12 cuentos clásicos de los hermanos Grimm para niños
Los cuentos de hadas de los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm son historias que han pasado a formar parte del imaginario colectivo y que han acompañado a miles de generaciones de niños a través de los años.
La dupla decidió recorrer Alemania para recopilar la tradición oral con un interés antropológico y lingüístico. Sin embargo, luego de las primeras ediciones, descubrieron que su mayor público era infantil. Por ello, en 1857 apareció la obra definitiva en que se eliminaron las partes más escabrosas, que incluían sexo, violencia y otros temas para público adulto.
Otro aspecto importante es que revolucionaron el mercado de libros ilustrados, pues acompañaron las historias con imágenes alusivas y así fue como surgieron los textos infantiles tal como los conocemos hoy.
1. Blancanieves
Era un crudo día de invierno, y los copos de nieve caían del cielo como blancas plumas. La Reina cosía junto a una ventana, cuyo marco era de ébano. Y como mientras cosía miraba caer los copos, con la aguja se pinchó un dedo, y tres gotas de sangre fueron a caer sobre la nieve. El rojo de la sangre se destacaba bellamente sobre el fondo blanco, y ella pensó: “¡Ah, si pudiere tener una hija que fuere blanca como nieve, roja como la sangre y negra como el ébano de esta ventana!”. No mucho tiempo después le nació una niña que era blanca como la nieve, sonrosada como la sangre y de cabello negro como la madera de ébano; y por eso le pusieron por nombre Blancanieves. Pero al nacer ella, murió la Reina.
Un año más tarde, el Rey volvió a casarse. La nueva Reina era muy bella, pero orgullosa y altanera, y no podía sufrir que nadie la aventajase en hermosura. Tenía un espejo prodigioso, y cada vez que se miraba en él, le preguntaba:
“Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?”. Y el espejo le contestaba, invariablemente:
“Señora Reina, eres la más hermosa en todo el país”.
La Reina quedaba satisfecha, pues sabía que el espejo decía siempre la verdad. Blancanieves fue creciendo y se hacía más bella cada día. Cuando cumplió los siete años, era tan hermosa como la luz del día, y mucho más que la misma Reina. Al preguntar ésta un día al espejo:
“Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?”. Respondió el espejo:
“Señora Reina, tú eres como una estrella, pero Blancanieves es mil veces más bella”.
Se espantó la Reina, palideciendo de envidia y, desde entonces, cada vez que veía a Blancanieves sentía que se le revolvía el corazón; tal era el odio que abrigaba contra ella. Y la envidia y la soberbia, como las malas hierbas, crecían cada vez más altas en su alma, no dejándole un instante de reposo, de día ni de noche.
Finalmente, llamó un día a un servidor y le dijo:
-Llévate a la niña al bosque; no quiero tenerla más tiempo ante mis ojos. La matarás, y en prueba de haber cumplido mi orden, me traerás sus pulmones y su hígado.
Obedeció el cazador y se marchó al bosque con la muchacha. Pero cuando se disponía a clavar su cuchillo de monte en el inocente corazón de la niña, se echó ésta a llorar:
-¡Piedad, buen cazador, déjame vivir! -suplicaba-. Me quedaré en el bosque y jamás volveré al palacio.
Y era tan hermosa, que el cazador, apiadándose de ella, le dijo:
-¡Márchate entonces, pobrecilla!
Y pensó: “No tardarán las fieras en devorarte”.
Sin embargo, le pareció como si se le quitase una piedra del corazón por no tener que matarla. Y como acertara a pasar por allí un cachorro de jabalí, lo degolló, le sacó los pulmones y el hígado, y se los llevó a la Reina como prueba de haber cumplido su mandato. La perversa mujer los entregó al cocinero para que se los guisara, y se los comió convencida de que comía la carne de Blancanieves.
La pobre niña se encontró sola y abandonada en el inmenso bosque. Se moría de miedo, y el menor movimiento de las hojas de los árboles le daba un sobresalto. No sabiendo qué hacer, echó a correr por entre espinos y piedras puntiagudas, y los animales de la selva pasaban saltando por su lado sin causarle el menor daño. Siguió corriendo mientras la llevaron los pies y hasta que se ocultó el sol. Entonces vio una casita y entró en ella para descansar.
Todo era diminuto en la casita, pero tan primoroso y limpio, que no hay palabras para describirlo. Había una mesita cubierta con un mantel blanquísimo, con siete minúsculos platitos y siete vasitos; y al lado de cada platito había su cucharilla, su cuchillito y su tenedorcito. Alineadas junto a la pared se veían siete camitas, con sábanas de inmaculada blancura.
Blancanieves, como estaba muy hambrienta, comió un poquito de legumbres y un bocadito de pan de cada plato, y bebió una gota de vino de cada copita, pues no quería tomarlo todo de uno solo. Luego, sintiéndose muy cansada, quiso echarse en una de las camitas; pero ninguna era de su medida: resultaba demasiado larga o demasiado corta; hasta que, por fin, la séptima le vino bien; se acostó en ella, se encomendó a Dios y se quedó dormida.
Cerrada ya la noche, llegaron los dueños de la casita, que eran siete enanos que se dedicaban a excavar minerales en el monte. Encendieron sus siete lamparillas y, al iluminarse la habitación, vieron que alguien había entrado, pues las cosas no estaban en el orden en que ellos las habían dejado al marcharse.
Dijo el primero:
-¿Quién se sentó en mi sillita?
El segundo:
-¿Quién ha comido de mi platito?
El tercero:
-¿Quién ha cortado un poco de mi pan?
El cuarto:
-¿Quién ha comido de mi verdurita?
El quinto:
-¿Quién ha pinchado con mi tenedorcito?
El sexto:
-¿Quién ha cortado con mi cuchillito?
Y el séptimo:
-¿Quién ha bebido de mi vasito?
Luego, el primero, recorrió la habitación y, viendo un pequeño hueco en su cama, exclamó alarmado:
-¿Quién se ha subido en mi camita?
Acudieron corriendo los demás y exclamaron todos:
-¡Alguien estuvo echado en la mía!
Pero el séptimo, al examinar la suya, descubrió a Blancanieves, dormida en ella. Llamó entonces a los demás, los cuales acudieron presurosos y no pudieron reprimir sus exclamaciones de admiración cuando, acercando las siete lamparillas, vieron a la niña.
-¡Oh, Dios mío; oh, Dios mío! -decían-, ¡qué criatura más hermosa!
Y fue tal su alegría, que decidieron no despertarla, sino dejar que siguiera durmiendo en la camita. El séptimo enano se acostó junto a sus compañeros, una hora con cada uno, y así transcurrió la noche. Al clarear el día se despertó Blancanieves y, al ver a los siete enanos, tuvo un sobresalto. Pero ellos la saludaron afablemente y le preguntaron:
-¿Cómo te llamas?
-Me llamo Blancanieves -respondió ella.
-¿Y cómo llegaste a nuestra casa? -siguieron preguntando los hombrecillos. Entonces ella les contó que su madrastra había dado orden de matarla, pero que el cazador le había perdonado la vida, y ella había estado corriendo todo el día, hasta que, al atardecer, encontró la casita.
Dijeron los enanos:
-¿Quieres cuidar de nuestra casa? ¿Cocinar, hacer las camas, lavar, remendar la ropa y mantenerlo todo ordenado y limpio? Si es así, puedes quedarte con nosotros y nada te faltará.
-¡Sí! -exclamó Blancanieves-. Con mucho gusto -y se quedó con ellos.
A partir de entonces, cuidaba la casa con todo esmero. Por la mañana, ellos salían a la montaña en busca de mineral y oro, y al regresar, por la tarde, encontraban la comida preparada. Durante el día, la niña se quedaba sola, y los buenos enanitos le advirtieron:
-Guárdate de tu madrastra, que no tardará en saber que estás aquí. ¡No dejes entrar a nadie!
La Reina, entretanto, desde que creía haberse comido los pulmones y el hígado de Blancanieves, vivía segura de volver a ser la primera en belleza. Se acercó un día al espejo y le preguntó:
“Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?”. Y respondió el espejo:
“Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella”.
La Reina se sobresaltó, pues sabía que el espejo jamás mentía, y se dio cuenta de que el cazador la había engañado, y que Blancanieves no estaba muerta. Pensó entonces en otra manera de deshacerse de ella, pues mientras hubiese en el país alguien que la superase en belleza, la envidia no la dejaría reposar. Finalmente, ideó un medio. Se tiznó la cara y se vistió como una vieja buhonera, quedando completamente desconocida.
Así disfrazada se dirigió a las siete montañas y, llamando a la puerta de los siete enanitos, gritó:
-¡Vendo cosas buenas y bonitas!
Se asomó Blancanieves a la ventana y le dijo:
-¡Buenos días, buena mujer! ¿Qué traes para vender?
-Cosas finas, cosas finas -respondió la Reina-. Lazos de todos los colores -y sacó uno trenzado de seda multicolor.
“Bien puedo dejar entrar a esta pobre mujer”, pensó Blancanieves y, abriendo la puerta, compró el primoroso lacito.
-¡Qué linda eres, niña! -exclamó la vieja-. Ven, que yo misma te pondré el lazo.
Blancanieves, sin sospechar nada, se puso delante de la vendedora para que le atase la cinta alrededor del cuello, pero la bruja lo hizo tan bruscamente y apretando tanto, que a la niña se le cortó la respiración y cayó como muerta.
-¡Ahora ya no eres la más hermosa! -dijo la madrastra, y se alejó precipitadamente.
Al cabo de poco rato, ya anochecido, regresaron los siete enanos. Imagínense su susto cuando vieron tendida en el suelo a su querida Blancanieves, sin moverse, como muerta. Corrieron a incorporarla y viendo que el lazo le apretaba el cuello, se apresuraron a cortarlo. La niña comenzó a respirar levemente, y poco a poco fue volviendo en sí. Al oír los enanos lo que había sucedido, le dijeron:
-La vieja vendedora no era otra que la malvada Reina. Guárdate muy bien de dejar entrar a nadie, mientras nosotros estemos ausentes.
La mala mujer, al llegar a palacio, corrió ante el espejo y le preguntó:
“Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?”. Y respondió el espejo, como la vez anterior:
“Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella”.
Al oírlo, del despecho, toda la sangre le afluyó al corazón, pues supo que Blancanieves continuaba viviendo. “Esta vez -se dijo- idearé una trampa de la que no te escaparás”, y, valiéndose de las artes diabólicas en que era maestra, fabricó un peine envenenado. Luego volvió a disfrazarse, adoptando también la figura de una vieja, y se fue a las montañas y llamó a la puerta de los siete enanos.
-¡Buena mercancía para vender! -gritó.
Blancanieves, asomándose a la ventana, le dijo:
-Sigue tu camino, que no puedo abrirle a nadie.
-¡Al menos podrás mirar lo que traigo! -respondió la vieja y, sacando el peine, lo levantó en el aire. Pero le gustó tanto el peine a la niña que, olvidándose de todas las advertencias, abrió la puerta.
Cuando se pusieron de acuerdo sobre el precio dijo la vieja:
-Ven que te peinaré como Dios manda.
La pobrecilla, no pensando nada malo, dejó hacer a la vieja; mas apenas hubo ésta clavado el peine en el cabello, el veneno produjo su efecto y la niña se desplomó insensible.
-¡Dechado de belleza -exclamó la malvada bruja-, ahora sí que estás lista! -y se marchó.
Pero, afortunadamente, faltaba poco para la noche, y los enanitos no tardaron en regresar. Al encontrar a Blancanieves inanimada en el suelo, enseguida sospecharon de la madrastra y, buscando, descubrieron el peine envenenado. Se lo quitaron rápidamente y, al momento, volvió la niña en sí y les explicó lo ocurrido. Ellos le advirtieron de nuevo que debía estar alerta y no abrir la puerta a nadie.
La Reina, de regreso en palacio, fue directamente a su espejo:
“Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?”. Y como las veces anteriores, respondió el espejo, al fin:
“Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella”.
Al oír estas palabras del espejo, la malvada bruja se puso a temblar de rabia.
-¡Blancanieves morirá -gritó-, aunque me haya de costar a mí la vida!
Y, bajando a una cámara secreta donde nadie tenía acceso sino ella, preparó una manzana con un veneno de lo más virulento. Por fuera era preciosa, blanca y sonrosada, capaz de hacer la boca agua a cualquiera que la viese. Pero un solo bocado significaba la muerte segura. Cuando tuvo preparada la manzana, se pintó nuevamente la cara, se vistió de campesina y se encaminó a las siete montañas, a la casa de los siete enanos. Llamó a la puerta. Blancanieves asomó la cabeza a la ventana y dijo:
-No debo abrir a nadie; los siete enanitos me lo han prohibido.
-Como quieras -respondió la campesina-. Pero yo quiero deshacerme de mis manzanas. Mira, te regalo una.
-No -contestó la niña-, no puedo aceptar nada.
-¿Temes acaso que te envenene? -dijo la vieja-. Fíjate, corto la manzana en dos mitades: tú te comes la parte roja, y yo la blanca.
La fruta estaba preparada de modo que sólo el lado encarnado tenía veneno. Blancanieves miraba la fruta con ojos codiciosos, y cuando vio que la campesina la comía, ya no pudo resistir. Alargó la mano y tomó la mitad envenenada. Pero no bien se hubo metido en la boca el primer trocito, cayó en el suelo, muerta. La Reina la contempló con una mirada de rencor, y, echándose a reír, dijo:
-¡Blanca como la nieve; roja como la sangre; negra como el ébano! Esta vez, no te resucitarán los enanos.
Y cuando, al llegar a palacio, preguntó al espejo:
“Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?”. Le respondió el espejo, al fin:
“Señora Reina, eres la más hermosa en todo el país”.
Sólo entonces se aquietó su envidioso corazón, suponiendo que un corazón envidioso pudiera aquietarse.
Los enanitos, al volver a su casa aquella noche, encontraron a Blancanieves tendida en el suelo, sin que de sus labios saliera el hálito más leve. Estaba muerta. La levantaron, miraron si tenía encima algún objeto emponzoñado, la desabrocharon, le peinaron el pelo, la lavaron con agua y vino, pero todo fue inútil. La pobre niña estaba muerta y bien muerta. La colocaron en un ataúd, y los siete, sentándose alrededor, la estuvieron llorando por espacio de tres días. Luego pensaron en darle sepultura; pero viendo que el cuerpo se conservaba lozano, como el de una persona viva, y que sus mejillas seguían sonrosadas, dijeron:
-No podemos enterrarla en el seno de la negra tierra -y mandaron fabricar una caja de cristal transparente que permitiese verla desde todos los lados. La colocaron en ella y grabaron su nombre con letras de oro: “Princesa Blancanieves”. Después transportaron el ataúd a la cumbre de la montaña, y uno de ellos, por turno, estaba siempre allí velándola. Y hasta los animales acudieron a llorar a Blancanieves: primero, una lechuza; luego, un cuervo y, finalmente, una palomita.
Y así estuvo Blancanieves mucho tiempo, reposando en su ataúd, sin descomponerse, como dormida, pues seguía siendo blanca como la nieve, roja como la sangre y con el cabello negro como ébano. Sucedió, entonces, que un príncipe que se había metido en el bosque se dirigió a la casa de los enanitos, para pasar la noche. Vio en la montaña el ataúd que contenía a la hermosa Blancanieves y leyó la inscripción grabada con letras de oro. Dijo entonces a los enanos:
-Denme el ataúd, pagaré por él lo que me pidan.
