que allí había un lobo, se alejaron; el hombre cogió un hacha y la mujer la guadaña.
— Quédate ahí atrás — dijo el hombre, cuando entraron en la despensa — . En cuanto yo le haya dado un golpe, carga tú contra él y ábrele el cuerpo.
Entonces oyó Pulgarcito la voz de su padre y dijo:
— ¡Querido padre, estoy aquí, en el cuerpo del lobo!
El padre habló lleno de alegría:
— ¡Alabado sea Dios! Hemos encontrado de nuevo a nuestro querido hijo — e hizo que la mujer dejara de lado la guadaña para que Pulgarcito no sufriera daño; luego levantó el brazo y le propinó al lobo tal golpe en la cabeza que éste se desplomó muerto. A continuación fueron a buscar un cuchillo y unas tijeras, le abrieron el cuerpo y sacaron al pequeño.
— ¡Ay, qué miedo hemos pasado por ti!
— Sí, padre, yo me he paseado por el mundo, pero afortunadamente puedo respirar otra vez aire puro.
— ¿En dónde has estado?
— ¡Huy, padre! He estado en el agujero de un ratón, en la barriga de una vaca y en la tripa del lobo; ahora me quedo con vosotros.
— Y nosotros no te venderemos por todo el oro del mundo — dijeron los padres, abrazando y besando a su amado Pulgarcito. Le dieron de comer y beber y mandaron hacerle nuevos trajes, pues los suyos se habían estropeado en el viaje.
Pulgarcito, a pesar de su tamaño, enfrenta peligros gigantescos y engaña a quienes lo subestiman. Se mueve por inteligencia y no por fuerza.
De esta manera, demuesta que la valía no depende del cuerpo ni del origen, sino del espíritu. La inteligencia puede más que cualquier desventaja aparente.
19. La bella y la bestia - Jeanne-Marie Leprince de Beaumont
Había una vez un mercader adinerado que tenía tres hijas. Las tres eran muy hermosas, pero lo era especialmente la más joven, a quien todos llamaban desde pequeña Bella. Además de bonita, era también bondadosa y por eso sus orgullosas hermanas la envidiaban y la consideraban estúpida por pasar el día tocando el piano y rodeada de libros.
Sucedió que repentinamente el mercader perdió todo cuanto tenía y no le quedó nada más que una humilde casa en el campo. Tuvo que trasladarse allí con sus hijas y les dijo que no les quedaba más remedio que aprender a labrar la tierra. Las dos hermanas mayores se negaron desde el primer momento, mientras que Bella se enfrentó con determinación a la situación:
- Llorando no conseguiré nada, trabajando sí. Puedo ser feliz aunque sea pobre.
Así que Bella era quien lo hacía todo. Preparaba la comida, limpiaba la casa, cultivaba la tierra y hasta encontraba tiempo para leer. Sus hermanas, lejos de estarle agradecidas, la insultaban y se burlaban de ella.
Llevaban un año viviendo así cuando el mercader recibió una carta en la que le informaban de que un barco que acababa de arribar traía mercancías suyas. Al oír la noticias, las hijas mayores sólo pensaron en que podrían recuperar su vida anterior y se apresuraron a pedirle a su padre que les trajera caros vestidos. En cambio, Bella sólo pidió a su padre unas sencillas rosas, ya que por allí no crecía ninguna.
De este modo, el mercader viajó para recuperar sus mercancías. Cuando no le quedaba mucho para llegar hasta la casa, se desató una tormenta de nieve terrible. Estaba muerto de frío y hambre y los aullidos de los lobos sonaban cada vez más cerca. Entonces, vio una lejana luz que provenía de un castillo.
Al llegar allí, entró y no encontró a nadie. Sin embargo, el fuego estaba encendido y la mesa rebosaba comida. Tenía tanta hambre que no pudo evitar probarla.
Se sintió tan cansado que encontró un aposento y se acostó en la cama. Al día siguiente encontró ropas limpias en su habitación y una taza de chocolate caliente esperándole. El hombre estaba seguro de que el castillo tenía que ser de un hada buena.
A punto estaba de marcharse y al ver las rosas del jardín recordó la promesa que había hecho a Bella. Se dispuso a cortarlas cuando sonó un estruendo terrible y apareció ante él una bestia enorme.
- ¿Así es como pagas mi gratitud?
- ¡Lo siento! Yo sólo pretendía… son para una de mis hijas…
- ¡Basta! Te perdonaré la vida con la condición de que una de tus hijas me ofrezca la suya a cambio. Ahora ¡ándate!
El hombre llegó a casa exhausto y apesadumbrado, porque sabía que sería la última vez que volvería a ver a sus tres hijas.
Entregó las rosas a Bella y les contó lo que había sucedido. Las hermanas de Bella comenzaron a insultarla, a llamarla caprichosa y a decirle que tenía la culpa de todo.
- Iré yo, dijo con firmeza
- ¿Cómo dices Bella?, preguntó el padre
- He dicho que seré yo quien vuelva al castillo y entregue su vida a la bestia. Por favor padre.
