7 historias de terror largas para desafiar tus límites

Catalina Arancibia Durán
Catalina Arancibia Durán
Máster en Literatura Española e Hispanoamericana
Tiempo de lectura: 154 min.

Las historias de terror han sido parte del imaginario colectivo desde tiempos inmemoriales. A continuación se pueden encontrar cuentos de autores clásicos y modernos que exploran nuestros miedos más profundos.

1. El espejo - Ámparo Dávila

Cuando mi madre me contó lo que le sucedía, se apoderó de mí una tremenda duda y una preocupación que iba en aumento, aun cuando yo trataba de no pensar en ello.

Veinte días antes, mi madre se había fracturado una pierna al perder pie en la escalera de nuestra casa. Fue un verdadero triunfo conseguir una habitación en el Hospital de Santa Rosa, el mejor de todos los sanatorios de la ciudad. Como yo tenía urgente necesidad de salir de viaje, precisaba acomodar a mamá en un buen sitio donde disfrutara de toda clase de atenciones y cuidados. Sin embargo, yo experimentaba remordimientos por dejarla sola en un hospital, agobiada por el yeso y los dolores de la fractura. Pero mi trabajo en Tractors and Agricultural Machinery Co. me exigía ese viaje. Como inspector de ventas debía controlar, de tiempo en tiempo, las diferentes zonas que abarcaban los agentes viajeros, pues generalmente sucedía que algunos de los vendedores no trabajaban exhaustivamente sus plazas, en tanto que otros competidores realizaban magníficas ventas. Mi trabajo me gustaba y la compañía se había mostrado siempre muy generosa conmigo, "valioso elemento", según el criterio de los jefes. Me habían otorgado un magnífico sueldo y me dispensaban muchas consideraciones. En estas circunstancias, yo no podía negarme cuando me necesitaban. La única solución que hallé fue dejar a mi madre en un buen sanatorio, al cuidado de una enfermera especial.

Durante las tres semanas que duró mi viaje el Hospital me tuvo al tanto, diariamente, de la salud de mi madre. Las noticias que recibía eran bastante favorables, con excepción de "un aumento en la temperatura que se presenta después de media noche, acompañado de una marcada alteración nerviosa".

El día de mi regreso me presenté en la oficina tan sólo para avisar de mi llegada y corrí al Hospital a ver a mamá. Cuando ella me vio lanzó un extraño grito, que no era una exclamación de sorpresa ni de alegría. Era el grito que puede dar quien se encuentra en el interior de una casa en llamas y mira aparecer a un salvador. Así lo sentí yo. Era la hora de la comida. Con gran sorpresa comprobé que mamá casi no probaba bocado, no obstante que tenía enfrente su platillo favorito: chuletas de cerdo ahumadas y puré de espinacas. Estaba pálida, demacrada, y sus manos inquietas y temblorosas delataban el estado de sus nervios. Yo no me explicaba qué le había sucedido. Siempre había sido una mujer serena, controlada, optimista.

Desde la muerte de mi padre, diez años atrás, vivíamos solos con la servidumbre en nuestra enorme casa. No obstante que adoraba a mi padre, logró sobreponerse a su ausencia. Desde entonces nos identificamos de tal modo que llegamos a ser como una sola persona y jueces severos uno del otro. Su vida era sencilla y sin preocupaciones económicas. Con la herencia de mi padre y mi trabajo podíamos vivir con holgura. Los sirvientes se ocupaban totalmente de la casa, y mi madre disponía de todo su tiempo, el cual distribuía en visitas, compras, el salón de belleza, bridge una o dos veces por semana, teatro, cine...

En tres semanas mi madre había sufrido un cambio notable. Era una desconocida. Comprobé entonces aquella alteración nerviosa de la que me habían informado. Cuando la enfermera salió con la bandeja de la comida, casi intacta, me dijo de pronto en voz muy baja, pero llena de angustia y desesperación: "Querido mío, necesito hablarte. Me pasa algo terrible, pero nadie más debe saberlo. Nadie más ha de darse cuenta. Ven mañana, te lo suplico. A la una de la tarde. Cuando la enfermera salga a comer podremos hablar."

La dejé, con la promesa de regresar al día siguiente. Muy preocupado por el aspecto de mi madre me fui a ver al médico que la atendía. La señora sufre de un agotamiento nervioso, ocasionado por la impresión de la caída, el traumatismo inevitable de los accidentes —me dijo, sin darle mucha importancia. Yo le expliqué entonces que mi madre nunca se había dejado impresionar a tal punto por nada. —Hay que tomar en cuenta también la edad de su madre —dijo—. Frecuentemente se ven casos de mujeres serenas y controladas que, cuando llegan a cierta edad, se tornan excitables y sufren manifestaciones histéricas...— Salí del consultorio descontento y nervioso. Las opiniones del doctor no habían logrado convencerme. Aquella noche no dormí, ni pude ir a la oficina al día siguiente.

Antes de la una estuve en el hospital. Mamá tenía los ojos enrojecidos e inflamados los párpados; supuse que había llorado. Al quedarnos solos me dijo:

—He vivido los días más angustiosos que puedas imaginar. Y sólo a ti puedo confiar lo que me sucede. Tú serás el único juez que me salve o me condene. (Ser el uno juez del otro lo habíamos jurado al morir mi padre). —Creo que he perdido la razón —me dijo de pronto, con los ojos llenos de lágrimas—. Le tomé las manos con ternura. — Cuéntamelo todo, todo —le supliqué.

—Fue al día siguiente de tu partida, por la noche. Estaba preparándome para dormir, cuando entró en el cuarto Lulú, la enfermera nocturna, a darme una medicina que tomo a la medianoche. Recuerdo que me puso la píldora en la boca con una cucharilla y me ofreció un vaso con agua. Tragué la píldora y en ese momento, no sé por qué, miré hacia el espejo del ropero y... Mamá interrumpió bruscamente su relato y se cubrió la cara con las manos. Traté de calmarla acariciándole los cabellos. Cuando se descubrió la cara y pude ver sus ojos un estremecimiento recorrió mi cuerpo. Permanecimos un rato en silencio como dos extraños, uno frente al otro. No le pregunté lo que había pasado, ni lo que había visto o creído ver en el espejo. Real o imaginado, debía ser algo tremendo para lograr desquiciarla hasta ese grado. —Creo que grité y después perdí el sentido —continuó diciendo mamá—. A la mañana siguiente pensé que todo había sido un sueño. Pero por la noche, a la misma hora, volvió a suceder y lo mismo sucede noche a noche...

Después de esta plática con mi madre también yo comencé a vivir los días más angustiosos de mi existencia. Perdí el interés por mi trabajo; me sentía cansado y lento. Durante las horas que pasaba en la oficina me convertía en un autómata. “Creo que he perdido la razón..." El relato interrumpido, la angustia transformando su rostro, su desesperación, giraban de continuo en mi mente. "Cuando la enfermera Lulú me dio la pastilla miré hacia el espejo..." Traté de apartar de su mente el temor que yo mismo empezaba a sentir. Le prometí aclararlo todo y devolverle la tranquilidad y la confianza en sí misma. Dadas las condiciones en que se encontraba, los médicos decidieron que necesitaba mayor reposo, y sólo me permitieron visitarla miércoles y domingos.