Pero los enanos contestaron:
-Ni por todo el oro del mundo lo venderíamos.
-En tal caso, regálenmelo -propuso el príncipe-, pues ya no podré vivir sin ver a Blancanieves. La honraré y reverenciaré como a lo que más quiero.
Al oír estas palabras, los hombrecillos sintieron compasión del príncipe y le regalaron el féretro. El príncipe mandó que sus criados lo transportasen en hombros. Pero ocurrió que en el camino tropezaron contra una mata, y de la sacudida saltó de la garganta de Blancanieves el bocado de la manzana envenenada, que todavía tenía atragantado. Y, al poco rato, la princesa abrió los ojos y recobró la vida.
Levantó la tapa del ataúd, se incorporó y dijo:
-¡Dios Santo!, ¿dónde estoy?
Y el príncipe le respondió, loco de alegría:
-Estás conmigo -y, después de explicarle todo lo ocurrido, le dijo:
-Te quiero más que a nadie en el mundo. Ven al castillo de mi padre y serás mi esposa.
Accedió Blancanieves y se marchó con él al palacio, donde enseguida se dispuso la boda, que debía celebrarse con gran magnificencia y esplendor.
A la fiesta fue invitada también la malvada madrastra de Blancanieves. Una vez que se hubo ataviado con sus vestidos más lujosos, fue al espejo y le preguntó:
“Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?”. Y respondió el espejo:
“Señora Reina, eres aquí como una estrella, pero la reina joven es mil veces más bella”.
La malvada mujer soltó una palabrota y tuvo tal sobresalto, que quedó como fuera de sí. Su primer propósito fue no ir a la boda. Pero la inquietud la roía, y no pudo resistir al deseo de ver a aquella joven reina. Al entrar en el salón reconoció a Blancanieves, y fue tal su espanto y pasmo, que se quedó clavada en el suelo sin poder moverse. Pero habían puesto ya al fuego unas zapatillas de hierro y estaban incandescentes. Tomándolas con tenazas, la obligaron a ponérselas, y hubo de bailar con ellas hasta que cayó muerta.
En este clásica historia se presentan elementos como la inocencia perseguida, el contraste entre la belleza externa y la maldad interior, así como la lucha entre el bien y el mal.
Por su parte, el espejo mágico simboliza la obsesión con la apariencia, mientras que la figura de los enanitos representa la bondad y la solidaridad en medio del peligro.
Se trata de un poderoso mensaje para los niños, ya que transmite la importancia de la pureza de corazón y la verdad frente a la vanidad, la envidia y la maldad.
Así, Blancanieves enseña que la bondad, aunque vulnerable, termina triunfando sobre el odio y que la belleza verdadera no se encuentra en el espejo, sino en las acciones.
2. Hansel y Gretel
Junto a un bosque muy grande vivía un pobre leñador con su mujer y dos hijos; el niño se llamaba Hänsel y la niña, Gretel. Apenas tenían qué comer, y en una época de carestía que sufrió el país, llegó un momento en que el hombre ni siquiera podía ganarse el pan de cada día. Estaba el leñador una noche en la cama, cavilando y revolviéndose, sin que las preocupaciones le dejaran pegar el ojo; finalmente dijo, suspirando, a su mujer:
-¿Qué va a ser de nosotros? ¿Cómo alimentar a los pobres pequeños, puesto que nada nos queda?
-Se me ocurre una cosa -respondió ella-. Mañana, de madrugada, nos llevaremos a los niños a lo más espeso del bosque. Les encenderemos un fuego, les daremos un pedacito de pan y luego los dejaremos solos para ir a nuestro trabajo. Como no sabrán encontrar el camino de vuelta, nos libraremos de ellos.
-¡Por Dios, mujer! -replicó el hombre-. Eso no lo hago yo. ¡Cómo voy a cargar sobre mí el abandonar a mis hijos en el bosque! No tardarían en ser destrozados por las fieras.
-¡No seas necio! -exclamó ella-. ¿Quieres que nos muramos de hambre los cuatro? ¡Ya puedes ponerte a aserrar las tablas de los ataúdes! -y no cesó de importunarlo hasta que el hombre accedió-. Pero me dan mucha lástima -decía.
Los dos hermanitos, a quienes el hambre mantenía siempre desvelados, oyeron lo que su madrastra aconsejaba a su padre. Gretel, entre amargas lágrimas, dijo a Hänsel:
-¡Ahora sí que estamos perdidos!
– No llores, Gretel -la consoló el niño-, y no te aflijas, que yo me las arreglaré para salir del paso.
Y cuando los viejos estuvieron dormidos, levantose, púsose la chaquetita y salió a la calle por la puerta trasera. Brillaba una luna esplendorosa y los blancos guijarros que estaban en el suelo delante de la casa relucían como plata pura. Hänsel los fue recogiendo hasta que no le cupieron más en los bolsillos. De vuelta a su cuarto, dijo a Gretel:
-Nada temas, hermanita, y duerme tranquila: Dios no nos abandonará -y se acostó de nuevo.
A las primeras luces del día, antes aún de que saliera el sol, la mujer fue a llamar a los niños:
-¡Vamos, holgazanes, levántense! Hemos de ir al bosque por leña -y dando a cada uno un pedacito de pan, les advirtió-: Ahí tienen esto para mediodía, pero no se lo coman antes, pues no les daré más.
Gretel se puso el pan debajo del delantal, porque Hänsel llevaba los bolsillos llenos de piedras, y emprendieron los cuatro el camino del bosque. Al cabo de un ratito de andar, Hänsel se detenía de cuando en cuando para volverse a mirar hacia la casa. Dijo el padre:
-Hänsel, no te quedes rezagado mirando atrás, ¡atención y piernas vivas!
-Es que miro el gatito blanco, que desde el tejado me está diciendo adiós -respondió el niño.
Y replicó la mujer:
-Tonto, no es el gato, sino el sol de la mañana que se refleja en la chimenea.
Pero lo que estaba haciendo Hänsel no era mirar el gato, sino ir echando blancas piedrecitas que sacaba del bolsillo a lo largo del camino.
Cuando estuvieron en medio del bosque, dijo el padre:
-Ahora recojan leña, pequeños, les encenderé un fuego para que no tengan frío.
Hänsel y Gretel reunieron un buen montón de leña menuda. Prepararon una hoguera, y cuando ya ardió con viva llama, dijo la mujer:
-Pónganse ahora al lado del fuego, chiquillos, y descansen mientras nosotros nos vamos por el bosque a cortar leña. Cuando hayamos terminado, vendremos a recogerlos.
Los dos hermanitos se sentaron junto al fuego, y al mediodía cada uno se comió su pedacito de pan. Y como oían el ruido de los hachazos, creían que su padre estaba cerca. Pero, en realidad, no era el hacha, sino una rama que él había atado a un árbol seco, y que el viento hacía chocar contra el tronco. Al cabo de mucho rato de estar allí sentados, el cansancio les cerró los ojos y se quedaron profundamente dormidos. Despertaron cuando ya era noche cerrada. Gretel se echó a llorar, diciendo:
-¿Cómo saldremos del bosque?
Pero Hänsel la consoló:
-Espera un poquitín a que brille la luna, que ya encontraremos el camino.
Y cuando la luna estuvo alta en el cielo, el niño, cogiendo de la mano a su hermanita, guiose por las guijas que, brillando como plata batida, le indicaron la ruta. Anduvieron toda la noche y llegaron a la casa al despuntar el alba. Llamaron a la puerta y les abrió la madrastra, que al verlos exclamó:
-¡Diablo de niños! ¿Qué es eso de quedarse tantas horas en el bosque? ¡Creíamos que no querían volver!
El padre, en cambio, se alegró de que hubieran vuelto, pues le remordía la conciencia por haberlos abandonado.
Algún tiempo después hubo otra época de miseria en el país, y los niños oyeron una noche cómo la madrastra, estando en la cama, decía a su marido:
-Otra vez se ha terminado todo; solo nos queda media hogaza de pan, y sanseacabó. Tenemos que deshacernos de los niños. Los llevaremos más adentro del bosque para que no puedan encontrar el camino; de otro modo, no hay salvación para nosotros.
Al padre le dolía mucho abandonar a los niños, y pensaba: “Mejor harías partiendo con tus hijos el último bocado.” Pero la mujer no quiso escuchar sus razones, y lo llenó de reproches e improperios. Quien cede la primera vez, también ha de ceder la segunda; y así el hombre no tuvo valor para negarse.
Pero los niños estaban aún despiertos y oyeron la conversación. Cuando los viejos se hubieron dormido, levantose Hänsel con intención de salir a proveerse de guijarros, como la vez anterior; pero no pudo hacerlo, pues la mujer había cerrado la puerta. Dijo, no obstante, a su hermanita, para consolarla:
-No llores, Gretel, y duerme tranquila, que Dios Nuestro Señor nos ayudará.
A la madrugada siguiente se presentó la mujer a sacarlos de la cama y les dio su pedacito de pan, más pequeño aún que la vez anterior. Camino del bosque, Hänsel iba desmigajando el pan en el bolsillo y, deteniéndose de trecho en trecho, dejaba caer miguitas en el suelo.
-Hänsel, ¿por qué te paras a mirar atrás? -preguntole el padre-. ¡Vamos, no te entretengas!
-Estoy mirando mi palomita, que desde el tejado me dice adiós.
-¡Bobo! -intervino la mujer-, no es tu palomita sino el sol de la mañana que brilla en la chimenea.
Pero Hänsel fue sembrando de migas todo el camino.
La madrastra condujo a los niños aún más adentro del bosque, a un lugar en el que nunca había estado. Encendieron una gran hoguera y la mujer les dijo:
-Quédense aquí, pequeños, y si se cansan echen una siestecita. Nosotros vamos por leña; al atardecer, cuando hayamos terminado, volveremos a recogerlos.
A mediodía, Gretel partió su pan con Hänsel, ya que él había esparcido el suyo por el camino. Luego se quedaron dormidos sin que nadie se presentara a buscar a los pobrecillos; se despertaron cuando era ya de noche oscura.
Hänsel consoló a Gretel diciéndole:
-Espera un poco, hermanita, a que salga la luna; entonces veremos las migas de pan que yo he esparcido, y que nos mostrarán el camino de vuelta.
Cuando salió la luna, se dispusieron a regresar; pero no encontraron ni una sola miga; se las habían comido los mil pajarillos que volaban por el bosque. Dijo Hänsel a Gretel:
-Ya daremos con el camino -pero no lo encontraron. Anduvieron toda la noche y todo el día siguiente, desde la madrugada hasta el atardecer, sin lograr salir del bosque; sufrían además de hambre, pues no habían comido más que unos pocos frutos silvestres recogidos del suelo. Y como se sentían tan cansados que las piernas se negaban ya a sostenerlos, echáronse al pie de un árbol y se quedaron dormidos.
Y amaneció el día tercero desde que salieron de casa. Reanudaron la marcha, pero cada vez se extraviaban más en el bosque. Si alguien no acudía pronto en su ayuda, estaban condenados a morir de hambre. Pero he aquí que hacia mediodía vieron un hermoso pajarillo, blanco como la nieve, posado en la rama de un árbol; y cantaba tan dulcemente, que se detuvieron a escucharlo. Cuando hubo terminado, abrió sus alas y emprendió el vuelo, y ellos lo siguieron hasta llegar a una casita en cuyo tejado se posó; y al acercarse vieron que la casita estaba hecha de pan y cubierta de bizcocho, y las ventanas eran de puro azúcar.
-¡Mira qué bien! -exclamó Hänsel-, aquí podremos sacar el vientre de mal año. Yo comeré un pedacito del tejado; tú, Gretel, puedes probar la ventana, verás cuán dulce es.
Se encaramó el niño al tejado y rompió un trocito para probar a qué sabía, mientras su hermanita mordisqueaba en los cristales. Entonces oyeron una voz suave que procedía del interior:
¿Será acaso la ratita
la que roe mi casita?Pero los niños respondieron:
Es el viento, es el viento
que sopla violento.Y siguieron comiendo sin desconcertarse. Hänsel, que encontraba el tejado sabrosísimo, desgajó un buen pedazo, y Gretel sacó todo un cristal redondo y se sentó en el suelo, comiendo a dos carrillos. Abriose entonces la puerta bruscamente y salió una mujer viejísima que se apoyaba en una muleta. Los niños se asustaron de tal modo que soltaron lo que tenían en las manos; pero la vieja, meneando la cabeza, les dijo:
-Hola, pequeñines, ¿quién los ha traído? Entren y quédense conmigo, no les haré ningún daño.
Y, cogiéndolos de la mano, los introdujo en la casita, donde había servida una apetitosa comida: leche con bollos azucarados, manzanas y nueces. Después los llevó a dos camitas con ropas blancas, y Hänsel y Gretel se acostaron en ellas creyéndose en el cielo.
La vieja aparentaba ser muy buena y amable, pero en realidad era una bruja malvada que acechaba a los niños para cazarlos, y había construido la casita de pan con el único objeto de atraerlos. Cuando uno caía en su poder, lo mataba, lo guisaba y se lo comía; esto era para ella un gran banquete.
Las brujas tienen los ojos rojizos y son muy cortas de vista; pero, en cambio, su olfato es muy fino, como el de los animales, por lo que desde muy lejos ventean la presencia de las personas. Cuando sintió que se acercaban Hänsel y Gretel, dijo para sus adentros, con una risotada maligna: “¡Míos son; estos no se me escapan!.”
Levantose muy de mañana, antes de que los niños se despertasen, y al verlos descansar tan plácidamente, con aquellas mejillitas tan sonrosadas y coloreadas, murmuró entre dientes: “¡Serán un buen bocado!.” Y agarrando a Hänsel con su mano seca, llevolo a un pequeño establo y lo encerró detrás de una reja. Gritó y protestó el niño con todas sus fuerzas, pero todo fue inútil.
Dirigiose entonces a la cama de Gretel y despertó a la pequeña, sacudiéndola rudamente y gritándole:
-Levántate, holgazana, ve a buscar agua y guisa algo bueno para tu hermano; lo tengo en el establo y quiero que engorde. Cuando esté bien cebado, me lo comeré.
Gretel se echó a llorar amargamente, pero en vano; hubo de cumplir los mandatos de la bruja.
Desde entonces a Hänsel le sirvieron comidas exquisitas mientras Gretel no recibía sino cáscaras de cangrejo. Todas las mañanas bajaba la vieja al establo y decía:
-Hänsel, saca el dedo, que quiero saber si estás gordo.
Pero Hänsel, en vez del dedo, sacaba un huesecito, y la vieja, que tenía la vista muy mala, pensaba que realmente era el dedo del niño y se extrañaba de que no engordara. Cuando, al cabo de cuatro semanas, vio que Hänsel continuaba tan flaco, perdió la paciencia y no quiso aguardar más tiempo:
-Anda, Gretel -dijo a la niña-, a buscar agua, ¡ligera! Esté gordo o flaco tu hermano, mañana me lo comeré.
¡Qué desconsuelo el de la hermanita, cuando venía con el agua, y cómo le corrían las lágrimas por las mejillas! “¡Dios mío, ayúdanos! -rogaba-. ¡Ojalá nos hubiesen devorado las fieras del bosque; por lo menos habríamos muerto juntos!.”
-¡Basta de lloriqueos! -gritó la vieja-; de nada han de servirte.
Por la madrugada, Gretel hubo de salir a llenar de agua el caldero y encender fuego.