Cuando Bella llegó al castillo se asombró de su esplendor. Más aún cuando encontró escrito en una puerta “aposento de Bella” y encontró un piano y una biblioteca. Pero se sentó en su cama y deseó con tristeza saber qué estaría haciendo su padre en aquel momento. Entonces levantó la vista y vio un espejo en el que se reflejaba su casa y a su padre llegando a ella.
Bella empezó a pensar que la bestia no era tal y que era en realidad un ser muy amable.
Esa noche bajó a cenar y aunque estuvo muy nerviosa al principio, fue dándose cuenta de lo humilde y bondadoso que era la bestia.
- Si hay algo que desees no tienes más que pedírmelo - dijo la bestia.
Con el tiempo, Bella comenzó a sentir afecto por la bestia. Se daba cuenta de lo mucho que se esforzaba por complacerla y todos los días descubría en él nuevas virtudes. Pero pese a eso, cuando la bestia le preguntaba si quería ser su esposa, ella siempre contestaba con honestidad:- Lo siento. Eres muy bueno, pero no creo que pueda casarme contogo.
La Bestia no se enfadaba, sino que lanzaba un largo suspiro y desaparecía.
Un día, Bella le pidió a la bestia que le dejara ir a ver a su padre, ya que había caído enfermo. La bestia no puso ningún impedimento y sólo le pidió que por favor volviera pronto si no quería encontrárselo muerto de tristeza.
- No dejaré que mueras bestia. Te prometo que volveré en ocho días - dijo Bella.
Bella estuvo en casa de su padre durante diez días. Pensaba ya en volver cuando soñó con la bestia yaciendo en el jardín del castillo medio muerta.
Regresó de inmediato al castillo y no lo vio por ninguna parte. Recordó su sueño y lo encontró en el jardín. La pobre bestia no había podido soportar estar lejos de ella.
- No te preocupes. Muero tranquilo porque he podido verte una vez más.
- ¡No! ¡No os puedes morir! ¡Seré tu esposa!
Entonces una luz maravillosa iluminó el castillo, sonaron las campanas y estallaron fuegos artificiales. Bella se dio la vuelta hacia la bestia y, ¿dónde estaba? En su lugar había un apuesto príncipe que le sonreía dulcemente.
- Gracias Bella. Has logrado romper el hechizo. Un hada me condenó a vivir con esta forma hasta que encontrase a una joven capaz de amarme y casarse conmigo.
El príncipe se casó con Bella y ambos vivieron juntos y felices durante muchos muchos años.
Este relato enseña la necesidad de no dejarse llevar por las apariencias, pues muchas veces las cosas no son como parecen. Gracias a que Bella fue capaz de encontrar la belleza donde nadie más podía, logró encontrar el amor verdadero.
20. La liebre y la tortuga - Esopo
En el mundo de los animales vivía una liebre muy orgullosa, porque ante todos decía que era la más veloz. Por eso, constantemente se reía de la lenta tortuga.
-¡Miren la tortuga! ¡Eh, tortuga, no corras tanto que te vas a cansar de ir tan de prisa! -decía la liebre riéndose de la tortuga.
Un día, conversando entre ellas, a la tortuga se le ocurrió de pronto hacerle una rara apuesta a la liebre.
-Estoy segura de poder ganarte una carrera -le dijo.
-¿A mí? -preguntó, asombrada, la liebre.
-Pues sí, a ti. Pongamos nuestra apuesta en aquella piedra y veamos quién gana la carrera.
La liebre, muy divertida, aceptó.
Todos los animales se reunieron para presenciar la carrera. Se señaló cuál iba a ser el camino y la llegada. Una vez estuvo listo, comenzó la carrera entre grandes aplausos.
Confiada en su ligereza, la liebre dejó partir a la tortuga y se quedó remoloneando. ¡Vaya si le sobraba el tiempo para ganarle a tan lerda criatura!
Luego, empezó a correr, corría veloz como el viento mientras la tortuga iba despacio, pero, eso sí, sin parar. Enseguida, la liebre se adelantó muchísimo.Se detuvo al lado del camino y se sentó a descansar.
Cuando la tortuga pasó por su lado, la liebre aprovechó para burlarse de ella una vez más. Le dejó ventaja y nuevamente emprendió su veloz marcha.
Varias veces repitió lo mismo, pero, a pesar de sus risas, la tortuga siguió caminando sin detenerse. Confiada en su velocidad, la liebre se tumbó bajo un árbol y ahí se quedó dormida.
Mientras tanto, pasito a pasito, y tan ligero como pudo, la tortuga siguió su camino hasta llegar a la meta. Cuando la liebre se despertó, corrió con todas sus fuerzas pero ya era demasiado tarde, la tortuga había ganado la carrera.
Aquel día fue muy triste para la liebre y aprendió una lección que no olvidaría jamás: No hay que burlarse jamás de los demás.
Esta historia enseña que la mayoría de las veces es mejor la perseverancia, tal como demostró la tortuga. De este modo, aunque la liebre tenía ventaja sobre su competidora, pecó de soberbia y le fue imposible vencer la determinación de su amiga.
Revisa La liebre y la tortuga: guía para padres y maestros
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