Yo pasaba los días y la mayor parte de las noches tratando de encontrar alguna explicación a todo aquello, y la forma de remediarlo. Un día pensé que tal vez a mi madre le desagradaba la enfermera Lulú, en forma consciente o inconsciente, o le recordaba alguna vivencia de su infancia, provocando esto aquella extraña situación. Inmediatamente fui a ver a la jefa de enfermeras para suplicarle que cambiara a la enfermera de noche. Creí haber acertado. La señorita Eduwiges sustituyó a la enfermera Lulú, con gran satisfacción de mi parte. Esto sucedió un jueves y tuve que esperar hasta el domingo para saber el resultado del cambio.

El domingo desperté temprano y me vestí sin tardanza. Quería estar a las diez en punto de la mañana en el hospital Desayuné de prisa, bastante nervioso. Por el camino compré unos claveles. A mamá le gustaban mucho las flores y le entusiasmaba que se las obsequiaran.

Se había hecho arreglar con todo cuidado para recibirme, pero ningún cosmético podía borrar las huellas del tormento interior, que la estaba consumiendo.

—Y bien —le dije cuando nos quedamos solos -¿Te ha sido simpática la nueva enfermera?

—Sí. Es educada, atenta, pero...

—¿Pero qué?...

—Sigue sucediendo lo mismo. No es ella ni la otra. Nadie tiene la culpa, es el espejo, el espejo...

Esto fue todo lo que pude averiguar. Mamá no podía relatarme más. El solo recuerdo de "aquello" la desquiciaba totalmente. Nunca me había sentido más deprimido y desesperado que ese domingo, cuando salí del hospital.

Entonces decidí cambiar a mi madre a otro sanatorio, no obstante que resultaba difícil su traslado y se corría el riesgo de estropear el yeso. Pero no podía dejarla así, consumiéndose día a día. Tal vez en otro sitio se tranquilizara y olvidase aquella pesadilla. Su cuarto de hospital era bueno, de los mejores que había allí. Escrupulosamente limpio y con muebles cuidados y agradables. Y el espejo era tan sólo el espejo de un ropero. Bajo ningún aspecto resultaba deprimente aquel cuarto, lleno de luz y soleado, con una ventana al jardín. Sin embargo, a ella podía no gustarle y predisponer si; ánimo para aquella situación. Durante días busqué, en los ratos que mi trabajo me dejaba libres, un buen lugar donde llevarla. En los sanatorios de primera no había sitio, y sí muchas solicitudes, que eran atendidas por riguroso turno. Y en los sanatorios donde encontraba lugar, los cuartos eran deprimentes y hasta sórdidos. No era posible llevar a mamá, en el estado en que se hallaba, a un sitio donde sólo se agravaría su trastorno.

Ese día llegué al hospital muy desilusionado. Temía entrar en el cuarto de mamá y darle la noticia de que no había encontrado dónde cambiarla. Ella estaba terriblemente pálida y decaída. Parecía la sombra, el recuerdo de una hermosa y sana mujer. Hablábamos los dos con dificultad, con grandes pausas, dando vueltas y rodeos, esquivando la verdad. Cuando por fin le dije que no era posible sacarla de allí, se llevó el pañuelo a la boca y sollozó, lenta y dolorosamente, como el que sabe que no hay salvación posible. El viento penetraba por la ventana abierta y era también pesado y sombrío como aquella tarde de octubre. El fuerte olor de los tilos que llenaba el cuarto me asfixiaba. Ella seguía sollozando, ahora sordamente. Su dolor y su desesperanza me entorpecían y destrozaban. Haría todo por salvarla, por no abandonarla en aquel abismo. Sentía que la noche había caído sobre ella, cubriéndola, y ella se revolvía entre sombras, indefensa, sola...

Resolví entonces permanecer a su lado y rescatarla. Pedí que me pusieran una cama adicional y avisé que la acompañaría por las noches. A nadie le sorprendió mi decisión.

Aquella noche, primera que pasé en el hospital con mamá, cenamos carnero al horno y puré de papa, compota de manzana y café con leche y bizcochos. Mi madre se había recobrado mucho con mi sola presencia. Cenó con regular apetito. Después fumamos varios cigarrillos, tal como lo acostumbrábamos en casa, y charlamos tranquilamente.

Hacia las diez de la noche entró en el cuarto la señorita Eduwiges para arreglar la cama de mamá y revisar que la pierna fracturada estuviera en correcta posición para la noche. Yo las observé con gran atención, pero la actitud de ambas resultaba completamente normal. Miré hacia el espejo. Allí se reflejaba la imagen de la señorita Eduviges, alta, muy delgada, casi huesuda. En su cara amable, enmarcada por sedoso cabello castaño, destacaban los gruesos lentes de miope. El espejo reflejó por algunos minutos aquella imagen, exacta, fiel...

Mi madre estaba en calma y sin tensión aparente. Seguimos platicando y haciendo proyectos: nuestra casa necesitaba, desde hacía tiempo, un buen arreglo. Desde la muerte de papá no le habíamos hecho nada. Yo sugería encomendar la reparación a un buen arquitecto, pero mamá opinaba que eso nos resultaría .muy costoso y proponía que era mejor conseguir algunos operarios y nosotros mismos dirigir la obra según nuestro deseo...

Eran pasadas las once de la noche y yo empezaba a sentirme inquieto ante la proximidad de los acontecimientos. Comencé a desnudarme lentamente y con todo cuidado para evitar que algún movimiento brusco denunciara mi nerviosidad y mi madre se diera cuenta. Quería ante todo comunicarle calma. Doblé los pantalones, siguiendo el hilo de la raya, y los coloqué sobre el respaldo de la silla, junto con el saco y la camisa. Ya en pijama me tendí sobre la cama sin deshacerla todavía. Desde allí dominaba, sin ninguna dificultad, la cama de mamá y el espejo.

Después de las once y media mamá comenzó a inquietarse. Movía las manos constantemente, las apretaba, se las llevaba hacia la cara. Su frente estaba húmeda. No pudo seguir conversando. Unos minutos antes de las doce de la noche llegó la señorita Eduwiges, trayendo una charolita con un vaso de agua y una pastilla en una cuchara. Cuando ella entró me incorporé sobre las almohadas para observar mejor. Ella llegó hasta la cama de mamá y, a tiempo que le decía: "¿Cómo se siente la señora?", le acercaba a la boca la cuchara con la pastilla y hacía que la tomara. En ese momento mamá gritó. Miré el espejo, allí no se reflejaba la imagen de Eduwiges. El espejo estaba totalmente deshabitado y oscuro, ensombrecido de pronto. Sentí que algo se rebullía en mi interior, tal vez el estómago, y se contraía; después experimenté un gran vacío dentro de mi igual que en el espejo... —¡Qué pasa señora, qué pasa!