-Primero coceremos pan -dijo la bruja-. Ya he calentado el horno y preparado la masa.
Y de un empujón llevó a la pobre niña hasta el horno, de cuya boca salían grandes llamas.
-Entra a ver si está bastante caliente para meter el pan -mandó la vieja.
Su intención era cerrar la puerta del horno cuando la niña estuviese en su interior, asarla y comérsela también. Pero Gretel le adivinó el pensamiento y dijo:
-No sé cómo hay que hacerlo; ¿cómo haré para entrar?
-¡Habráse visto criatura más tonta! -replicó la bruja-. Bastante grande es la abertura; yo misma podría pasar por ella -y, para demostrárselo, se adelantó y metió la cabeza en la boca del horno.
Entonces Gretel, de un empujón, la precipitó en el interior y, cerrando la puerta de hierro, corrió el cerrojo. ¡Grandes chillidos daba la bruja! ¡Qué gritos más pavorosos! Pero la niña echó a correr y la malvada hechicera murió quemada miserablemente.
Corrió Gretel al establo donde estaba encerrado Hänsel y le abrió la puerta exclamando:
-¡Hänsel, estamos salvados; ya está muerta la bruja!
Saltó el niño afuera, como un pájaro al que se le abre la jaula. ¡Qué alegría sintieron los dos, y cómo se arrojaron al cuello uno del otro, y qué de abrazos y besos! Y como ya nada tenían que temer, recorrieron la casa de la bruja y en todos los rincones encontraron cajas llenas de perlas y piedras preciosas.
-¡Más valen estas que los guijarros! -exclamó Hänsel, llenándose de ellas los bolsillos.
Y dijo Gretel:
-También yo quiero llevar algo a casa -y, a su vez, se llenó el delantal de pedrería.
-Vámonos ahora -dijo el niño-; debemos salir de este bosque embrujado.
A unas dos horas de andar llegaron a un gran río.
-No podremos pasarlo -observó Hänsel-, no veo ni puente ni pasarela.
-Ni tampoco hay barquita alguna -añadió Gretel-; pero allí nada un pato blanco, y si se lo pido nos ayudará a pasar el río.
Y gritó:
Patito, buen patito mío
Hänsel y Gretel han llegado al río.
No hay ningún puente por donde pasar;
¿sobre tu blanca espalda nos quieres llevar?.Acercose el patito, y el niño se subió en él, invitando a su hermana a hacer lo mismo.
-No -replicó Gretel-, sería muy pesado para el patito; vale más que nos lleve uno tras otro.
Así lo hizo el buen pato, y cuando ya estuvieron en la orilla opuesta y hubieron caminado otro trecho, el bosque les fue siendo cada vez más familiar hasta que, al fin, descubrieron a lo lejos la casa de su padre. Echaron entonces a correr, entraron como una tromba y se colgaron del cuello del padre.
El pobre hombre no había tenido una sola hora de reposo desde el día en que abandonara a sus hijos en el bosque; y en cuanto a la madrastra, había muerto. Volcó Gretel su delantal, y todas las perlas y piedras preciosas saltaron por el suelo, mientras Hänsel vaciaba también a puñados sus bolsillos. Se acabaron las penas, y en adelante vivieron los tres felices.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Este relato refleja los temores fundamentales del abandono infantil y la precariedad. La figura de los padres, que acceden a dejar a sus hijos en el bosque por hambre, plantea una fuerte crítica a las condiciones sociales extremas que erosionan los vínculos familiares.
El bosque funciona como espacio de prueba y transformación. Por su parte, la casa de dulces, símbolo de los deseos infantiles, revela el doble filo de los placeres engañosos. Finalmente, la bruja representa la amenaza disfrazada de generosidad.
Los protagonistas, a pesar de su juventud, muestran una gran capacidad de adaptación, ingenio y fortaleza emocional. Hansel planea desde el inicio estrategias para volver a casa, y Gretel, en un acto decisivo, toma el control y derrota a la bruja.
Con ello, el cuento transmite que, incluso en contextos hostiles y ante el abandono, la inteligencia, la solidaridad y la valentía pueden ser herramientas poderosas para vencer la adversidad. También advierte que no todo lo que parece tentador es seguro: la prudencia y la astucia son necesarias para sobrevivir.
3. El gato con botas
Érase una vez un molinero que tenía tres hijos, su molino, un asno y un gato. Los hijos tenían que moler, el asno tenía que llevar el grano y acarrear la harina y el gato tenía que cazar ratones. Cuando el molinero murió, los tres hijos se repartieron la herencia. El mayor heredó el molino, el segundo el asno y el tercero el gato, pues era lo único que quedaba.
Entonces se puso muy triste y se dijo a sí mismo:
«Yo soy el que ha salido peor parado. Mi hermano mayor puede moler y mi segundo hermano puede montar en su asno, pero ¿qué voy a hacer yo con el gato? Si me hago un par de guantes con su piel, ya no me quedará nada.»
-Escucha -empezó a decir el gato, que lo había entendido todo-, no debes matarme sólo por sacar de mi piel un par de guantes malos. Encarga que me hagan un par de botas para que pueda salir a que la gente me vea, y pronto obtendrás ayuda.
El hijo del molinero se asombró de que el gato hablara de aquella manera, pero como justo en ese momento pasaba por allí el zapatero, lo llamó y le dijo que entrara y le tomara medidas al gato para confeccionarle un par de botas. Cuando estuvieron listas el gato se las calzó, tomó un saco y llenó el fondo de grano, pero en la boca le puso una cuerda para poder cerrarlo, y luego se lo echó a la espalda y salió por la puerta andando sobre dos patas como si fuera una persona.
Por aquellos tiempos reinaba en el país un rey al que le gustaba mucho comer perdices, pero había tal miseria que era imposible conseguir ninguna. El bosque entero estaba lleno de ellas, pero eran tan huidizas que ningún cazador podía capturarlas. Eso lo sabía el gato y se propuso que él haría mejor las cosas. Cuando llegó al bosque abrió el saco, esparció por dentro el grano y la cuerda la colocó sobre la hierba, metiendo el cabo en un seto. Allí se escondió él mismo y se puso a rondar y a acechar. Pronto llegaron corriendo las perdices, encontraron el grano y se fueron metiendo en el saco una detrás de otra. Cuando ya había una buena cantidad dentro el gato tiró de la cuerda, cerró el saco corriendo hacia allí y les retorció el pescuezo. Luego se echó el saco a la espalda y se fue derecho al palacio del rey.
La guardia gritó:
-¡Alto! ¿Adónde vas?
-A ver al rey -respondió sin más el gato.
-¿Estás loco? ¡Un gato a ver al rey!
-Dejen que vaya -dijo otro-, que el rey a menudo se aburre y quizás el gato lo complazca con sus gruñidos y ronroneos.
Cuando el gato llegó ante el rey, le hizo una reverencia y dijo:
-Mi señor, el conde -aquí dijo un nombre muy largo y distinguido- presenta sus respetos a su señor el rey y le envía aquí unas perdices que acaba de cazar con lazo.
El rey se maravilló de aquellas gordísimas perdices. No cabía en sí de alegría y ordenó que metieran en el saco del gato todo el oro de su tesoro que éste pudiera cargar.
-Llévaselo a tu señor y dale además muchísimas gracias por su regalo.
El pobre hijo del molinero, sin embargo, estaba en casa sentado junto a la ventana con la cabeza apoyada en la mano, pensando que ahora se había gastado lo último que le quedaba en las botas del gato y dudando que éste fuera capaz de darle algo de importancia a cambio. Entonces entró el gato, se descargó de la espalda el saco, lo desató y esparció el oro delante del molinero.
-Aquí tienes algo a cambio de las botas, y el rey te envía sus saludos y te da muchas gracias.
El molinero se puso muy contento por aquella riqueza, sin comprender todavía muy bien cómo había ido a parar allí. Pero el gato se lo contó todo mientras se quitaba las botas y luego le dijo:
-Ahora ya tienes suficiente dinero, sí, pero esto no termina aquí. Mañana me pondré otra vez mis botas y te harás aún más rico. Al rey le he dicho también que tú eras un conde.
Al día siguiente, tal como había dicho, el gato, bien calzado, salió otra vez de caza y le llevó al rey buenas piezas.
Así ocurrió todos los días, y todos los días el gato llevaba oro a casa y el rey llegó a apreciarlo tanto que podía entrar y salir y andar por palacio a su antojo.
Una vez estaba el gato en la cocina del rey calentándose junto al fogón, cuando llegó el cochero maldiciendo:
-¡Que se vayan al diablo el rey y la princesa! ¡Quería ir a la taberna a beber y a jugar a las cartas, y ahora resulta que tengo que llevarles de paseo al lago!
Cuando el gato oyó esto, se fue furtivamente a casa y le dijo a su amo:
-Si quieres convertirte en conde y ser rico, sal conmigo y vente al lago y báñate.
El molinero no supo qué contestar, pero siguió al gato. Fue con él, se desnudó por completo y se tiró al agua. El gato, por su parte, tomó la ropa, se la llevó de allí y la escondió. Apenas terminó de hacerlo, llegó el rey y el gato empezó a lamentarse con gran pesar:
-¡Ay, clementísimo rey! ¡Mi señor se estaba bañando aquí en el lago y ha venido un ladrón que le ha robado la ropa que tenía en la orilla, y ahora el señor conde está en el agua y no puede salir, y como siga mucho tiempo ahí, se resfriará y morirá!
Al oír aquello, el rey dio la voz de alto y uno de sus siervos tuvo que regresar a toda prisa a buscar ropas del rey. El señor conde se puso las lujosísimas ropas del rey y, como ya de por sí el rey le tenía afecto por las perdices que creía haber recibido de él, tuvo que sentarse a su lado en la carroza. La princesa tampoco se enfadó por ello, pues el conde era joven y bello y le gustaba bastante.
El gato, por su parte, se había adelantado y llegó a un gran prado donde había más de cien personas recogiendo heno.
-Eh, ¿de quién es este prado? -preguntó el gato.
-Del gran mago.
-Escuchen: el rey pasará pronto por aquí. Cuando pregunte de quién es este prado, contesten que del conde. Si no lo hacen, morirán todos.
A continuación el gato siguió su camino y llegó a un trigal tan grande que nadie podía abarcarlo con la vista. Allí había más de doscientas personas segando.
-Eh, gente, ¿de quién es este grano?
-Del mago.
-Escuchen: el rey va a pasar ahora por aquí. Cuando pregunte de quién es este grano, contesten que del conde. Si no lo hacen, morirán todos.
Finalmente el gato llegó a un magnífico bosque. Allí había más de trescientas personas talando los grandes robles y haciendo leña.
-Eh, gente, ¿de quién es este bosque?
-Del mago.
-Escuchen: el rey va a pasar ahora por aquí. Cuando pregunte de quién es este bosque, contesten que del conde. Si no lo hacen así, morirán todos.
El gato continuó aún más adelante y toda la gente lo siguió con la mirada, y como tenía un aspecto tan asombroso y andaba por ahí con botas como si fuera una persona, todos se asustaban de él.
Pronto llegó al palacio del mago, entró con descaro y se presentó ante él. El mago lo miró con desprecio y le preguntó qué quería. El gato hizo una reverencia y dijo:
-He oído decir que puedes transformarte a tu antojo en cualquier animal. Si es en un perro, un zorro o también un lobo, puedo creérmelo, pero en un elefante me parece totalmente imposible, y por eso he venido, para convencerme por mí mismo.
El mago dijo orgulloso:
-Eso para mí es una minucia.
Y en un instante se transformó en un elefante.
-Eso es mucho, pero ¿puedes transformarte también en un león?
-Eso tampoco es nada para mí -dijo el mago, que se convirtió en un león delante del gato.
El gato se hizo el sorprendido y exclamó:
-¡Es increíble, inaudito! ¡Eso no me lo hubiera imaginado yo ni en sueños! Pero aún más que todo eso sería si pudieras transformarte también en un animal tan pequeño como un ratón. Seguro que tú puedes hacer más cosas que cualquier otro mago del mundo, pero eso sí que será imposible para ti.
El mago, al oír aquellas dulces palabras, se puso muy amable y dijo:
-Oh, sí, querido gatito, eso también puedo hacerlo.
Y, dicho y hecho, se puso a dar saltos por la habitación convertido en ratón. El gato lo persiguió, lo atrapó de un salto y se lo comió.
El rey, por su parte, seguía paseando con el conde y la princesa y llegó al gran prado.
-¿De quién es este heno? -preguntó el rey.
-¡Del señor conde! -exclamaron todos, tal como el gato les había ordenado.
-Ahí tienes un buen pedazo de tierra, señor conde -dijo.
Después llegaron al gran trigal.
-Eh, gente, ¿de quién es este grano?
-Del señor conde.
-¡Vaya, señor conde, grandes y bonitas tierras tienes!
A continuación llegaron al bosque.
-Eh, gente, ¿de quién es este bosque?
-Del señor conde.
El rey se quedó aún más asombrado y dijo:
-Tienes que ser un hombre rico, señor conde. Yo no creo que tenga un bosque tan magnífico como éste.
Al fin llegaron al palacio. El gato estaba arriba, en la escalera, y cuando la carroza se detuvo bajó corriendo de un salto, abrió las puertas y dijo:
-Señor rey, ha llegado al palacio de mi señor, el señor conde, a quien este honor le hará feliz para todos los días de su vida.
El rey se apeó y se maravilló del magnífico edificio, que era casi más grande y más hermoso que su propio palacio. El conde, por su parte, condujo a la princesa escaleras arriba hacia el salón, que deslumbraba por completo de oro y piedras preciosas.
Entonces la princesa le fue prometida en matrimonio al conde, y cuando el rey murió se convirtió en rey. Y el gato con botas, por su parte, en primer ministro.
Aunque a primera vista parece un relato cómico, encierra una reflexión sobre el poder de la palabra y la astucia. El gato actúa como mediador entre la marginación y el ascenso social, desafiando el sistema mediante el engaño creativo.
Con ello, demuestra que no es necesaria la fuerza física, sino que es más importante la estrategia, la persuasión y el dominio de las apariencias.
De este modo, la inteligencia práctica y la imaginación pueden ser más eficaces que el poder o la riqueza heredada. El cuento también pone en entredicho las estructuras sociales basadas en el estatus.
4. La Cenicienta
Un hombre rico tenía a su mujer muy enferma, y cuando vio que se acercaba su fin, llamó a su hija única y le dijo:
-Querida hija, sé piadosa y buena, Dios te protegerá desde el cielo y yo no me apartaré de tu lado y te bendeciré.
Poco después cerró los ojos y espiró. La niña iba todos los días a llorar al sepulcro de su madre y continuó siendo siempre piadosa y buena. Llegó el invierno y la nieve cubrió el sepulcro con su blanco manto, llegó la primavera y el sol doró las flores del campo y el padre de la niña se casó de nuevo.
La esposa trajo dos niñas que tenían un rostro muy hermoso, pero un corazón muy duro y cruel; entonces comenzaron muy malos tiempos para la pobre huérfana.
-No queremos que esté ese pedazo de ganso sentada a nuestro lado, que gane el pan que coma, váyase a la cocina con la criada.
Le quitaron sus vestidos buenos, le pusieron una basquiña remendada y vieja y le dieron unos zuecos.