Oí que decía la enfermera. Yo no podía apartar la vista del espejo. Ahora tenía la casi seguridad de que de aquel vacío, de aquella nada, iba a surgir algo, no sé qué, pero algo que debía ser inaudito y terrible, algo cuya vista ni yo ni nadie podría soportar... me sentí temblar y un sudor frío corrió por mi frente, aquella angustia que empecé a sentir en el estómago iba creciendo, creciendo, en tal forma que sin poder ya más lancé un grito ahogado y me cubrí la cara con las manos... Oí que la enfermera salía corriendo. Haciendo un poderoso esfuerzo llegué hasta la cama de mamá. Ella temblaba de pies a cabeza. Estaba lívida y su mirada tenía una expresión de extravío. Parecía febril. Le apreté las manos con fuerza, y ella supo entonces que yo había compartido ya aquella terrible cosa. En ese momento volvió la enfermera Eduwiges acompañada por dos médicos.

—Siempre sucede lo mismo, noche tías nuche, -dijeron dirigiéndose a mí —a la misma hora se presentan estos trastornos. Yo no les hice ningún comentario, sabía que no podría pronunciar ni una palabra.

—Póngale una inyección de Sevenal —le ordenaron a Eduwiges. Después salieron los tres.

La enfermera regresó rápidamente con la inyección. Mientras se la aplicaba a mi madre, me atreví a mirar el espejo... allí se reflejaba la imagen de ella, la cama de mamá, mi rostro desencajado. Eran entonces las doce y veinte minutos.

Durante cinco días sufrimos, noche a noche, mi madre y yo aquella tremenda cosa del espejo. Yo entendía entonces el cambio sufrido por mi madre, su desesperación, su hermetismo. No había palabras para describir aquella serie de sensaciones que uno iba sintiendo y padeciendo hasta la desesperación. Y cada vez el presentimiento de que algo iba a surgir de pronto, se hacía más cercano, inmediato casi. Y no podríamos soportarlo, lo sabíamos bien. Entonces pensé que la única solución consistiría en cubrir el espejo. Sería como levantar un muro impenetrable. Un muro que nos salvara de... Decidimos cubrir el espejo con una sábana. Cerca de las once de la noche llevé a cabo nuestro plan. Cuando la señorita Eduwiges se presentó, como de costumbre, un poco antes de las doce de la noche, con su pastilla y su vaso de agua, el espejo se encontraba cubierto. Mi madre y yo nos miramos satisfechos de haber acertado. Pero de pronto, bajo la sábana que cubría el espejo, empezaron a trasparentarse figuras informes, masas oscuras que se movían angustiosamente, pesadamente, como si trataran en un esfuerzo desesperado de traspasar un mundo o el tiempo mismo. Entonces sentimos una oscura música dentro de nosotros mismos, una música dolorosa, como gemidos o gritos, tal vez sonidos inarticulados salidos de aquel mundo que habíamos clausurado por nuestra voluntad y temor. Nos descubrimos traspasados por mil espadas de música dolorosa y desesperada...

A las doce y cinco todo terminó. Desaparecieron las sombras bajo la sábana y la música cesó. El espejo quedó en calma. La señorita Eduwiges salió del cuarto sorprendida de que mamá no hubiera tenido su acostumbrado ataque.

Amparo Dávila (México, 1928 - 2020) es una de las escritoras mexicanas más reconocidas dentro de la literatura fantástica. Su obra recrea la vida de personajes amenazados por la locura, la violencia y la soledad. En medio de la más absoluta normalidad, irrumpen presencias indefinidas e inquietantes que cobran aspectos terroríficos.

El tema central de este cuento es el horror psicológico derivado de lo inexplicable, manifestado a través de una percepción alterada de la realidad.

De este modo, la historia indaga en el miedo a la locura, la pérdida del control y el desequilibrio mental provocado por un objeto cotidiano que se convierte en una fuente de angustia inexplicable.

En la tradición literaria, el espejo suele simbolizar lo dual y lo oculto pero también puede ser una puerta hacia otra dimensión o lo inexplicable.

Aquí representa una presencia ominosa que refleja una ausencia. Cuando la imagen no se refleja en él, se convierte en un vacío aterrador.

Se trata de una metáfora de la nada y del abismo interior, pero también del temor a la revelación de algo que la mente no puede soportar.

2. El espectro - Horacio Quiroga

Todas las noches, en el Grand Splendid de Santa Fe, Enid y yo asistimos a los estrenos cinematográficos. Ni borrascas ni noches de hielo nos han impedido introducirnos, a las diez en punto, en la tibia penumbra del teatro. Allí, desde uno u otro palco, seguimos las historias del film con un mutismo y un interés tales, que podrían llamar sobre nosotros la atención, de ser otras las circunstancias en que actuamos.
Desde uno u otro palco, he dicho; pues su ubicación nos es indiferente. Y aunque la misma localidad llegue a faltarnos alguna noche, por estar el Splendid en pleno, nos instalamos, mudos y atentos siempre a la representación, en un palco cualquiera ya ocupado. No estorbamos, creo; o, por lo menos, de un modo sensible. Desde el fondo del palco, o entre la chica del antepecho y el novio adherido a su nuca, Enid y yo, aparte del mundo que nos rodea, somos todo ojos hacia la pantalla. Y si en verdad alguno, con escalofríos de inquietud cuyo origen no alcanza a comprender, vuelve a veces la cabeza para ver lo que no puede, o siente un soplo helado que no se explica en la cálida atmósfera, nuestra presencia de intrusos no es nunca notada; pues preciso es advertir ahora que Enid y yo estamos muertos.
De todas las mujeres que conocí en el mundo vivo, ninguna produjo en mí el efecto que Enid. La impresión fue tan fuerte que la imagen y el recuerdo mismo de todas las mujeres se borró. En mi alma se hizo de noche, donde se alzó un solo astro imperecedero: Enid. La sola posibilidad de que sus ojos llegaran a mirarme sin indiferencia, deteníame bruscamente el corazón . Y ante la idea de que alguna vez podía ser mía, la mandíbula me temblaba. ¡Enid!
Tenía ella entonces, cuando vivíamos en el mundo, la más divina belleza que la epopeya del cine ha lanzado a miles de leguas y expuesto a la mirada fija de los hombres. Sus ojos, sobre todo, fueron únicos; y jamás terciopelo de mirada tuvo un marco de pestañas como los ojos de Enid; terciopelo azul, húmedo y reposado, como la felicidad que sollozaba en ella.
La desdicha me puso ante ella cuando ya estaba casada.
No es ahora del caso ocultar nombres. Todos recuerdan a Duncan Wyoming, el extraordinario actor que, comenzando su carrera al mismo tiempo que William Hart, tuvo, como éste y a la par de éste, las mismas hondas virtudes de interpretación viril. Hart ha dado al cine todo lo que podíamos esperar de él, y es un astro que cae. De Wyoming, en cambio, no sabemos lo que podíamos haber visto, cuando apenas en el comienzo de su breve y fantástica carrera creó —como contraste con el empalagoso héroe actual—el tipo de varón rudo, áspero, feo, negligente y cuanto se quiera, pero hombre de la cabeza a los pies, por la sobriedad, el empuje y el carácter distintivos del sexo.
Hart prosiguió actuando y ya lo hemos visto.
Wyoming nos fue arrebatado en la flor de la edad, en instantes en que daba fin a dos cintas extraordinarias, según informes de la empresa: El Páramo y Más allá de lo que se ve. Pero el encanto —la absorción de todos los sentimientos de un hombre— que ejerció sobre mí Enid, no tuvo sino una amargura: Wyoming, que era su marido, era también mi mejor amigo.
Habíamos pasado dos años sin vernos con Duncan; él, ocupado en sus trabajos de cine, y yo en los míos de literatura. Cuando volví a hallarlo en Hollywood, ya estaba casado.
—Aquí tienes a mi mujer—me dijo echándomela en los brazos.
Y a ella:
—Aprétalo bien, porque no tendrás un amigo como Grant. Y bésalo, si quieres.
No me besó, pero al contacto con su melena en mi cuello, sentí en el escalofrío de todos mis nervios que jamás podría yo ser un hermano para aquella mujer.
Vivimos dos meses juntos en el Canadá, y no es difícil comprender mi estado de alma respecto de Enid. Pero ni en una palabra, ni en un movimiento, ni en un gesto me vendí ante Wyoming. Sólo ella leía en mi mirada, por tranquila que fuera, cuán profundamente la deseaba.
Amor, deseo... Una y otra cosa eran en mí gemelas, agudas y mezcladas; porque si la deseaba con todas las fuerzas de mi alma incorpórea, la adoraba con todo el torrente de mi sangre substancial.
Duncan no lo veía. ¿Cómo podía verlo?
A la entrada del invierno regresamos a Hollywood, y Wyoming cayó entonces con el ataque de gripe que debía costarle la vida. Dejaba a su viuda con fortuna y sin hijos. Pero no estaba tranquilo, por la soledad en que quedaba su mujer.
—No es la situación económica —me decía—, sino el desamparo moral. Y en este infierno del cine...
En el momento de morir, bajándonos a su mujer y a mí hasta la almohada, y con voz ya difícil:
—Confíate a Grant, Enid... Mientras lo tengas a él, no temas nada. Y tú, viejo amigo, vela por ella. Sé su hermano...No, no prometas. Ahora puedo ya pasar al otro lado...
Nada de nuevo en el dolor de Enid y el mío. A los siete días regresábamos al Canadá, a la misma choza estival que un mes antes nos había visto a los tres cenar ante la carpa. Como entonces, Enid miraba ahora el fuego, achuchada por el sereno glacial, mientras yo, de pie, la contemplaba. Y Duncan no estaba más.
Debo decirlo: en la muerte de Wyoming yo no vi sino la liberación de la terrible águila enjaulada en nuestro corazón, que es el deseo de una mujer a nuestro lado que no se puede tocar. Yo había sido el mejor amigo de Wyoming, y mientras él vivió, el águila no deseó su sangre; se alimentó —la alimenté— con la mía propia. Pero entre él y yo se había levantado algo más consistente que una sombra. Su mujer fue, mientras él vivió —y lo hubiera sido eternamente—, intangible para mí. Pero él había muerto. No podía Wyoming exigirme el sacrificio de la Vida en que él acaba de fracasar. Y Enid era mi vida, mi porvenir, mi aliento y mi ansia de vivir, que nadie, ni Duncan —mi amigo íntimo, pero muerto—, podía negarme.
Vela por ella. . . ¡Sí, mas dándole lo que él le había restado al perder su turno: la adoración de una vida entera consagrada a ella!
Durante dos meses, a su lado de día y de noche, velé por ella como un hermano. Pero al tercero caí a sus pies.
Enid me miró inmóvil, y seguramente subieron a su memoria los últimos instantes de Wyoming, porque me rechazó violentamente. Pero yo no quité la cabeza de su falda.
—Te amo, Enid —le dije—. Sin ti me muero.
—¡Tú, Guillermo! —murmuró ella—. ¡Es horrible oírte decir esto!
—Todo lo que quieras —repliqué—. Pero te amo inmensamente.
—¡Cállate, cállate!
—Y te he amado siempre... Ya lo sabes...
—¡No, no sé! —Sí, lo sabes.
Enid me apartaba siempre, y yo resistía con la cabeza entre sus rodillas.
—Dime que lo sabías...
—¡No, cállate! Estamos profanando...
—Dime que lo sabías...
—¡Guillermo!
—Dime solamente que sabías que siempre te he querido...
Sus brazos se rindieron cansados, y yo levanté la cabeza. Encontré sus ojos al instante, un solo instante, antes que Enid se doblegara a llorar sobre sus propias rodillas.
La dejé sola; y cuando una hora después volví a entrar, blanco de nieve, nadie hubiera sospechado, al ver nuestro simulado y tranquilo afecto de todos los días, que acabábamos de tender, hasta hacerlas sangrar, las cuerdas de nuestros corazones.
Porque en la alianza de Enid y Wyoming no había habido nunca amor. Faltóle siempre una llamarada de insensatez, extravío, injusticia —la llama de pasión que quema la moral entera de un hombre y abrasa a la mujer en largos sollozos de fuego—. Enid había querido a su esposo, nada más; y lo había querido, nada más que querido ante mí, que era la cálida sombra de su corazón, donde ardía lo que no le llegaba de Wyoming, y donde ella sabía iba a refugiarse todo lo que de ella no alcanzaba hasta él.
La muerte, luego, dejando hueco que yo debía llenar con el afecto de un hermano... ¡De hermano, a ella, Enid, que era mi sola sed de dicha en el inmenso mundo!
A los tres días de la escena que acabo de relatar regresamos a Hollywood. Y un mes más tarde se repetía exactamente la situación: yo de nuevo a los pies de Enid con la cabeza en sus rodillas, y ella queriendo evitarlo.
—Te amo cada día más, Enid...
—¡Guillermo!
—Dime que algún día me querrás.
—¡No!
—Dime solamente que estás convencida de cuánto te amo.
—¡No!
—Dímelo.
—¡Déjame! ¿No ves que me estás haciendo sufrir de un modo horrible?
Y al sentirme temblar mudo sobre el altar de sus rodillas, bruscamente me levantó la cara entre las manos:
—¡Pero déjame, te digo! ¡Déjame! ¿No ves que también te quiero con toda el alma y que estamos cometiendo un crimen?
Cuatro meses justos, ciento veinte días transcurridos apenas desde la muerte del hombre que ella amó, del amigo que me había interpuesto como un velo protector entre su mujer y un nuevo amor...
Abrevio. Tan hondo y compenetrado fue el nuestro, que aun hoy me pregunto con asombro qué finalidad absurda pudieron haber tenido nuestras vidas de no habernos encontrado por bajo de los brazos de Wyoming.
Una noche —estábamos en Nueva York— me enteré que se pasaba por fin El páramo, una de las dos cintas de que he hablado, y cuyo estreno se esperaba con ansiedad. Yo también tenía el más vivo interés de verla, y se lo propuse a Enid. ¿Por qué no?
Un largo rato nos miramos; una eternidad de silencio, durante el cual el recuerdo galopó hacia atrás entre derrumbamiento de nieve y caras agónicas. Pero la mirada de Enid era la vida misma, y presto entre el terciopelo húmedo de sus ojos y los míos no medió sino la dicha convulsiva de adorarnos. ¡Y nada más!
Fuimos al Metropole, y desde la penumbra rojiza del palco vimos aparecer, enorme y con el rostro más blanco que la hora de morir, a Duncan Wyoming. Sentí temblar bajo mi mano el brazo de Enid.
¡Duncan!
Sus mismos gestos eran aquéllos. Su misma sonrisa confiada era la de sus labios. Era su misma enérgica figura la que se deslizaba adherida a la pantalla. Y a veinte metros de él, era su misma mujer la que estaba bajo los dedos del amigo íntimo...
Mientras la sala estuvo a obscuras, ni Enid ni yo pronunciamos una palabra ni dejamos un instante de mirar. Largas lágrimas rodaban por sus mejillas, y me sonreía. Me sonreía sin tratar de ocultarme sus lágrimas.