-¡Qué sucia está la orgullosa princesa! -decían riéndose, y la mandaron ir a la cocina: tenía que trabajar allí desde por la mañana hasta la noche, levantarse temprano, traer agua, encender lumbre, coser y lavar; sus hermanas le hacían además todo el daño posible, se burlaban de ella y le vertían la comida en la lumbre, de manera que tenía que bajarse a recogerla. Por la noche, cuando estaba cansada de tanto trabajar, no podía acostarse, pues no tenía cama, y la pasaba recostada al lado del fuego, y como siempre estaba llena de polvo y ceniza, le llamaban la Cenicienta.
Sucedió que su padre fue en una ocasión a una feria y preguntó a sus hijastras lo que querían que les trajese.
-Un bonito vestido -dijo la una.
-Una buena sortija, -añadió la segunda.
-Y tú, Cenicienta, ¿qué quieres? -le dijo.
-Padre, tráeme la primera rama que encuentres en el camino.
Compró a sus dos hijastras hermosos vestidos y sortijas adornadas de perlas y piedras preciosas, y a su regreso, al pasar por un bosque cubierto de verdor, tropezó con su sombrero en una rama de zarza, y la cortó. Cuando volvió a su casa dio a sus hijastras lo que le habían pedido y la rama a la Cenicienta, la cual se lo agradeció; corrió al sepulcro de su madre, plantó la rama en él y lloró tanto que, regada por sus lágrimas, no tardó la rama en crecer y convertirse en un hermoso árbol. La Cenicienta iba tres veces todos los días a ver el árbol, lloraba y oraba y siempre iba a descansar en él un pajarillo, y cuando sentía algún deseo, en el acto le concedía el pajarillo lo que deseaba.
Celebró por entonces el rey unas grandes fiestas, que debían durar tres días, e invitó a ellas a todas las jóvenes del país para que su hijo eligiera la que más le agradase por esposa. Cuando supieron las dos hermanastras que debían asistir a aquellas fiestas, llamaron a la Cenicienta y la dijeron.
-Péinanos, límpianos los zapatos y ponles bien las hebillas, pues vamos a una boda al palacio del Rey.
La Cenicienta las escuchó llorando, pues las hubiera acompañado con mucho gusto al baile, y suplicó a su madrastra que se lo permitiese.
-Cenicienta -le dijo-: estás llena de polvo y ceniza y ¿quieres ir a una boda? ¿No tienes vestidos ni zapatos y quieres bailar?
Pero como insistiese en sus súplicas, le dijo por último:
-Se ha caído un plato de lentejas en la ceniza, si las recoges antes de dos horas, vendrás con nosotras:
-La joven salió al jardín por la puerta trasera y dijo:
-Tiernas palomas, amables tórtolas, pájaros del cielo, vengan todos y ayúdenme a recoger.
Las buenas en el puchero,
las malas en el caldero.Entraron por la ventana de la cocina dos palomas blancas, y después dos tórtolas y por último comenzaron a revolotear alrededor del hogar todos los pájaros del cielo, que acabaron por bajarse a la ceniza, y las palomas picoteaban con sus piquitos diciendo pi, pi, y los restantes pájaros comenzaron también a decir pi, pi, y pusieron todos los granos buenos en el plato. Aun no había trascurrido una hora, y ya estaba todo concluido y se marcharon volando. Llevó entonces la niña llena de alegría el plato a su madrastra, creyendo que le permitiría ir a la boda, pero ésta le dijo:
-No, Cenicienta, no tienes vestido y no sabes bailar, se reirían de nosotras.
Mas viendo que lloraba, añadió:
-Si puedes recoger de entre la ceniza dos platos llenos de lentejas en una hora, irás con nosotras.
Creyendo en su interior que no podría hacerlo, vertió los dos platos de lentejas en la ceniza y se marchó, pero la joven salió entonces al jardín por la puerta trasera y volvió a decir:
-Tiernas palomas, amables tórtolas, pájaros del cielo, vengan todos y ayúdenme a recoger.
Las buenas en el puchero,
las malas en el caldero.Entraron por la ventana de la cocina dos palomas blancas, después dos tórtolas, y por último comenzaron a revolotear alredor del hogar todos los pájaros del cielo que acabaron por bajarse a la ceniza y las palomas picoteaban con sus piquitos diciendo pi, pi, y los demás pájaros comenzaron a decir también pi, pi, y pusieron todas las lentejas buenas en el plato, y aun no había trascurrido media hora, cuando ya estaba todo concluido y se marcharon volando. Llevó la niña llena de alegría el plato a su madrastra, creyendo que le permitiría ir a la boda, pero ésta le dijo:
-Todo es inútil, no puedes venir, porque no tienes vestido y no sabes bailar; se reirían de nosotras.
Le volvió entonces la espalda y se marchó con sus orgullosas hijas.
En cuanto quedó sola en casa, fue la Cenicienta al sepulcro de su madre, debajo del árbol, y comenzó a decir:
Arbolito pequeño,
dame un vestido;
que sea, de oro y plata,
muy bien tejido.El pájaro le dio entonces un vestido de oro y plata y unos zapatos bordados de plata y seda; en seguida se puso el vestido y se marchó a la boda; sus hermanas y madrastra no la conocieron, creyendo que sería alguna princesa extranjera, pues les pareció muy hermosa con su vestido de oro, y ni aun se acordaban de la Cenicienta, creyendo que estaría mondando lentejas sentada en el hogar. Salió a su encuentro el hijo del Rey, la tomó de la mano y bailó con ella, no permitiéndole bailar con nadie, pues no la soltó de la mano, y si se acercaba algún otro a invitarla, le decía:
-Es mi pareja.
Bailó hasta el amanecer y entonces decidió marcharse; el príncipe le dijo:
-Iré contigo y te acompañaré -pues deseaba saber quién era aquella joven, pero ella se despidió y saltó al palomar.
Entonces aguardó el hijo del Rey a que fuera su padre y le dijo que la doncella extranjera había saltado al palomar. El anciano creyó que debía ser la Cenicienta; trajeron una piqueta y un martillo para derribar el palomar, pero no había nadie dentro, y cuando llegaron a la casa de la Cenicienta, la encontraron sentada en el hogar con sus sucios vestidos y un turbio candil ardía en la chimenea, pues la Cenicienta había entrado y salido muy ligera en el palomar y corrido hacia el sepulcro de su madre, donde se quitó los hermosos vestidos que se llevó el pájaro y después se fue a sentar con su basquiña gris a la cocina.
Al día siguiente, cuando llegó la hora en que iba a principiar la fiesta y se marcharon sus padres y hermanas, corrió la Cenicienta junto al arbolito y dijo:
Arbolito pequeño,
dame un vestido;
que sea, de oro y plata,
muy bien tejido.Entonces el pájaro le dio un vestido mucho más hermoso que el del día anterior y cuando se presentó en la boda con aquel traje, dejó a todos admirados de su extraordinaria belleza; el príncipe que la estaba aguardando le cogió la mano y bailó toda la noche con ella; cuando iba algún otro a invitarla, decía:
-Es mi pareja.
Al amanecer manifestó deseos de marcharse, pero el hijo del Rey la siguió para ver la casa en que entraba, más de pronto se metió en el jardín de detrás de la casa. Había en él un hermoso árbol muy grande, del cuál colgaban hermosas peras; la Cenicienta trepó hasta sus ramas y el príncipe no pudo saber por dónde había ido, pero aguardó hasta que vino su padre y le dijo:
-La doncella extranjera se me ha escapado; me parece que ha saltado el peral. El padre creyó que debía ser la Cenicienta; mandó traer una hacha y derribó el árbol, pero no había nadie en él, y cuando llegaron a la casa, estaba la Cenicienta sentada en el hogar, como la noche anterior, pues había saltado por el otro lado el árbol y fue corriendo al sepulcro de su madre, donde dejó al pájaro sus hermosos vestidos y tomó su basquiña gris.
Al día siguiente, cuando se marcharon sus padres y hermanas, fue también la Cenicienta al sepulcro de su madre y dijo al arbolito:
Arbolito pequeño,
dame un vestido;
que sea, de oro y plata,
muy bien tejido.Entonces el pájaro le dio un vestido que era mucho más hermoso y magnífico que ninguno de los anteriores, y los zapatos eran todos de oro, y cuando se presentó en la boda con aquel vestido, nadie tenía palabras para expresar su asombro. El príncipe bailó toda la noche con ella y cuando se acercaba alguno a invitarla, le decía:
-Es mi pareja.
Al amanecer se empeñó en marcharse la Cenicienta, y el príncipe en acompañarla, mas se escapó con tal ligereza que no pudo seguirla, pero el hijo del Rey había mandado untar toda la escalera de pega y se quedó pegado en ella el zapato izquierdo de la joven; lo levantó el príncipe y vio que era muy pequeño, bonito y todo de oro. Al día siguiente fue a ver al padre de la Cenicienta y le dijo:
-He decidido que sea mi esposa a la que venga bien este zapato de oro.
Alegráronse mucho las dos hermanas porque tenían los pies muy bonitos; la mayor entró con el zapato en su cuarto para probárselo, su madre estaba a su lado, pero no se lo podía meter, porque sus dedos eran demasiado largos y el zapato muy pequeño. Al verlo le dijo su madre, alargándole un cuchillo:
-Córtate los dedos, pues cuando seas reina no irás nunca a pie.
La joven se cortó los dedos; metió el zapato en el pie, ocultó su dolor y salió a reunirse con el hijo del rey, que la subió a su caballo como si fuera su novia, y se marchó con ella, pero tenía que pasar por el lado del sepulcro de la primera mujer de su padrastro, en cuyo árbol había dos palomas, que comenzaron a decir.
No sigas más adelante,
detente a ver un instante,
que el zapato es muy pequeño
y esa novia no es su dueño.Se detuvo, le miró los pies y vio correr la sangre; volvió su caballo, condujo a su casa a la novia fingida y dijo que no era la que había pedido, que se probase el zapato la otra hermana. Entró ésta en su cuarto y se le metió bien por delante, pero el talón era demasiado grueso; entonces su madre le alargó un cuchillo y le dijo:
-Córtate un pedazo del talón, pues cuando seas reina, no irás nunca a pie.
La joven se cortó un pedazo de talón, metió un pie en el zapato, y ocultando el dolor, salió a ver al hijo del rey, que la subió en su caballo como si fuera su novia y se marchó con ella; cuando pasaron delante del árbol había dos palomas que comenzaron a decir:
No sigas más adelante,
detente a ver un instante,
que el zapato es muy pequeño
y esa novia no es su dueño.Se detuvo, le miró los pies, y vio correr la sangre, volvió su caballo y condujo a su casa a la novia fingida:
-Tampoco es esta la que busco -dijo-. ¿Tienen otra hija?
-No -contestó el marido- de mi primera mujer tuve una pobre chica, a la que llamamos la Cenicienta, porque está siempre en la cocina, pero esa no puede ser la novia que buscas.
El hijo del rey insistió en verla, pero la madre le replicó:
-No, no, está demasiado sucia para atreverme a enseñarla.
Se empeñó sin embargo en que saliera y hubo que llamar a la Cenicienta. Se lavó primero la cara y las manos, y salió después a presencia del príncipe que le alargó el zapato de oro; se sentó en su banco, sacó de su pie el pesado zueco y se puso el zapato que le venía perfectamente, y cuando se levantó y le vio el príncipe la cara, reconoció a la hermosa doncella que había bailado con él, y dijo:
-Esta es mi verdadera novia.
La madrastra y las dos hermanas se pusieron pálidas de ira, pero él subió a la Cenicienta en su caballo y se marchó con ella, y cuando pasaban por delante del árbol, dijeron las dos palomas blancas.
Sigue, príncipe, sigue adelante
sin parar un solo instante,
pues ya encontraste el dueño
del zapatito pequeño.Después de decir esto, echaron a volar y se pusieron en los hombros de la Cenicienta, una en el derecho y otra en el izquierdo.
Cuando se verificó la boda, fueron las falsas hermanas a acompañarla y tomar parte en su felicidad, y al dirigirse los novios a la iglesia, iba la mayor a la derecha y la menor a la izquierda, y las palomas que llevaba la Cenicienta en sus hombros picaron a la mayor en el ojo derecho y a la menor en el izquierdo, de modo que picaron a cada una un ojo; a su regreso se puso la mayor a la izquierda y la menor a la derecha, y las palomas picaron a cada una en el otro ojo, quedando ciegas toda su vida por su falsedad y envidia.
A diferencia de otras versiones de esta historia, el cuento de los hermanos Grimm enfatiza la crueldad de la familia y la pasividad aparente de la protagonista.
Es por esto que el final resulta más conmovedor. Cenicienta, asociada a las cenizas, renace desde la humillación hacia la dignidad.
La virtud y la integridad florecen incluso en la oscuridad. La verdadera identidad no necesita violencia ni impostura para manifestarse: se revela sola y se impone con justicia.
5. El sastrecillo valiente
No hace mucho tiempo que existía un humilde sastrecillo que se ganaba la vida trabajando con sus hilos y su costura, sentado sobre su mesa, junto a la ventana; risueño y de buen humor, se había puesto a coser a todo trapo. En esto pasó par la calle una campesina que gritaba:
-¡Rica mermeladaaaa... Barataaaa! ¡Rica mermeladaaa, barataaa.
Este pregón sonó a gloria en sus oídos. Asomando el sastrecito su fina cabeza por la ventana, llamó:
-¡Eh, mi amiga! ¡Sube, que aquí te aliviaremos de tu mercancía!
Subió la campesina los tres tramos de escalera con su pesada cesta a cuestas, y el sastrecito le hizo abrir todos y cada uno de sus pomos. Los inspeccionó uno por uno acercándoles la nariz y, por fin, dijo:
-Esta mermelada no me parece mala; así que pásame cuatro onzas, muchacha, y si te pasas del cuarto de libra, no vamos a pelearnos por eso.
La mujer, que esperaba una mejor venta, se marchó malhumorada y refunfuñando:
-¡Vaya! -exclamo el sastrecito, frotándose las manos-. ¡Que Dios me bendiga esta mermelada y me de salud y fuerza!
Y, sacando el pan del armario, cortó una gran rebanada y la untó a su gusto. "Parece que no sabrá mal," se dijo. "Pero antes de probarla, terminaré esta chaqueta."
Dejó el pan sobre la mesa y reanudó la costura; y tan contento estaba, que las puntadas le salían cada vez mas largas.
Mientras tanto, el dulce aroma que se desprendía del pan subía hasta donde estaban las moscas sentadas en gran número y éstas, sintiéndose atraídas por el olor, bajaron en verdaderas legiones.
-¡Eh, quién las invitó a ustedes! -dijo el sastrecito, tratando de espantar a tan indeseables huéspedes. Pero las moscas, que no entendían su idioma, lejos de hacerle caso, volvían a la carga en bandadas cada vez más numerosas.
Por fin el sastrecito perdió la paciencia, sacó un pedazo de paño del hueco que había bajo su mesa, y exclamando: "¡Esperen, que yo mismo voy a servirles!," descargó sin misericordia un gran golpe sobre ellas, y otro y otro. Al retirar el paño y contarlas, vio que por lo menos había aniquilado a veinte.
"¡De lo que soy capaz!," se dijo, admirado de su propia audacia. "La ciudad entera tendrá que enterarse de esto" y, de prisa y corriendo, el sastrecito se cortó un cinturón a su medida, lo cosió y luego le bordó en grandes letras el siguiente letrero: SIETE DE UN GOLPE.
"¡Qué digo la ciudad!," añadió. "¡El mundo entero se enterará de esto!"