—Sí, comprendo, amor mío... —murmuré, con los labios sobre el extremo de sus pieles, que, siendo un obscuro detalle de su traje, era asimismo toda su persona idolatrada —. Comprendo, pero no nos rindamos... ¿Sí?... Así olvidaremos...
Por toda respuesta, Enid, sonriéndome siempre, se recogió muda a mi cuello.
A la noche siguiente volvimos. ¿Qué debíamos olvidar? La presencia del otro, vibrante en el haz de luz que lo transportaba a la pantalla palpitante de la vida; su inconsciencia de la situación; su confianza en la mujer y el amigo; esto era precisamente a lo que debíamos acostumbrarnos.
Una y otra noche, siempre atentos a los personajes, asistimos al éxito creciente de El páramo.
La actuación de Wyoming era sobresaliente y se desarrollaba en un drama de brutal energía: una pequeña parte de los bosques del Canadá y el resto en la misma Nueva York. La situación central constituíala una escena en que Wyoming, herido en la lucha con un hombre, tiene bruscamente la revelación del amor de su mujer por ese hombre, a quien él acaba de matar por motivos aparte de este amor. Wyoming acababa de atarse un pañuelo a la frente. Y tendido en el diván, jadeando aún de fatiga, asistía a la desesperación de su mujer sobre el cadáver del amante.
Pocas veces la revelación del derrumbe, la desolación y el odio han subido al rostro humano con más violenta claridad que en esa circunstancia a los ojos de Wyoming. La dirección del film había exprimido hasta la tortura aquel prodigio de expresión, y la escena se sostenía un infinito número de segundos, cuando uno solo bastaba para mostrar al rojo blanco la crisis de un corazón en aquel estado.
Enid y yo, juntos e inmóviles en la obscuridad, admirábamos como nadie al muerto amigo, cuyas pestañas nos tocaban casi cuando Wyoming venía desde el fondo a llenar él solo la pantalla. Y al alejarse de nuevo a la escena del conjunto, la sala entera parecía estirarse en perspectiva. Y Enid y yo, con un ligero vértigo por este juego, sentíamos aún el roce de los cabellos de Duncan que habían llegado a rozarnos.
¿Por qué continuábamos yendo al Metropole? ¿Qué desviación de nuestras conciencias nos llevaba allá noche a noche a empapar en sangre nuestro amor inmaculado? ¿Qué presagio nos arrastraba como a sonámbulos ante una acusación alucinante que no se dirigía a nosotros, puesto que los ojos de Wyoming estaban vueltos al otro lado?
¿A dónde miraban? No sé a dónde, a un palco cualquiera de nuestra izquierda. Pero una noche noté, lo sentí en la raíz de los cabellos, que los ojos se estaban volviendo hacia nosotros. Enid debió de notarlo también, porque sentí bajo mi mano la honda sacudida de sus hombros.
Hay leyes naturales, principios físicos que nos enseñan cuán fría magia es ésa de los espectros fotográficos danzando en la pantalla, remedando hasta en los más íntimos detalles una vida que se perdió. Esa alucinación en blanco y negro es sólo la persistencia helada de un instante, el relieve inmutable de un segundo vital. Más fácil nos sería ver a nuestro lado a un muerto que deja la tumba para acompañarnos, que percibir el más leve cambio en el rostro lívido de un film.
Perfectamente. Pero a despecho de las leyes y los principios, Wyoming nos estaba viendo. Si para la sala, El páramo era una ficción novelesca, y Wyoming vivía sólo por una ironía de la luz; si no era más que un frente eléctrico de lámina sin costados ni fondo, para nosotros —Wyoming, Enid y yo— la escena filmada vivía flagrante, pero no en la pantalla, sino en un palco, donde nuestro amor sin culpa se transformaba en monstruosa infidelidad ante el marido vivo....
¿Farsa del actor? ¿Odio fingido por Duncan ante aquel cuadro de El páramo?
¡No! Allí estaba la brutal revelación; la tierna esposa y el amigo íntimo en la sala de espectáculos, riéndose, con las cabezas juntas, de la confianza depositada en ellos...
Pero no nos reíamos, porque noche a noche, palco tras palco, la mirada se iba volviendo cada vez más a nosotros.
—¡Falta un poco aún!... —me decía yo.
—Mañana será... —pensaba Enid.
Mientras el Metropole ardía de luz, el mundo real de las leyes físicas se apoderaba de nosotros y respirábamos profundamente.
Pero en la brusca cesación de luz, que como un golpe sentíamos dolorosamente en los nervios, el drama espectral nos cogía otra vez.
A mil leguas de Nueva York, encajonado bajo tierra, estaba tendido sin ojos Duncan Wyoming. Mas su sorpresa ante el frenético olvido de Enid, su ira y su venganza estaban vivas allí, encendiendo el rastro químico de Wyoming, moviéndose en sus ojos vivos, que acababan, por fin, de fijarse en los nuestros.
Enid ahogó un grito y se abrazó desesperadamente a mí.
—¡Guillermo!
—Cállate, por favor...
—¡Es que ahora acaba de bajar una pierna del diván!
Sentí que la piel de la espalda se me erizaba, y miré:
Con lentitud de fiera y los ojos clavados sobre nosotros, Wyoming se incorporaba del diván. Enid y yo lo vimos levantarse, avanzar hacia nosotros desde el fondo de la escena, llegar al monstruoso primer plano... Un fulgor deslumbrante nos cegó, a tiempo que Enid lanzaba un grito.
La cinta acababa de quemarse.
Mas, en la sala iluminada las cabezas todas estaban vueltas hacia nosotros. Algunos se incorporaron en el asiento a ver lo que pasaba.
—La señora está enferma; parece una muerta —dijo alguno en la platea.
—Más muerto parece él —agregó otro.
¿Qué más? Nada, sino que en todo el día siguiente Enid y yo no nos vimos. Únicamente al mirarnos por primera vez de noche para dirigirnos al Metropole, Enid tenía ya en sus pupilas profundas la tiniebla del más allá, y yo tenía un revólver en el bolsillo.
No sé si alguno en la sala reconoció en nosotros a los enfermos de la noche anterior. La luz se apagó, se encendió y tornó a apagarse, sin que lograra reposarse una sola idea normal en el cerebro de Guillermo Grant, y sin que los dedos crispados de este hombre abandonaran un instante el gatillo.
Yo fui toda la vida dueño de mí. Lo fui hasta la noche anterior, cuando contra toda justicia un frío espectro que desempeñaba su función fotográfica de todos los días crió dedos estranguladores para dirigirse a un palco a terminar el film.
Como en la noche anterior, nadie notaba en la pantalla algo anormal, y es evidente que Wyoming continuaba jadeante adherido al diván. Pero Enid —¡Enid entre mis brazos!— tenía la cara vuelta a la luz, pronta para gritar... ¡Cuando Wyoming se incorporó por fin!
Yo lo vi adelantarse, crecer, llegar al borde mismo de la pantalla, sin apartar la mirada de la mía. Lo vi desprenderse, venir hacia nosotros en el haz de luz; venir en el aire por sobre las cabezas de la platea, alzándose, llegar hasta nosotros con la cabeza vendada. Lo vi extender las zarpas de sus dedos... a tiempo que Enid lanzaba un horrible alarido, de esos en que con una cuerda vocal se ha rasgado la razón entera, e hice fuego.
No puedo decir qué pasó en el primer instante. Pero en pos de los primeros momentos de confusión y de humo, me vi con el cuerpo colgado fuera del antepecho, muerto.
Desde el instante en que Wyoming se había incorporado en el diván, dirigí el cañón del revólver a su cabeza. Lo recuerdo con toda nitidez. Y era yo quien había recibido la bala en la sien.
Estoy completamente seguro de que quise dirigir el arma contra Duncan. Solamente que, creyendo apuntar al asesino, en realidad apuntaba contra mí mismo. Fue un error, una simple equivocación, nada más; pero que me costó la vida.
Tres días después Enid quedaba a su vez desalojada de este mundo. Y aquí concluye nuestro idilio.
Pero no ha concluido aún. No son suficientes un tiro y un espectro para desvanecer un amor como el nuestro. Más allá de la muerte, de la vida y de sus rencores, Enid y yo nos hemos encontrado. Invisibles dentro del mundo vivo, Enid y yo estamos siempre juntos, esperando el anuncio de otro estreno cinematográfico.
Hemos recorrido el mundo. Todo es posible esperar menos que el más leve incidente de un film pase inadvertido a nuestros ojos. No hemos vuelto a ver más El páramo. La actuación de Wyoming en él no puede ya depararnos sorpresas, fuera de las que tan dolorosamente pagamos.
Ahora nuestra esperanza está puesta en Más allá de lo que se ve. Desde hace siete años la empresa filmadora anuncia su estreno y hace siete años que Enid y yo esperamos. Duncan es su protagonista; pero no estaremos más en el palco, por lo menos en las condiciones en que fuimos vencidos. En las presentes circunstancias, Duncan puede cometer un error que nos permita entrar de nuevo en el mundo visible, del mismo modo que nuestras personas vivas, hace siete años, le permitieron animar la helada lámina de su film.
Enid y yo ocupamos ahora, en la niebla invisible de lo incorpóreo, el sitio privilegiado de acecho que fue toda la fuerza de Wyoming en el drama anterior. Si sus celos persisten todavía, si se equivoca al vernos y hace en la tumba el menor movimiento hacia afuera, nosotros nos aprovecharemos. La cortina que separa la vida de la muerte no se ha descorrido únicamente en su favor, y el camino está entreabierto. Entre la Nada que ha disuelto lo que fue Wyoming, y su eléctrica resurrección, queda un espacio vacío. Al más leve movimiento que efectúe el actor, apenas se desprenda de la pantalla, Enid y yo nos deslizaremos como por una fisura en el tenebroso corredor.
Pero no seguiremos el camino hacia el sepulcro de Wyoming; iremos hacia la Vida, entraremos en ella de nuevo. Y es el mundo cálido del que estamos expulsados, el amor tangible y vibrante de cada sentido humano, lo que nos espera entonces a Enid y a mí.
Dentro de un mes o de un año, ella llegará. Sólo nos inquieta la posibilidad de que Más allá de lo que se ve se estrene bajo otro nombre, como es costumbre en esta ciudad. Para evitarlo, no perdemos un estreno. Noche a noche entramos a las diez en punto en el Gran Splendid, donde nos instalamos en un palco vacío o ya ocupado, indiferentemente.

Horacio Quiroga (Uruguay, 1878 - 1937) es considerado el padre del cuento latinoamericano. En su obra exploró tanto el realismo, como la fantasía y lo terrorífico. En 1917 publicó Cuentos de amor, de locura y de muerte, convirtiéndose en un éxito y referente para el género.

El eje de esta historia es el culpa y el enorme peso que puede llegar a tener, incluso hasta convertirse en algo terrorífico. Aunque Guillermo y Enid intentaron justificar su amor, no pudieron escapar del juicio (real o imaginado) del esposo muerto.

Así, la aparición fantasmal es una manifestación de esa culpa. El cine actúa como una “pantalla” que revive a los muertos, no sólo por mostrar imágenes pasadas, sino porque permite el regreso simbólico de Duncan y su imagen se convierte en un juicio silencioso y omnipresente.

La revelación final de que ambos están muertos convierte el cuento en una historia de fantasmas desde su inicio, pero contada con la naturalidad de lo cotidiano.

3. William Wilson - Edgar Allan Poe

«¿Qué decir de ella?
¿Qué decir de la torva conciencia, de ese espectro en mi camino?».

(Chamberlayne, Pharronida)

Permitidme que, por el momento, me llame a mí mismo William Wilson.

Esta blanca página no debe ser manchada con mi verdadero nombre.

Demasiado ha sido ya objeto del escarnio, del horror, del odio de mi estirpe. Los vientos, indignados, ¿no han esparcido en las regiones más lejanas del globo su incomparable infamia? ¡Oh proscrito, oh tú, el más abandonado de los proscritos! ¿No estás muerto para la tierra? ¿No estás muerto para sus honras, sus flores, sus doradas ambiciones? Entre tus esperanzas y el cielo, ¿no aparece suspendida para siempre una densa, lúgubre, ilimitada nube?