Y de puro contento, el corazón le temblaba como el rabo al corderito.
Luego se ciñó el cinturón y se dispuso a salir por el mundo, convencido de que su taller era demasiado pequeño para su valentía. Antes de marcharse, estuvo rebuscando por toda la casa a ver si encontraba algo que le sirviera para el viaje; pero sólo encontró un queso viejo que se guardó en el bolsillo. Frente a la puerta vio un pájaro que se había enredado en un matorral, y también se lo guardó en el bolsillo para que acompañara al queso. Luego se puso animosamente en camino, y como era ágil y ligero de pies, no se cansaba nunca.
El camino lo llevó por una montaña arriba. Cuando llegó a lo mas alto, se encontró con un gigante que estaba allí sentado, mirando pacíficamente el paisaje. El sastrecito se le acercó animoso y le dijo:
-¡Buenos días, camarada! ¿Qué, contemplando el ancho mundo? Por él me voy yo, precisamente, a correr fortuna. ¿Te decides a venir conmigo?
El gigante lo miró con desprecio y dijo:
-¡Quítate de mi vista, monigote, miserable criatura!
-¿Ah, sí? -contestó el sastrecito, y, desabrochándose la chaqueta, le enseñó el cinturón--¡Aquí puedes leer qué clase de hombre soy!
El gigante leyó: SIETE DE UN GOLPE, y pensando que se tratara de hombres derribados por el sastre, empezó a tenerle un poco de respeto. De todos modos decidió ponerlo a prueba. Agarró una piedra y la exprimió hasta sacarle unas gotas de agua.
-¡A ver si lo haces -dijo-, ya que eres tan fuerte!
-¿Nada más que eso? -contestó el sastrecito-. ¡Es un juego de niños!
Y metiendo la mano en el bolsillo sacó el queso y lo apretó hasta sacarle todo el jugo.
-¿Qué me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece?
El gigante no supo qué contestar, y apenas podía creer que hiciera tal cosa aquel hombrecito. Tomando entonces otra piedra, la arrojó tan alto que la vista apenas podía seguirla.
-Anda, pedazo de hombre, a ver si haces algo parecido.
-Un buen tiro -dijo el sastre-, aunque la piedra volvió a caer a tierra. Ahora verás -y sacando al pájaro del bolsillo, lo arrojó al aire. El pájaro, encantado con su libertad, alzó rápido el vuelo y se perdió de vista.
-¿Qué te pareció este tiro, camarada? -preguntó el sastrecito.
-Tirar, sabes -admitió el gigante-. Ahora veremos si puedes soportar alguna carga digna de este nombre-y llevando al sastrecito hasta un inmenso roble que estaba derribado en el suelo, le dijo-: Ya que te las das de forzudo, ayúdame a sacar este árbol del bosque.
-Con gusto -respondió el sastrecito-. Tú cárgate el tronco al hombro y yo me encargaré del ramaje, que es lo más pesado .
En cuanto estuvo el tronco en su puesto, el sastrecito se acomodó sobre una rama, de modo que el gigante, que no podía volverse, tuvo de cargar también con él, además de todo el peso del árbol. El sastrecito iba de lo más contento allí detrás, silbando aquella tonadilla que dice: "A caballo salieron los tres sastres," como si la tarea de cargar árboles fuese un juego de niños.
El gigante, después de arrastrar un buen trecho la pesada carga, no pudo más y gritó:
-¡Eh, tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el árbol!
El sastre saltó ágilmente al suelo, sujetó el roble con los dos brazos, como si lo hubiese sostenido así todo el tiempo, y dijo:
-¡Un grandullón como tú y ni siquiera eres capaz de cargar un árbol!
Siguieron andando y, al pasar junto a un cerezo, el gigante, echando mano a la copa, donde colgaban las frutas maduras, inclinó el árbol hacia abajo y lo puso en manos del sastre, invitándolo a comer las cerezas. Pero el hombrecito era demasiado débil para sujetar el árbol, y en cuanto lo soltó el gigante, volvió la copa a su primera posición, arrastrando consigo al sastrecito por los aires. Cayó al suelo sin hacerse daño, y el gigante le dijo:
-¿Qué es eso? ¿No tienes fuerza para sujetar este tallito enclenque?
-No es que me falte fuerza -respondió el sastrecito-. ¿Crees que semejante minucia es para un hombre que mató a siete de un golpe? Es que salté por encima del árbol, porque hay unos cazadores allá abajo disparando contra los matorrales. ¡Haz tú lo mismo, si puedes!
El gigante lo intentó, pero se quedó colgando entre las ramas; de modo que también esta vez el sastrecito se llevó la victoria. Dijo entonces el gigante:
-Ya que eres tan valiente, ven conmigo a nuestra casa y pasa la noche con nosotros.
El sastrecito aceptó la invitación y lo siguió. Cuando llegaron a la caverna, encontraron a varios gigantes sentados junto al fuego: cada uno tenía en la mano un cordero asado y se lo estaba comiendo. El sastrecito miró a su alrededor y pensó: "Esto es mucho más espacioso que mi taller."
El gigante le enseñó una cama y lo invitó a acostarse y dormir. La cama, sin embargo, era demasiado grande para el hombrecito; así que, en vez de acomodarse en ella, se acurrucó en un rincón. A medianoche, creyendo el gigante que su invitado estaría profundamente dormido, se levantó y, empuñando una enorme barra de hierro, descargó un formidable golpe sobre la cama. Luego volvió a acostarse, en la certeza de que había despachado para siempre a tan impertinente grillo. A la madrugada, los gigantes, sin acordarse ya del sastrecito, se disponían a marcharse al bosque cuando, de pronto, lo vieron tan alegre y tranquilo como de costumbre. Aquello fue más de lo que podían soportar, y pensando que iba a matarlos a todos, salieron corriendo, cada uno por su lado.
El sastrecito prosiguió su camino, siempre con su puntiaguda nariz por delante. Tras mucho caminar, llegó al jardín de un palacio real, y como se sentía muy cansado, se echó a dormir sobre la hierba. Mientras estaba así durmiendo, se le acercaron varios cortesanos, lo examinaron par todas partes y leyeron la inscripción: SIETE DE UN GOLPE.
-¡Ah! -exclamaron-. ¿Qué hace aquí tan terrible hombre de guerra, ahora que estamos en paz? Sin duda, será algún poderoso caballero.
Y corrieron a dar la noticia al rey, diciéndole que en su opinión sería un hombre extremadamente valioso en caso de guerra y que en modo alguno debía perder la oportunidad de ponerlo a su servicio. Al rey le complació el consejo, y envió a uno de sus nobles para que le hiciese una oferta tan pronto despertara. El emisario permaneció en guardia junto al durmiente, y cuando vio que éste se estiraba y abría los ojos, le comunicó la proposición del rey.
-Justamente he venido con ese propósito -contestó el sastrecito-. Estoy dispuesto a servir al rey -así que lo recibieron honrosamente y le prepararon toda una residencia para él solo.
Pero los soldados del rey lo miraban con malos ojos y, en realidad, deseaban tenerlo a mil millas de distancia.
-¿En qué parará todo esto? -comentaban entre sí-. Si nos peleamos con él y la emprende con nosotros, a cada golpe derribará a siete. No hay aquí quien pueda enfrentársele.
Tomaron, pues, la decisión de presentarse al rey y pedirle que los licenciase del ejército.
-No estamos preparados -le dijeron- para luchar al lado de un hombre capaz de matar a siete de un golpe.
El rey se disgustó mucho cuando vio que por culpa de uno iba a perder tan fieles servidores: ya se lamentaba hasta de haber visto al sastrecito y de muy buena gana se habría deshecho de él. Pero no se atrevía a despedirlo, por miedo a que acabara con él y todos los suyos, y luego se instalara en el trono. Estuvo pensándolo por horas y horas y, al fin, encontró una solución.
Mandó decir al sastrecito que, siendo tan poderoso hombre de armas como era, tenía una oferta que hacerle. En un bosque del país vivían dos gigantes que causaban enormes daños con sus robos, asesinatos, incendios y otras atrocidades; nadie podía acercárseles sin correr peligro de muerte. Si el sastrecito lograba vencer y exterminar a estos gigantes, recibiría la mano de su hija y la mitad del reino como recompensa. Además, cien soldados de caballería lo auxiliarían en la empresa.
"¡No está mal para un hombre como tú!" se dijo el sastrecito. "Que a uno le ofrezcan una bella princesa y la mitad de un reino es cosa que no sucede todos los días." Así que contestó:
-Claro que acepto. Acabaré muy pronto con los dos gigantes. Y no me hacen falta los cien jinetes. El que derriba a siete de un golpe no tiene por qué asustarse con dos.
Así, pues, el sastrecito se puso en camino, seguido por cien jinetes. Cuando llegó a las afueras del bosque, dijo a sus seguidores:
-Esperen aquí. Yo solo acabaré con los gigantes.
Y de un salto se internó en el bosque, donde empezó a buscar a diestro y siniestro. Al cabo de un rato descubrió a los dos gigantes. Estaban durmiendo al pie de un árbol y roncaban tan fuerte, que las ramas se balanceaban arriba y abajo. El sastrecito, ni corto ni perezoso, eligió especialmente dos grandes piedras que guardó en los bolsillos y trepó al árbol. A medio camino se deslizó por una rama hasta situarse justo encima de los durmientes, y, acto seguido, hizo muy buena puntería (pues no podía fallar) pues de lo contrario estaría perdido.
Los gigantes, al recibir cada uno un fuerte golpe con la piedra, despertaron echándose entre ellos las culpas de los golpes. Uno dio un empujón a su compañero y le dijo:
-¿Por qué me pegas?
-Estás soñando -respondió el otro-. Yo no te he pegado.
Se volvieron a dormir, y entonces el sastrecito le tiró una piedra al segundo.
-¿Qué significa esto? -gruñó el gigante-. ¿Por qué me tiras piedras?
-Yo no te he tirado nada -gruñó el primero.
Discutieron todavía un rato; pero como los dos estaban cansados, dejaron las cosas como estaban y cerraron otra vez los ojos. El sastrecito volvió a las andadas. Escogiendo la más grande de sus piedras, la tiró con toda su fuerza al pecho del primer gigante.
-¡Esto ya es demasiado! -vociferó furioso. Y saltando como un loco, arremetió contra su compañero y lo empujó con tal fuerza contra el árbol, que lo hizo estremecerse hasta la copa. El segundo gigante le pagó con la misma moneda, y los dos se enfurecieron tanto que arrancaron de cuajo dos árboles enteros y estuvieron aporreándose el uno al otro hasta que los dos cayeron muertos. Entonces bajó del árbol el sastrecito.
"Suerte que no arrancaron el árbol en que yo estaba," se dijo, "pues habría tenido que saltar a otro como una ardilla. Menos mal que nosotros los sastres somos livianos."
Y desenvainando la espada, dio un par de tajos a cada uno en el pecho. Enseguida se presentó donde estaban los caballeros y les dijo:
-Se acabaron los gigantes, aunque debo confesar que la faena fue dura. Se pusieron a arrancar árboles para defenderse. ¡Venirle con tronquitos a un hombre como yo, que mata a siete de un golpe!
-¿Y no estás herido? -preguntaron los jinetes.
-No piensen tal cosa -dijo el sastrecito-. Ni siquiera, despeinado.
Los jinetes no podían creerlo. Se internaron con él en el bosque y allí encontraron a los dos gigantes flotando en su propia sangre y, a su alrededor, los árboles arrancados de cuajo.
El sastrecito se presentó al rey para pedirle la recompensa ofrecida; pero el rey se hizo el remolón y maquinó otra manera de deshacerse del héroe.
-Antes de que recibas la mano de mi hija y la mitad de mi reino -le dijo-, tendrás que llevar a cabo una nueva hazaña. Por el bosque corre un unicornio que hace grandes destrozos, y debes capturarlo primero.
-Menos temo yo a un unicornio que a dos gigantes -respondió el sastrecito--Siete de un golpe: ésa es mi especialidad.
Y se internó en el bosque con un hacha y una cuerda, después de haber rogado a sus seguidores que lo aguardasen afuera.
No tuvo que buscar mucho. El unicornio se presentó de pronto y lo embistió ferozmente, decidido a ensartarlo de una vez con su único cuerno.
-Poco a poco; la cosa no es tan fácil como piensas -dijo el sastrecito.
Plantándose muy quieto delante de un árbol, esperó a que el unicornio estuviese cerca y, entonces, saltó ágilmente detrás del árbol. Como el unicornio había embestido con fuerza, el cuerno se clavó en el tronco tan profundamente, que por más que hizo no pudo sacarlo, y quedó prisionero.
"¡Ya cayó el pajarito!," dijo el sastre, saliendo de detrás del árbol. Ató la cuerda al cuello de la bestia, cortó el cuerno de un hachazo y llevó su presa al rey.
Pero éste aún no quiso entregarle el premio ofrecido y le exigió un tercer trabajo. Antes de que la boda se celebrase, el sastrecito tendría que cazar un feroz jabalí que rondaba por el bosque causando enormes daños. Para ello contaría con la ayuda de los cazadores.
-¡No faltaba más! -dijo el sastrecito-. ¡Si es un juego de niños!
Dejó a los cazadores a la entrada del bosque, con gran alegría de ellos, pues de tal modo los había recibido el feroz jabalí en otras ocasiones, que no les quedaban ganas de enfrentarse con él de nuevo.
Tan pronto vio al sastrecito, el jabalí lo acometió con los agudos colmillos de su boca espumeante, y ya estaba a punto de derribarlo, cuando el héroe huyó a todo correr, se precipitó dentro de una capilla que se levantaba por aquellas cercanías. subió de un salto a la ventana del fondo y, de otro salto, estuvo enseguida afuera. El jabalí se abalanzó tras él en la capilla; pero ya el sastrecito había dado la vuelta y le cerraba la puerta de un golpe, con lo que la enfurecida bestia quedó prisionera, pues era demasiado torpe y pesada para saltar a su vez por la ventana. El sastrecito se apresuró a llamar a los cazadores, para que la contemplasen con su propios ojos.
El rey tuvo ahora que cumplir su promesa y le dio la mano de su hija y la mitad del reino, agregándole: "Ya eres mi heredero al trono."
Se celebró la boda con gran esplendor, y allí fue que se convirtió en todo un rey el sastrecito valiente.
Este relato subvierte la idea del héroe tradicional. Un sastre, símbolo de lo frágil y cotidiano, logra hazañas imposibles a base de engaños y confianza en sí mismo.
Lo importante no es lo que hace literalmente, sino cómo manipula la percepción de los demás. En cierto modo, es un cuento que juega con la ambigüedad moral, celebrando al héroe pícaro.
De esta manera, enseña que la confianza en uno mismo, la inteligencia y el dominio del lenguaje pueden abrir caminos impensables, incluso para quienes parecen insignificantes.
6. Caperucita roja
Érase una vez una niña tan dulce y cariñosa, que robaba los corazones de cuantos la veían; pero quien más la quería era su abuelita, a la que todo le parecía poco cuando se trataba de obsequiarla. Un día le regaló una caperucita de terciopelo colorado, y como le sentaba tan bien y la pequeña no quería llevar otra cosa, todo el mundo dio en llamarla «Caperucita Roja». Díjole un día su madre:
- Mira, Caperucita: ahí tienes un pedazo de pastel y una botella de vino; los llevarás a la abuelita, que está enferma y delicada; le sentarán bien. Ponte en camino antes de que apriete el calor, y ve muy formalita, sin apartarte del sendero, no fueras a caerte y romper la botella; entonces la abuelita se quedaría sin nada. Y cuando entres en su cuarto no te olvides de decir «Buenos días», y no te entretengas en curiosear por los rincones.- Lo haré todo como dices - contestó Caperucita, dando la mano a su madre. Pero es el caso que la abuelita vivía lejos, a media hora del pueblo, en medio del bosque, y cuando la niña entró en él encontróse con el lobo. Caperucita no se asustó al verlo, pues no sabía lo malo que era aquel animal.