No quisiera, aunque me fuese posible, registrar hoy la crónica de estos últimos años de inexpresable desdicha e imperdonable crimen. Esa época — estos años recientes— ha llegado bruscamente al colmo de la depravación, pero ahora sólo me interesa señalar el origen de esta última. Por lo regular, los hombres van cayendo gradualmente en la bajeza. En mi caso, la virtud se desprendió bruscamente de mí como si fuera un manto. De una perversidad relativamente trivial, pasé con pasos de gigante a enormidades más grandes que las de un Heliogábalo. Permitidme que os relate la ocasión, el acontecimiento que hizo posible esto. La muerte se acerca, y la sombra que la precede proyecta un influjo calmante sobre mi espíritu. Mientras atravieso el oscuro valle, anhelo la simpatía —casi iba a escribir la piedad— de mis semejantes. Me gustaría que creyeran que, en cierta medida, fui esclavo de circunstancias que excedían el dominio humano. Me gustaría que buscaran a favor mío, en los detalles que voy a dar, un pequeño oasis de fatalidad en ese desierto del error. Me gustaría que reconocieran —como no han de dejar de hacerlo— que si alguna vez existieron tentaciones parecidas, jamás un hombre fue tentado así, y jamás cayó así. ¿Será por eso que nunca ha sufrido en esta forma? Verdaderamente, ¿no habré vivido en un sueño? ¿No muero víctima del horror y el misterio de la más extraña de las visiones sublunares? Desciendo de una raza cuyo temperamento imaginativo y fácilmente excitable la destacó en todo tiempo; desde la más tierna infancia di pruebas de haber heredado plenamente el carácter de la familia. A medida que avanzaba en años, esa modalidad se desarrolló aún más, llegando a ser por muchas razones causa de grave ansiedad para mis amigos y de perjuicios para mí. Crecí gobernándome por mi cuenta, entregado a los caprichos más extravagantes y víctima de las pasiones más incontrolables. Débiles, asaltados por defectos constitucionales análogos a los míos, poco pudieron hacer mis padres para contener las malas tendencias que me distinguían. Algunos menguados esfuerzos de su parte, mal dirigidos, terminaron en rotundos fracasos y, naturalmente, fueron triunfos para mí. Desde entonces mi voz fue ley en nuestra casa; a una edad en la que pocos niños han abandonado los andadores, quedé dueño de mi voluntad y me convertí de hecho en el amo de todas mis acciones.

Mis primeros recuerdos de la vida escolar se remontan a una vasta casa isabelina llena de recovecos, en un neblinoso pueblo de Inglaterra, donde se alzaban innumerables árboles gigantescos y nudosos, y donde todas las casas eran antiquísimas. Aquel venerable pueblo era como un lugar de ensueño, propio para la paz del espíritu. Ahora mismo, en mi fantasía, siento la refrescante atmósfera de sus avenidas en sombra, aspiro la fragancia de sus mil arbustos, y me estremezco nuevamente, con indefinible delicia, al oír la profunda y hueca voz de la campana de la iglesia quebrando hora tras hora con su hosco y repentino tañido el silencio de la fusca atmósfera, en la que el calado campanario gótico se sumía y reposaba.

Demorarme en los menudos recuerdos de la escuela y sus episodios me proporciona quizá el mayor placer que me es dado alcanzar en estos días.

Anegado como estoy por la desgracia —¡ay, demasiado real!—, se me perdonará que busque alivio, aunque sea tan leve como efímero, en la complacencia de unos pocos detalles divagantes. Triviales y hasta ridículos, esos detalles asumen en mi imaginación una relativa importancia, pues se vinculan a un período y a un lugar en los cuales reconozco la presencia de los primeros ambiguos avisos del destino que más tarde habría de envolverme en sus sombras. Dejadme, entonces, recordar.

Como he dicho, la casa era antigua y de trazado irregular. Alzábase en un vasto terreno, y un elevado y sólido muro de ladrillos, coronado por una capa de mortero y vidrios rotos, circundaba la propiedad. Esta muralla, semejante a la de una prisión, constituía el límite de nuestro dominio; más allá de él nuestras miradas sólo pasaban tres veces por semana: la primera, los sábados por la tarde, cuando se nos permitía realizar breves paseos en grupo, acompañados por dos preceptores, a través de los campos vecinos; y las otras dos los domingos, cuando concurríamos en la misma forma a los oficios matinales y vespertinos de la única iglesia del pueblo. El director de la escuela era también el pastor. ¡Con qué asombro y perplejidad lo contemplaba yo desde nuestros alejados bancos, cuando ascendía al pulpito con lento y solemne paso! Este hombre reverente, de rostro sereno y benigno, de vestiduras satinadas que ondulaban clericalmente, de peluca cuidadosamente empolvada, tan rígida y enorme… ¿podía ser el mismo que, poco antes, agrio el rostro, manchadas de rapé las ropas, administraba férula en mano las draconianas leyes de la escuela? ¡Oh inmensa paradoja, demasiado monstruosa para tener solución!

En un ángulo de la espesa pared rechinaba una puerta aún más espesa. Estaba remachada y asegurada con pasadores de hierro, y coronada de picas de hierro. ¡Qué sensaciones de profundo temor inspiraba! Jamás se abría, salvo para las tres salidas y retornos mencionados; por eso, en cada crujido de sus fortísimos goznes, encontrábamos la plenitud del misterio… un mundo de cosas para hacer solemnes observaciones, o para meditar profundamente.

El dilatado muro tenía una forma irregular, con muchos espaciosos recesos. Tres o cuatro de los más grandes constituían el campo de juegos. Su piso estaba nivelado y cubierto de fina grava. Me acuerdo de que no tenía árboles, ni bancos, ni nada parecido. Quedaba, claro está, en la parte posterior de la casa. En el frente había un pequeño cantero, donde crecían el boj y otros arbustos; pero a través de esta sagrada división sólo pasábamos en raras ocasiones, tales como el día del ingreso a la escuela o el de la partida, o quizá cuando nuestros padres o un amigo venían a buscarnos y partíamos alegremente a casa para pasar las vacaciones de Navidad o de verano.

¡Aquella casa! ¡Qué extraño era aquel viejo edificio! ¡Y para mí, qué palacio de encantamiento! Sus vueltas y revueltas no tenían fin, ni tampoco sus incomprensibles subdivisiones. En un momento dado era difícil saber con certeza en cuál de los dos pisos se estaba. Entre un cuarto y otro había siempre tres o cuatro escalones que subían o bajaban. Las alas laterales, además, eran innumerables —inconcebibles—, y volvían sobre sí mismas de tal manera que nuestras ideas más precisas con respecto a aquella casa no diferían mucho de las que abrigábamos sobre el infinito. Durante mis cinco años de residencia jamás pude establecer con precisión en qué remoto lugar hallábanse situados los pequeños dormitorios que correspondían a los dieciocho o veinte colegiales que seguíamos los cursos.