- ¡Buenos días, Caperucita Roja!
- ¡Buenos días, lobo!
- ¿Adónde vas tan temprano, Caperucita?
- A casa de mi abuelita.
- ¿Y qué llevas en el delantal?
- Pastel y vino. Ayer amasamos, y le llevo a mi abuelita algo para que se reponga, pues está enferma y delicada.
- ¿Dónde vive tu abuelita?
- Bosque adentro, a un buen cuarto de hora todavía; su casa está junto a tres grandes robles, más arriba del seto de avellanos; de seguro que la conoces - explicóle Caperucita.
Pensó el lobo: «Esta rapazuela está gordita, es tierna y delicada y será un bocado sabroso, mejor que la vieja. Tendré que ingeniármelas para pescarlas a las dos». Y, después de continuar un rato al lado de la niña, le dijo:
- Caperucita, fíjate en las lindas flores que hay por aquí. ¿No te paras a mirarlas? ¿Y tampoco oyes cómo cantan los pajarillos? Andas distraída, como si fueses a la escuela, cuando es tan divertido pasearse por el bosque.
Levantó Caperucita Roja los ojos, y, al ver bailotear los rayos del sol entre los árboles y todo el suelo cubierto de bellísimas flores, pensó: «Si le llevo a la abuelita un buen ramillete, le daré una alegría; es muy temprano aún, y tendré tiempo de llegar a la hora». Se apartó del camino para adentrarse en el bosque y se puso a coger flores. Y en cuanto cortaba una, ya le parecía que un poco más lejos asomaba otra más bonita aún, y, de esta manera penetraba cada vez más en la espesura, corriendo de un lado a otro.
Mientras tanto, el lobo se encaminó directamente a casa de la abuelita, y, al llegar, llamó a la puerta.
- ¿Quién va?
- Soy Caperucita Roja, que te trae pastel y vino. ¡Abre!
- ¡Descorre el cerrojo! - gritó la abuelita -; estoy muy débil y no puedo levantarme.
Descorrió el lobo el cerrojo, abrióse la puerta, y la fiera, sin pronunciar una palabra, encaminóse al lecho de la abuela y la devoró de un bocado. Púsose luego sus vestidos, se tocó con su cofia, se metió en la cama y corrió las cortinas.
Mientras tanto, Caperucita había estado cogiendo flores, y cuando tuvo un ramillete tan grande que ya no podía añadirle una flor más, acordóse de su abuelita y reemprendió presurosa el camino de su casa. Extrañóle ver la puerta abierta; cuando entró en la habitación experimentó una sensación rara, y pensó: «¡Dios mío, qué angustia siento! Y con lo bien que me encuentro siempre en casa de mi abuelita». Gritó:
- ¡Buenos días! - pero no obtuvo respuesta. Se acercó a la cama, descorrió las cortinas y vio a la abuela, hundida la cofia de modo que le tapaba casi toda la cara y con un aspecto muy extraño.
- ¡Ay, abuelita! ¡Qué orejas más grandes tienes!
- Son para oírte mejor.
- ¡Ay, abuelita, vaya manos tan grandes que tienes!
- Son para cogerte mejor.
- ¡Pero, abuelita! ¡Qué boca más terriblemente grande!
- ¡Es para tragarte mejor!
Y, diciendo esto, el lobo saltó de la cama y se tragó a la pobre Caperucita Roja. Cuando el mal bicho estuvo harto, se metió nuevamente en la cama y se quedó dormido, roncando ruidosamente.
He aquí que acertó a pasar por allí el cazador, el cual pensó. «¡Caramba, cómo ronca la anciana! ¡Voy a entrar, no fuera que le ocurriese algo!». Entró en el cuarto y, al acercarse a la cama, vio al lobo que dormía en ella.
- ¡Ajá! ¡Por fin te encuentro, viejo bribón! - exclamó -. ¡No llevo poco tiempo buscándote!
Y se disponía ya a dispararle un tiro, cuando se le ocurrió que tal vez la fiera habría devorado a la abuelita y que quizás estuviese aún a tiempo de salvarla. Dejó, pues, la escopeta, y, con unas tijeras, se puso a abrir la barriga de la fiera dormida. A los primeros tijerazos, vio brillar la caperucita roja, y poco después saltó fuera la niña, exclamando: - ¡Ay, qué susto he pasado! ¡Y qué oscuridad en el vientre del lobo!
A continuación salió también la abuelita, viva aún, aunque casi ahogada. Caperucita Roja corrió a buscar gruesas piedras, y con ellas llenaron la barriga del lobo. Éste, al despertarse, trató de escapar; pero las piedras pesaban tanto, que cayó al suelo muerto.
Los tres estaban la mar de contentos. El cazador despellejó al lobo y se marchó con la piel; la abuelita se comió el pastel, se bebió el vino que Caperucita le había traído y se sintió muy restablecida. Y, entretanto, la niña pensaba: «Nunca más, cuando vaya sola, me apartaré del camino desobedeciendo a mi madre».
Este cuento funciona como una advertencia sobre los peligros de la ingenuidad y la desobediencia. El bosque representa lo desconocido, y el lobo, el mal disfrazado de amabilidad.
Así, el diálogo entre Caperucita y el lobo es fundamental: ella es manipulada por la seducción verbal. Con ello, se busca enseñar que hay peligros que se ocultan bajo apariencias amables.
La prudencia y el respeto por las normas pueden ser claves para evitar el daño. Además, pone en relieve la importancia de aprender de la experiencia.
7. Rapunzel
Había una vez un hombre y una mujer que vivían en una pequeña casa. La casa tenía una ventana que daba al hermoso jardín de una hechicera. El jardín estaba rodeado de un alto muro; nadie podía entrar allí y nadie podía verlo. Solo desde esa ventana se podían contemplar las enredaderas florecidas, las rosas de todos colores, los naranjos en flor, los delicados lirios y también, en un rincón, una huerta. La mujer se sentaba todas las tardes frente a la ventana, cuidando que la malvada hechicera no la viera, y se sentía feliz. Solo deseaban un hijo para ser completamente dichosos.
Y un día supieron que, al cabo de unos meses, nacería un niño. Una tarde, mientras la mujer contemplaba el jardín, vio en un extremo del huerto unas matas de rapónchigos. Se veían tan frescos, con pequeñas gotas de rocío en las hojas, que tuvo el impulso irresistible de comerlos. Al fin, no pudo más y le dijo a su marido:
–¿Ves esos rapónchigos en la huerta? ¿No te parece que se ven muy hermosos? ¿No crees que serían muy sabrosos en una ensalada?
–¿Has perdido el juicio, mujer? Es la huerta de la bruja. Nadie puede entrar allí.
La mujer no dijo nada, pero entristeció. El hombre la vio mirar en silencio los rapónchigos en la huerta y su corazón se ablandó. Por eso, al oscurecer, el hombre saltó el muro del huerto de la bruja y, a toda prisa, arrancó un poco de rapónchigo y se los llevó a su esposa. La mujer preparó con ellos una ensalada y los saboreó con tanto gusto que al día siguiente deseó comer más.
El hombre volvió a trepar el muro, descendió con cautela al jardín, tomó un puñado de rapónchigos y estaba a punto de regresar, cuando advirtió que la bruja lo estaba esperando.
–¿Cómo te atreves a entrar como un ladrón en mi huerto y robarme los rapónchigos? –chilló la hechicera–. ¡El que roba mis rapónchigos los paga con su vida!
–¡Ay, son para mi mujer! –tartamudeó el pobre hombre–. Tened compasión de mí. Mi esposa vio desde la ventana vuestros rapónchigos y sintió antojo por comerlos. ¿Sabes? Ella espera un niño y me ha dicho que morirá si no los come.
La bruja se quedó pensativa un momento.
–Está bien –dijo al fin la hechicera–. Tu mujer podrá comer todo lo que le apetezca de mi huerta. Pero cuando nazca el bebé, me lo deberán entregar.
El hombre, aterrorizado, no tuvo más remedio que aceptar.
Y cuando, al cabo de unos meses, la mujer dio a luz a una hermosa niña, la bruja apareció. Tomó en sus brazos a la pequeña, dijo que se llamaría Rapunzel en recuerdo de lo que el hombre le había robado y se la llevó.
Rapunzel era la niña más hermosa que viera el sol. Cuando cumplió los doce años, la hechicera la encerró en una torre que se alzaba en medio del bosque. La torre era muy alta y no tenía puertas ni escaleras; únicamente, en lo alto, había una diminuta ventana. Cuando la bruja quería entrar, se colocaba al pie de la torre y gritaba:
- Rapunzel, Rapunzel, deja caer tu cabello.
Rapunzel tenía un cabello larguísimo, fino como hebras de oro. Cuando oía la voz de la hechicera, se soltaba las trenzas, las envolvía en un gancho que había en la ventana y las dejaba caer hasta el pie de la torre. Y sujeta de ellas, la bruja trepaba hasta lo alto.
Cuando Rapunzel estaba sola en su habitación, se quedaba mirando el bosque y entonando tristes canciones.
Al cabo de algunos años, sucedió que el hijo del rey, que se encontraba en el bosque y pasaba junto a la torre, oyó una canción tan melodiosa que se detuvo a escucharla. El príncipe miró hacia la torre, pero no pudo ver a nadie, ya que la pequeña ventana estaba demasiado alta. No encontró puertas ni escaleras y tuvo que desistir de su intento. Volvió al palacio, pero esa voz lo había conmovido tanto que regresó al bosque todos los días, solo para escucharla.
Uno de esos días, oculto detrás de un árbol para escuchar la melodía, vio acercarse a la bruja, que gritaba dirigiéndose a lo alto:
- Rapunzel, Rapunzel, deja caer tu cabello.
Entonces vio cómo descendía la trenza y la bruja trepaba por ella. El príncipe esperó hasta que la bruja saliera y se acercó él mismo al pie de la torre diciendo:
- Rapunzel, Rapunzel, deja caer tu cabello.
La trenza comenzó a bajar y, minutos después, el príncipe se hallaba frente a Rapunzel.
La joven se asustó al verlo, pero el hijo del rey le habló con ternura y le contó que su canto había conmovido tanto su corazón que ya no había tenido paz sino hasta ese momento en que la veía.
Al escucharlo, perdió Rapunzel el miedo y cuando el príncipe le preguntó si lo quería por esposo, le respondió:
–Sí. Mucho deseo irme contigo, pero no sé cómo bajar de esta torre. Vuelve y, cada vez que vengas, tráeme una madeja de seda. Con la seda trenzaré una escalera y, cuando esté terminada, bajaré y tú me llevarás en tu caballo.
Todas las tardes regresó el hijo del rey a ver a Rapunzel. Y todas las tardes traía una madeja de seda. La vieja bruja no se dio cuenta de las visitas del príncipe porque ella visitaba a la joven por las mañanas. Pero una de esas mañanas, mientras la vieja trepaba trabajosamente, Rapunzel preguntó:
–Decidme, ¿cómo es que tardas tanto en subir a la torre? ¡El príncipe está arriba en un momento!
La bruja se sorprendió y exclamó:
–¡Me has engañado!
Furiosa, tomó las hermosas trenzas de Rapunzel, les dio unas vueltas alrededor de su mano izquierda y, empuñó unas tijeras con la mano derecha, En un abrir y cerrar de ojos, cortó las doradas trenzas y las arrojó al suelo. Fue tan despiadada que condujo a la pobre a un lugar desierto y la dejó allí abandonada.
Al anochecer, el príncipe llegó a la torre y gritó:
- Rapunzel, Rapunzel, deja caer tu cabello.
La bruja sujetó las trenzas de Rapunzel del gancho de la ventana y las soltó hacia abajo. En un instante el príncipe estuvo en lo alto de la torre.
Pero no encontró allí a su dulce amada, sino que se vio cara a cara con la hechicera, todavía furiosa, que le gritó:
- Tu pajarillo enjaulado ya no está en el nido.
El joven comprendió las palabras de la bruja, no pudo resistir el dolor y se arrojó desde lo alto de la torre.
El príncipe salvó su vida, pero los espinos sobre los que cayó se le clavaron en los ojos y el infeliz quedó ciego. Desde entonces vagó errante por el bosque. Se alimentaba de raíces y bebía el agua de los arroyos dejándose guiar por el rumor de las aguas. Lloraba sin cesar la pérdida de su amada Rapunzel.
Así pasaron varios años. El hijo del rey vagaba sin rumbo por el bosque y recordaba todos los días el dulce canto de su amada. Ella, mientras tanto, caminaba sobre las arenas calientes del desierto, sin poder olvidar al príncipe. Todas las tardes entonaba su canto para sentirlo más cerca.
Y un día, su canto fue tan conmovedor que el viento lo recogió y lo llevó hasta el bosque donde el príncipe la recordaba. Una vez más, el hijo del rey fue siguiendo la voz de su amada hasta que llegó a su lado. Entonces, Rapunzel lo abrazó tiernamente y lloró al verlo. Dos de sus lágrimas cayeron en los ojos ciegos del príncipe que, de inmediato, se llenaron de luz y pudo volver a ver como antes.
El príncipe regresó a su reino y llevó con él a Rapunzel. Los jóvenes fueron recibidos con gran alegría. Allí celebraron sus bodas y vivieron felices por siempre jamás.
Rapunzel vive encerrada, no por maldad sino por una forma de protección enfermiza. La torre simboliza el aislamiento, y su largo cabello, el vínculo con el mundo exterior.
El deseo de libertad, el amor genuino y la resiliencia rompen incluso las estructuras más opresivas. El cuento también critica el control absoluto sobre los demás en nombre del cuidado.
8. El príncipe rana
Hace muchos, muchos años vivía una princesa a quien le encantaban los objetos de oro. Su juguete preferido era una bolita de oro macizo. En los días calurosos, le gustaba sentarse junto a un viejo pozo para jugar con la bolita de oro. Cierto día, la bolita se le cayó en el pozo. Tan profundo era éste que la princesa no alcanzaba a ver el fondo.
—¡Ay, qué tristeza! La he perdido —se lamentó la princesa, y comenzó a llorar.
De repente, la princesa escuchó una voz.
—¿Qué te pasa, hermosa princesa? ¿Por qué lloras?
La princesa miró por todas partes, pero no vio a nadie.
—Aquí abajo —dijo la voz.
La princesa miró hacia abajo y vio una rana que salía del agua.
—Ah, ranita —dijo la princesa—. Si te interesa saberlo, estoy triste porque mi bolita de oro cayó en el pozo.
—Yo la podría sacar —dijo la rana—. Pero tendrías que darme algo a cambio.
La princesa sugirió lo siguiente:
—¿Qué te parecen mi perlas y mis joyas? O quizás mi corona de oro.
—¿Y qué puedo hacer yo con una corona? —dijo la rana—. Pero te ayudaré a encontrar la bolita si me prometes ser mi mejor amiga.
—Iría a cenar a tu castillo, y me quedaría a pasar la noche de vez en cuando —propuso la rana.
Aunque la princesa pensaba que aquello eran tonterías de la rana, accedió a ser su mejor amiga.
Enseguida, la rana se metió en el pozo y al poco tiempo salió con la bolita de oro en la boca.
La rana dejó la bolita de oro a los pies de la princesa. Ella la recogió rápidamente y, sin siquiera darle las gracias, se fue corriendo al castillo.
—¡Espera! —le dijo la rana—. ¡No puedo correr tan rápido!
Pero la princesa no le prestó atención.
La princesa se olvidó por completo de la rana. Al día siguiente, cuando estaba cenando con la familia real, escuchó un sonido bastante extraño en las escaleras de mármol del palacio.
Luego, escuchó una voz que dijo:
—Princesa, abre la puerta.
Llena de curiosidad, la princesa se levantó a abrir. Sin embargo, al ver a la rana toda mojada, le cerró la puerta en las narices. El rey comprendió que algo extraño estaba ocurriendo y preguntó:
—¿Algún gigante vino a buscarte?
—Es sólo una rana —contestó ella.
—¿Y qué quiere esa rana? —preguntó el rey.
Mientras la princesa le explicaba todo a su padre, la rana seguía golpeando la puerta.
—Déjame entrar, princesa —suplicó la rana—. ¿Ya no recuerdas lo que me prometiste en el pozo?
Entonces le dijo el rey:
—Hija, si hiciste una promesa, debes cumplirla. Déjala entrar.
A regañadientes, la princesa abrió la puerta. La rana la siguió hasta la mesa y pidió:
—Súbeme a la silla, junto a ti.
—Pero, ¿qué te has creído?
En ese momento, el rey miró con severidad a su hija y ella tuvo que acceder. Como la silla no era lo suficientemente alta, la rana le pidió a la princesa que la subiera a la mesa. Una vez allí, la rana dijo:
—Acércame tu plato, para comer contigo.
La princesa le acercó el plato a la rana, pero a ella se le quitó por completo el apetito. Una vez que la rana se sintió satisfecha dijo:
—Estoy cansada. Llévame a dormir a tu habitación.
La idea de compartir su habitación con aquella rana le resultaba tan desagradable a la princesa que se echó a llorar. Entonces, el rey le dijo:
—Llévala a tu habitación. No está bien darle la espalda a alguien que te prestó su ayuda en un momento de necesidad.
Sin otra alternativa, la princesa procedió a recoger la rana lentamente, sólo con dos dedos. Cuando llegó a su habitación, la puso en un rincón. Al poco tiempo, la rana saltó hasta el lado de la cama.
—Yo también estoy cansada —dijo la rana—. Súbeme a la cama o se lo diré a tu padre.
La princesa no tuvo más remedio que subir a la rana a la cama y acomodarla en las mullidas almohadas.
Cuando la princesa se metió en la cama, comprobó sorprendida que la rana sollozaba en silencio.
—¿Qué te pasa ahora? —preguntó.
—Yo simplemente deseaba que fueras mi amiga —contestó la rana—. Pero es obvio que tú nada quieres saber de mi. Creo que lo mejor será que regrese al pozo.
Estas palabras ablandaron el corazón de la princesa. La princesa se sentó en la cama y le dijo a la rana en un tono dulce:
—No llores. Seré tu amiga.
Para demostrarle que era sincera, la princesa le dio un beso de buenas noches.
¡De inmediato, la rana se convirtió en un apuesto príncipe! La princesa estaba tan sorprendida como complacida.
La princesa y el príncipe iniciaron una hermosa amistad. Al cabo de algunos años, se casaron y fueron muy felices.
La transformación de la rana en príncipe ocurre sólo cuando la princesa acepta cumplir su palabra. De este modo, existe una dobre enseñanza.
Por un lado, se muestra que la verdadera belleza y nobleza están ocultas bajo formas no convencionales. Por otro, la lealtad y el cumplimiento de lo prometido son caminos hacia la madurez y la recompensa.
9. La bella durmiente
Érase una vez un rey y una reina que vivían muy felices, pero anhelaban tener hijos. Después de muchos años de espera, la reina dio a luz a una hermosa niña y todo el reino los acompañó en su felicidad. Hubo una gran celebración y las hadas del reino fueron invitadas. Pero el rey olvidó invitar a una de ellas. Muy resentida, el hada olvidada se presentó al palacio.
Pronto, llegó el momento en que las hadas le entregaban a la pequeña sus mejores deseos:
—Que crezca y se convierta en la mujer más bella del mundo —dijo la primera hada.
—Que cante con la más dulce y melodiosa voz —dijo la segunda hada.
—Que siempre se comporte con gracia y elegancia —dijo la tercera hada.
—Que sea bondadosa y paciente—dijo la siguiente hada.
Cada una de las hadas, colmaron a la niña de hermosos deseos hasta que llegó el turno del hada que el rey olvidó invitar:
— Cuando la princesa cumpla dieciséis años, se pinchará el dedo con una aguja y ese será su final —dijo con todo el resentimiento que su corazón le permitía albergar en sus palabras.
El rey, la reina y todo el reinado estaban atónitos, le suplicaron al hada que los disculpara por no haberla invitado y se retractara de lo que había dicho, pero el hada se negó a ambas propuestas.
Había una última hada que faltaba por presentar su deseo. Queriendo ayudar a la pequeña, le dijo al rey y a la reina:
—No puedo deshacer las palabras pronunciadas, pero puedo cambiar el curso de los eventos: la princesa no morirá cuando su dedo se pinche con la aguja, pero caerá en un sueño profundo durante cien años. Entonces, un príncipe vendrá y la despertará.
Al escuchar esto, el rey y la reina se sintieron mejor. Pensando que existía la manera de detener el destino, el rey prohibió a todos los habitantes del reino utilizar agujas.
La princesa creció y se convirtió en una niña amable y de dulce corazón. Cuando cumplió sus dieciséis años, vio a una anciana coser:
—¿Puedo intentarlo? —le preguntó.
La anciana le respondió:
— ¡Por supuesto, mi pequeña niña!
La princesa tomó la aguja e intentó enhebrar el hilo. En ese preciso momento se pinchó el dedo y cayó en un profundo sueño. La anciana, que era en realidad el hada resentida, la llevó de regreso al palacio y el rey y la reina la acostaron en su cama.
El reino que antes los había acompañado en la felicidad, los acompañó en la desgracia; todos cayeron en un profundo sueño.
Pasaron cien años. Un día, por cuenta del destino, un príncipe llegó al palacio. Él no podía dar crédito a lo que veían sus ojos: los guardas, sirvientes, gatos y hasta las vacas dormían y roncaban.
Al acercarse a la princesa, pensó que ella era el ser más hermoso del mundo y le plantó un beso en la mejilla. Inmediatamente, la princesa se despertó y junto con ella, el rey, la reina, los guardas, los sirvientes, los gatos y hasta las vacas abrieron sus ojos.
El príncipe y la princesa se casaron y vivieron felices por siempre.
El tiempo suspendido, el hechizo de cien años y el sueño colectivo del castillo, convierten a este cuento en una metáfora del paso del tiempo, de los ciclos vitales y del despertar a una nueva etapa.
La maldición no puede evitarse, solo posponerse, lo cual sugiere que hay pruebas inevitables en la vida. Debido a esto la espera, la protección y el tiempo también son formas de amor. El destino puede parecer ineludible, pero con esperanza y constancia, llega el momento de despertar.
10. Los duendes y el zapatero
Hace mucho, mucho tiempo, vivía en un país mágico un humilde zapatero, tan pobre, que llegó un día en que sólo pudo reunir el dinero suficiente para comprar la piel necesaria para hacer un par de zapatos. – No sé qué va a ser de nosotros – decía a su mujer-, si no encuentro un buen comprador o cambia nuestra suerte. Ni siquiera podremos conseguir comida un día más.
Cortó y preparó el cuero que había comprado con la intención de terminar su trabajo al día siguiente, pues estaba ya muy cansado. Después de una noche tranquila llegó el día, y el zapatero se dispuso a comenzar su jornada laboral cuando descubrió sobre la mesa de trabajo dos preciosos zapatos terminados. Estaban cosidos con tanto esmero, con puntadas tan perfectas, que el pobre hombre no podía dar crédito a sus ojos.
Tan bonitos eran, que apenas los vio un caminante a través del escaparate, pagó más de su precio real por comprarlos. El zapatero no cabía en sí de gozo, y fue a contárselo a su mujer: – Con este dinero, podré comprar cuero suficiente para hacer dos pares. Como el día anterior, cortó los patrones y los dejó preparados para terminar el trabajo al día siguiente.
De nuevo se repitió el prodigio, y por la mañana había cuatro zapatos, cosidos y terminados, sobre su banco de trabajo. También esta vez hubo clientes dispuestos a pagar grandes sumas por un trabajo tan excelente y unos zapatos tan exquisitos. Otra noche y otra más, siempre ocurría lo mismo: todo el cuero cortado que el zapatero dejaba en su taller, aparecía convertido en precioso calzado al día siguiente.
Pasó el tiempo, la calidad de los zapatos del zapatero se hizo famosa, y nunca le faltaban clientes en su tienda, ni monedas en su caja, ni comida en su mesa. Ya se acercaba la Navidad, cuando comentó a su mujer: – ¿Qué te parece si nos escondemos esta noche para averiguar quién nos está ayudando de esta manera? A ella le pareció buena la idea y esperaron agazapados detrás de un mueble a que llegara alguien.
Daban doce campanadas en el reloj cuando dos pequeños duendes desnudos aparecieron de la nada y, trepando por las patas de la mesa, alcanzaron su superficie y se pusieron a coser. La aguja corría y el hilo volaba y en un santiamén terminaron todo el trabajo que el hombre había dejado preparado. De un salto desaparecieron y dejaron al zapatero y a su mujer estupefactos.
– ¿Te has fijado en que estos pequeños hombrecillos que vinieron estaban desnudos? Podríamos confeccionarles pequeñas ropitas para que no tengan frío. – Indicó al zapatero su mujer. Él coincidió con su mujer, dejaron colocadas las prendas sobre la mesa en lugar de los patrones de cuero, y por la noche se apostaron tras el mueble para ver cómo reaccionarían los duendes.
Dieron las doce campanadas y aparecieron los duendecillos. Al saltar sobre la mesa parecieron asombrados al ver los trajes, mas, cuando comprobaron que eran de su talla, se vistieron y cantaron: – ¿No somos ya dos mozos guapos y elegantes? ¿Porqué seguir de zapateros como antes? Y tal como habían venido, se fueron. Saltando y dando brincos, desaparecieron.
El zapatero y su mujer se sintieron complacidos al ver a los duendes felices. Y a pesar de que como habían anunciado, no volvieron más, nunca les olvidaron, puesto que jamás faltaron trabajo, comida, ni cosa alguna en la casa del zapatero remendón.
El trabajo invisible de los duendes representa la ayuda desinteresada que viene cuando se actúa con humildad y perseverancia. El zapatero, lejos de aprovecharse, responde con gratitud.
Es un cuento donde el esfuerzo y la solidaridad invisible construyen prosperidad. Así, enseña que la bondad atrae bondad. Reconocer el apoyo ajeno, incluso el que no vemos, es clave para vivir con agradecimiento y reciprocidad.
11. Pulgarcito
Érase una vez un pobre campesino que se sentaba por las noches al fogón, atizaba el fuego y la mujer le acompañaba e hilaba. En esos momentos decía:
— ¡Qué triste es que no tengamos ningún hijo! ¡Hay tanto silencio en nuestra casa y en las otras tanto bullicio y alegría!
— Sí — contestaba la mujer, y suspiraba — : Aunque fuera uno solo y tan pequeño como un dedo pulgar, estaría contenta, y lo querríamos de todo corazón.
Aconteció que la mujer se puso malucha y a los siete meses dio a luz un niño que, aunque perfecto en todos sus miembros, no era más grande que un pulgar. A esto dijeron ellos:
— Es como lo habíamos deseado y tiene que ser nuestro hijo querido.
Y le llamaron, de acuerdo con su estatura, Pulgarcito. No permitieron que le faltara buena alimentación, pero el niño no creció más, sino que permaneció como había sido en sus primeras horas; sin embargo, miraba de forma inteligente y pronto mostró ser tan listo y hábil que le salía bien todo lo que emprendía.
Un buen día el campesino se preparaba para ir al bosque y cortar leña. Entonces se dijo: «Me gustaría que hubiera alguien que me llevara después el carro.»
— ¡Oh, padre! — gritó Pulgarcito — . Yo te llevaré el carro, ten confianza. A la hora justa estaré en el bosque.
El hombre se rió y dijo:
— ¿Cómo va a ser posible eso? Tú eres muy pequeño para llevar el caballo con las riendas.
— Eso no importa. Si madre las quiere enganchar, me pondré en la oreja del caballo y le recordaré cómo debe ir.
— Bien — dijo el padre — , vamos a intentarlo por una vez.
Cuando llegó la hora, la madre enganchó el caballo y colocó a Pulgarcito en la oreja del animal, y luego el pequeño gritó cómo debía ir el rocín: «¡Arre, arre!» Todo salió a pedir de boca como si lo hiciera un maestro, y el carro siguió el camino recto hacia el bosque. Sucedió que precisamente cuando doblaba una esquina y el pequeño gritaba: «¡Arre, arre!», se acercaron dos forasteros.
— ¡Vaya! — dijo uno — . ¿Qué es esto? Ahí viene un carro y un cochero le grita al caballo, pero no se le puede ver.
— Esto no marcha por medios naturales — dijo el otro — , seguiremos el carro y veremos dónde se para.
El carro entró a toda prisa en el bosque y fue justo hasta el sitio donde estaba cortada la leña. Cuando Pulgarcito vio a su padre le gritó:
— ¿Ves, papá? Aquí estoy con el carro; ahora bájame.
El padre sujetó al caballo con la mano izquierda y cogió con la derecha de la oreja a su hijito, que se sentó contento en una brizna de paja. Cuando ambos forasteros vieron a Pulgarcito, no sabían qué decir de asombro. Entonces uno de ellos llevó al otro a un lado y dijo:
— Oye, el pequeño muchacho podría ser nuestra fortuna si lo exhibimos por dinero en una gran ciudad. Vamos a comprarlo.
Fueron hacia el campesino y dijeron:
— Véndenos al pequeño hombrecito, le irá bien con nosotros.
— No — dijo el padre — . Es mi tesoro y no lo pongo en venta por todo el oro del mundo.
Pulgarcito, sin embargo, cuando oyó el trato, se subió al pliegue de la chaqueta de su padre, se le puso en la espalda y le susurró al oído:
— ¡Oh, padre, entrégame! Ya verás cómo vuelvo otra vez.
Entonces el padre lo dio por una buena pieza de oro.
— ¿Dónde te quieres sentar? — le dijeron.
— ¡Ay! Sentadme en el ala de vuestro sombrero, así puedo pasearme de un lado a otro y contemplar el paisaje sin caerme.
Hicieron su voluntad, y cuando Pulgarcito se hubo despedido de su padre, se pusieron en camino. Así anduvieron hasta que ha- bía anochecido; entonces dijo el pequeño:
— Bajadme, tengo que hacer una necesidad.
— Sigue ahí arriba — dijo el hombre en cuya cabeza estaba Pulgarcito — . No me importará. También los pájaros me dejan caer algo de vez en cuando.
— No — dijo Pulgarcito — , yo sé lo que es conveniente, bájame deprisa.
El hombre se quitó el sombrero y puso al pequeño en un campo al lado del camino. Entonces saltó y se arrastró entre unos terrones de tierra, y luego se escurrió en una madriguera de un ratón que se había buscado:
— Buenas noches, señores, volved a casa sin mí — les gritó riéndose de ellos.
Corrieron en aquella dirección y metieron juncos en la madriguera del ratón, pero todo fue en vano. Pulgarcito reculaba cada vez más, y dado que era casi totalmente de noche, tuvieron que regresar a casa, llenos de ira y con la bolsa vacía. Cuando Pulgarcito se dio cuenta de que se habían ido, salió del pasillo subterráneo a la superficie.
— En el campo es muy peligrosa la oscuridad — dijo — , se puede uno romper la crisma.
Afortunadamente tropezó con una concha de caracol vacía.
— ¡Alabado sea Dios! — exclamó — . Aquí puedo pasar la noche seguro — y se metió dentro.
Poco después, cuando precisamente estaba a punto de dormir, oyó pasar a dos hombres; uno de ellos decía:
— ¿Cómo haremos para quitarle al rico párroco el oro y la plata?
— ¡Eso os lo puedo decir yo! — gritó Pulgarcito interviniendo. — ¿Qué ha sido eso? — dijo uno de los ladrones, asustado — . He oído hablar a alguien. Se pararon y escucharon. Pulgarcito volvió a hablar: — Llevadme con vosotros, yo os ayudaré.
— ¿Dónde estás?
— Busca por el suelo y observa de dónde procede la voz — contestó él.
Por fin le encontraron los ladrones y le levantaron.
— Tú, hombrecillo, ¿cómo vas a ayudarnos? — dijeron.
— Así — contestó — : me deslizaré entre las barras de hierro hasta la habitación del párroco y os alcanzaré lo que queráis tener.
— Venga — dijeron — , vamos a ver lo que sabes hacer.
Cuando llegaron a la casa parroquial se deslizó Pulgarcito en la habitación chillando al mismo tiempo a voz en grito:
— ¿Queréis tener todo lo que hay aquí?
Los ladrones se asustaron y dijeron:
— Habla en voz baja, para que no se despierte nadie.
Pero Pulgarcito hizo como si no hubiera entendido nada y gritó de nuevo:
— ¿Qué queréis? ¿Queréis todo lo que hay aquí?
Esto lo oyó la cocinera, que dormía en la habitación de al lado, se incorporó en la cama y escuchó atentamente. Pero los ladrones, asustados, habían retrocedido un trecho de camino. Finalmente recobraron el ánimo y pensaron: «El muchachito quiere pitorrearse de nosotros.» Regresaron y le susurraron:
— Ahora ponte serio y alcánzanos algo.
Entonces Pulgarcito volvió a gritar todo lo fuerte que le permitían sus fuerzas:
— ¡Yo quiero daros, desde luego, todo! ¡Meted las manos!
Esto lo oyó claramente la criada, que estaba a la escucha, saltó de la cama y se precipitó hacia la puerta. Los ladrones se fueron corriendo como si les persiguiera el diablo. La muchacha, sin embargo, como no podía ver nada, fue a encender una luz. Cuando se aproximaba con ella, Pulgarcito se deslizó sin ser visto al granero; la muchacha, después de escudriñar por todas las esquinas y no encontrar nada, se volvió a meter en la cama, creyendo que había soñado despierta.
Pulgarcito había trepado al pajar y encontró un buen sitio para dormir; quiso descansar allí hasta que fuera de día y luego regresar a casa de sus padres. Pero antes tuvo que pasar otras aventuras.
La muchacha se levantó, cuando el día empezaba a clarear, para alimentar al ganado. Sus primeros pasos fueron hacia el granero, donde cogió una brazada de heno, precisamente aquella en la que estaba echado Pulgarcito durmiendo. Pero dormía tan profundamente que no se dio cuenta, y no se despertó hasta que estaba en el hocico de la vaca, que lo había arrebañado con el heno.
— ¡Dios mío! ¿Pero cómo he venido a parar a este molino triturador?
Pronto se dio cuenta de dónde estaba. Esto significaba tener cuidado de no ir a parar entre los dientes y no ser triturado, teniendo que deslizarse luego hasta el estómago.
— En este cuartito se han olvidado de las ventanas — dijo — y si no sale el sol, tampoco traerán una luz.
Desde luego no le gustó para nada el alojamiento, y lo peor de todo es que cada vez entraba más heno por la puerta y el sitio se hacía cada vez más estrecho. Finalmente, muerto de miedo, gritó todo lo fuerte que pudo:
— ¡Por favor, no me traigas más pasto fresco, no me traigas más pasto fresco!
La muchacha, que estaba ordeñando en aquel momento a la vaca, cuando oyó aquello, sin ver a nadie, y reconoció la misma voz que había oído por la noche, se asustó tanto que se cayó de la silla y tiró la leche. Apresuradamente corrió hasta su señor y dijo:
— ¡Dios mío, señor párroco, la vaca ha hablado!
— ¡Estás loca! — contestó el párroco, pero él mismo fue al establo para investigar lo que pasaba.
Apenas había puesto el pie en él, cuando Pulgarcito gritó de nuevo:
— ¡No me des más pasto fresco, no quiero más pasto fresco!
El mismo párroco se asustó, pensó que era un espíritu malo que se había asentado en la vaca y la hizo matar. Fue sacrificada, y el estómago donde estaba escondido Pulgarcito fue echado al estiércol. A Pulgarcito le costó mucho salir de allí y también le costó Dios y ayuda, aunque lo consiguió, hacerse sitio, pero precisamente cuando había conseguido sacar la cabeza le ocurrió una nueva desgracia: un lobo hambriento se acercó y se tragó el estómago de un golpe. Pulgarcito no se desanimó: «Quizá — pensaba — sea posible hablar con el lobo», y gritó desde la barriga:
— ¡Querido lobo, yo sé dónde tienes una comida magnífica!
— ¿Dónde se puede obtener?
— En esa casa; tienes que meterte por la alcantarilla y encontrarás pasteles, tocino y salchichas en la cantidad que quieras — y le describió exactamente la casa de sus padres.
El lobo no se lo hizo repetir dos veces y se metió por la noche en la alcantarilla y se comió las provisiones a placer. Cuando ya se había hartado quiso marcharse de nuevo, pero se había hinchado tanto que no pudo pasar por el mismo camino. Con esto había contado Pulgarcito y comenzó a hacer en el cuerpo del lobo un ruido estruendoso, alborotando y gritando todo lo más que le era posible.
— ¿Quieres estarte quieto? — dijo el lobo — . Vas a despertar a la gente.
— ¿Qué dices? — contestó el pequeño — . Tú has comido todo lo que te apetecía y yo quiero divertirme — y comenzó de nuevo a gritar a todo pulmón. A consecuencia de esto se despertaron, por fin, el padre y la madre, fueron a la despensa y miraron a través de la rendija de la puerta. Cuando vieron que allí había un lobo, se alejaron; el hombre cogió un hacha y la mujer la guadaña.
— Quédate ahí atrás — dijo el hombre, cuando entraron en la despensa — . En cuanto yo le haya dado un golpe, carga tú contra él y ábrele el cuerpo.
Entonces oyó Pulgarcito la voz de su padre y dijo:
— ¡Querido padre, estoy aquí, en el cuerpo del lobo!
El padre habló lleno de alegría:
— ¡Alabado sea Dios! Hemos encontrado de nuevo a nuestro querido hijo — e hizo que la mujer dejara de lado la guadaña para que Pulgarcito no sufriera daño; luego levantó el brazo y le propinó al lobo tal golpe en la cabeza que éste se desplomó muerto. A continuación fueron a buscar un cuchillo y unas tijeras, le abrieron el cuerpo y sacaron al pequeño.
— ¡Ay, qué miedo hemos pasado por ti!
— Sí, padre, yo me he paseado por el mundo, pero afortunadamente puedo respirar otra vez aire puro.
— ¿En dónde has estado?
— ¡Huy, padre! He estado en el agujero de un ratón, en la barriga de una vaca y en la tripa del lobo; ahora me quedo con vosotros.
— Y nosotros no te venderemos por todo el oro del mundo — dijeron los padres, abrazando y besando a su amado Pulgarcito. Le dieron de comer y beber y mandaron hacerle nuevos trajes, pues los suyos se habían estropeado en el viaje.
Pulgarcito, a pesar de su tamaño, enfrenta peligros gigantescos y engaña a quienes lo subestiman. Se mueve por inteligencia y no por fuerza.
De esta manera, demuesta que la valía no depende del cuerpo ni del origen, sino del espíritu. La inteligencia puede más que cualquier desventaja aparente.
12. El enano saltarín
Había una vez un molinero muy pobre que tenía una hija muy hermosa. Dio la casualidad de que un día el molinero acudió a una audiencia ante el rey y queriendo darse importancia le dijo que su hija era capaz de, con ayuda de una rueca, convertir la paja en oro.
-Esa sí es una valiosa habilidad- le dijo el rey. Si tu hija es tan lista como dices, tráela a palacio mañana mismo. Quiero comprobar si lo que dices es cierto.
La muchacha, en efecto, fue llevada ante el rey y éste la metió en una habitación llena de paja y con una rueca.
-Trabaja durante toda la noche. Si a primera hora de la mañana no has convertido en oro esa paja, morirás- dijo su majestad, encerrando a la muchacha.
La pobre hija del molinero se sentó sin saber qué hacer. No tenía la menor idea de cómo transformar en oro aquella paja y se sintió tan desgraciada que comenzó a llorar. De repente, se abrió la puerta y apareció por ella un hombrecillo.
-Buenas noches, molinera, ¿por qué lloras?
-¡Oh! exclamó la muchacha, sobresaltándose. Tengo que convertir en oro esta paja y no sé cómo hacerlo.
-Si yo lo hago por ti, ¿qué me darías?- preguntó el duende.
-Mi collar- replicó la chica.
El hombrecillo aceptó el collar y se sentó junto a la rueca. La hizo girar tres veces y a la tercera vuelta sacó un ovillo de oro. Repitió la misma operación una y otra vez hasta que, cerca ya del alba, no quedaba ni una sola brizna de paja y la habitación estaba llena de ovillos de oro. En cuanto salió el sol, el rey apareció por la puerta. Al ver tanto oro se quedó asombrado y muy complacido, aunque aquello sólo sirviera para que anhelase más que nunca aquel preciado metal.
Llevó a la hija del molinero a otra estancia llena de paja, a una sala mucho más grande que la primera y le dijo que, si en algo apreciaba su vida, estuviera tejiendo hasta la mañana siguiente para convertir en oro toda aquella paja. La muchacha desesperada, se echó a llorar. Pero volvió a abrirse la puerta, como el día anterior, y por ella apareció de nuevo el mismo hombrecillo.
-¿Qué me darás si convierto en oro esta paja?
-El anillo que llevo en el dedo- respondió la muchacha.
El duendecillo cogió el anillo y se puso a tejer. Al romper el día, había transformado en relumbrante oro toda aquella paja. Al verla, el rey sintió un regocijo más allá de toda mesura y contención, mas su avaricia seguía sin verse satisfecha, de modo que llevó a la hija del molinero a una habitación más grande aún que las dos anteriores y le dijo:
-Teje durante toda la noche y convierte esta paja en oro. Si en esta ocasión también lo logras, te convertiré en mi esposa.
“No es más que la hija de un molinero, es cierto”, se decía el rey, “pero no encontraría una esposa más rica aunque buscase por todo el mundo”.
Al quedarse a solas la muchacha, el hombrecillo apareció por tercera vez.
-¿Qué me darás si vuelvo a convertir esta paja en oro?
-No me queda nada que darte- respondió la muchacha.
-Entonces, prométeme que cuando seas reina me entregarás a tu primer hijo.
“Quién sabe lo que puede ocurrir antes de que eso suceda”, pensó la hija del molinero, que por otra parte no veía otra salida. Así pues, le prometió al duende darle lo que le pedía y éste se puso a hilar una vez más, convirtiendo en oro toda la paja de aquella habitación.
A la mañana siguiente, el rey, al encontrarlo todo tal como deseaba, se desposó con la hija del molinero. Al cabo de un año, la reina dio a luz un precioso hijo, sin acordarse siquiera del hombrecillo que había salvado su vida. Sin embargo, un día, el duende se presentó ante ella.
-Has de darme lo que me prometiste.
La reina ofreció, a cambio de la vida de su hijo, todas las riquezas de su reino, pero el duende no aceptaba el trato.
-No, cualquier ser vivo es para mí más valioso que todas las riquezas de este mundo- dijo.
La reina comenzó a llorar tan amargamente que el hombrecillo se apiadó de ella.
-De acuerdo -dijo-, te doy tres días para averiguar mi nombre. Si antes de cumplido el plazo, lo averiguas, puedes quedarte con tu hijo.
La reina recopiló cuantos nombres pudo recordar y envió mensajeros a todos los rincones en busca de cualquier nombre que pudieran oír. Cuando, al siguiente día, apareció el hombrecillo, le recitó toda una retahíla de nombres, comenzando por los de Melchor, Gaspar y Baltasar. Pero a cada nombre que pronunciaba, el hombrecillo replicaba:
-No, no es ése mi nombre.
Al día siguiente, la reina mandó preguntar por todos los nombres de la comarca y obtuvo una lista de los más extraordinarios y desconocidos, una lista que recitó al hombrecillo cuando éste apareció al día siguiente.
-¿Es quizás tu nombre Paticorto? ¿Y Paticojo? ¿No será Patizambo?
Pero el duende siempre replicaba lo mismo.
-No, no es ése mi nombre.
Al tercer día, un mensajero volvió anunciando:
-No he podido encontrar más nombres, pero al llegar a una colina que se encuentra a la entrada del bosque, allí donde los zorros y las liebres se dan las buenas noches, vi una casita muy pequeña. Enfrente de la casa ardía una hoguera y alrededor de ella se encontraba el más grotesco hombrecillo que jamás he visto. Saltaba sobre una pierna y cantaba lo siguiente:
Si hoy salto, mañana danzaré,
pues de palacio al niño me traeré.
Acudo ante la reina y lo reclamo,
ignora que Rumpelstiltskin me llamo.Podéis imaginar la alegría de su majestad al oír el nombre del hombrecillo y cuando éste se presentó, cumplido ya el plazo, ante ella y le preguntó:
-Muy bien, majestad, ¿cómo me llamo?
-¿Os llamáis Conrado? -dijo la reina.
-No -respondió ufano el duende.
-¿Y Enrique? -le chanceó su majestad.
-No.
-¿No será vuestro nombre Rumpelstiltskin?
-El duende gritó de rabia.
-Algún demonio os lo ha dicho -exclamó, y en su furia dio una patada tan fuerte en el suelo que hundió la pierna derecha hasta la cintura. Trató de salir tirando de la pierna izquierda, pero lo hizo con tanta fuerza que se partió en dos.
Este cuento gira en torno a la palabra como poder. El conocimiento del nombre del enano es lo único que puede liberar a la protagonista del pacto.
El nombre, en muchas culturas, es símbolo de identidad y dominio. Aquí, romper el hechizo es recuperar el poder sobre el destino propio.
Con ello, se expone que el saber y el lenguaje son herramientas de poder y libertad. Además, enseña a tener cuidado con las promesas desesperadas y a buscar siempre el conocimiento como vía de salvación.
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