El aula era la habitación más grande de la casa y —no puedo dejar de pensarlo— del mundo entero. Era muy larga, angosta y lúgubremente baja, con ventanas de arco gótico y techo de roble. En un ángulo remoto, que nos inspiraba espanto, había una división cuadrada de unos ocho o diez pies, donde se hallaba el sanctum destinado a las oraciones de nuestro director, el reverendo doctor Bransby. Era una sólida estructura, de maciza puerta; antes de abrirla en ausencia del «dómine» hubiéramos preferido perecer voluntariamente por la peine forte et dure. En otros ángulos había dos recintos similares mucho menos reverenciados por cierto, pero que no dejaban de inspirarnos temor. Uno de ellos contenía la cátedra del preceptor «clásico», y el otro la correspondiente a «inglés y matemáticas». Dispersos en el salón, cruzándose y recruzándose en interminable irregularidad, veíanse innumerables bancos y pupitres, negros y viejos, carcomidos por el tiempo, cubiertos de libros harto hojeados, y tan llenos de cicatrices de iniciales, nombres completos, figuras grotescas y otros múltiples esfuerzos del cortaplumas, que habían llegado a perder lo poco que podía quedarles de su forma original en lejanos días. Un gran balde de agua aparecía en un extremo del salón, y en el otro había un reloj de formidables dimensiones. Encerrado por las macizas paredes de tan venerable academia, pasé sin tedio ni disgusto los años del tercer lustro de mi vida. El fecundo cerebro de un niño no necesita de los sucesos del mundo exterior para ocuparlo o divertirlo; y la monotonía aparentemente lúgubre de la escuela estaba llena de excitaciones más intensas que las que mi juventud extrajo de la lujuria, o mi virilidad del crimen. Sin embargo debo creer que el comienzo de mi desarrollo mental salió ya de lo común y tuvo incluso mucho de exagerado. En general, los hombres de edad madura no guardan un recuerdo definido de los acontecimientos de la infancia. Todo es como una sombra gris, una remembranza débil e irregular, una evocación indistinta de pequeños placeres y fantasmagóricos dolores. Pero en mi caso no ocurre así. En la infancia debo de haber sentido con todas las energías de un hombre lo que ahora hallo estampado en mi memoria con imágenes tan vívidas, tan profundas y tan duraderas como los exergos de las medallas cartaginesas.

Y sin embargo, desde un punto de vista mundano, ¡qué poco había allí para recordar! Despertarse por la mañana, volver a la cama por la noche; los estudios, las recitaciones, las vacaciones periódicas, los paseos; el campo de juegos, con sus querellas, sus pasatiempos, sus intrigas… Todo eso, por obra de un hechizo mental totalmente olvidado más tarde, llegaba a contener un mundo de sensaciones, de apasionantes incidentes, un universo de variada emoción, lleno de las más apasionadas e incitantes excitaciones. Oh, le bon temps, que ce siècle defer!

El ardor, el entusiasmo y lo imperioso de mi naturaleza no tardaron en destacarme entre mis condiscípulos, y por una suave pero natural gradación fui ganando ascendencia sobre todos los que no me superaban demasiado en edad; sobre todos…, con una sola excepción. Se trataba de un alumno que, sin ser pariente mío, tenía mi mismo nombre y apellido; circunstancia poco notable, ya que, a pesar de mi ascendencia noble, mi apellido era uno de esos que, desde tiempos inmemoriales, parecen ser propiedad común de la multitud. En este relato me he designado a mí mismo como William Wilson —nombre ficticio, pero no muy distinto del verdadero—. Sólo mi tocayo, entre los que formaban, según la fraseología escolar, «nuestro grupo», osaba competir conmigo en los estudios, en los deportes y querellas del recreo, rehusando creer ciegamente mis afirmaciones y someterse a mi voluntad; en una palabra, pretendía oponerse a mi arbitrario dominio en todos los sentidos. Y si existe en la tierra un supremo e ilimitado despotismo, ése es el que ejerce un muchacho extraordinario sobre los espíritus de sus compañeros menos dotados. La rebelión de Wilson constituía para mí una fuente de continuo embarazo; máxime cuando, a pesar de las bravatas que lanzaba en público acerca de él y de sus pretensiones, sentía que en el fondo le tenía miedo, y no podía dejar de pensar en la igualdad que tan fácilmente mantenía con respecto a mí, y que era prueba de su verdadera superioridad, ya que no ser superado me costaba una lucha perpetua. Empero, esta superioridad —incluso esta igualdad— sólo yo la reconocía; nuestros camaradas, por una inexplicable ceguera, no parecían sospecharla siquiera. La verdad es que su competencia, su oposición y, sobre todo, su impertinente y obstinada interferencia en mis propósitos eran tan hirientes como poco visibles. Wilson parecía tan exento de la ambición que espolea como de la apasionada energía que me permitía brillar. Se hubiera dicho que en su rivalidad había sólo el caprichoso deseo de contradecirme, asombrarme y mortificarme; aunque a veces yo no dejaba de observar —con una mezcla de asombro, humillación y resentimiento— que mi rival mezclaba en sus ofensas, sus insultos o sus oposiciones cierta inapropiada e intempestiva afectuosidad. Sólo alcanzaba a explicarme semejante conducta como el producto de una consumada suficiencia, que adoptaba el tono vulgar del patronazgo y la protección.

Quizá fuera este último rasgo en la conducta de Wilson, conjuntamente con la identidad de nuestros nombres y la mera coincidencia de haber ingresado en la escuela el mismo día, lo que dio origen a la convicción de que éramos hermanos, cosa que creían todos los alumnos de las clases superiores. Estos últimos no suelen informarse en detalle de las cuestiones concernientes a los alumnos menores. Ya he dicho, o debí decir, que Wilson no estaba emparentado ni en el grado más remoto con mi familia. Pero la verdad es que, de haber sido hermanos, hubiésemos sido gemelos, ya que después de salir de la academia del doctor Bransby supe por casualidad que mi tocayo había nacido el 19 de enero de 1813, y la coincidencia es bien notable, pues se trata precisamente del día de mi nacimiento.

Podrá parecer extraño que, a pesar de la continua inquietud que me ocasionaba la rivalidad de Wilson, y su intolerable espíritu de contradicción, me resultara imposible odiarlo. Es cierto que casi diariamente teníamos una querella, al fin de la cual, mientras me cedía públicamente la palma de la victoria, Wilson se las arreglaba de alguna manera para darme a entender que era él quien la había merecido; pero, no obstante eso, mi orgullo y una gran dignidad de su parte nos mantenía en lo que se da en llamar «buenas relaciones», a la vez que diversas coincidencias en nuestros caracteres actuaban para despertar en mí un sentimiento que quizá sólo nuestra posición impedía convertir en amistad. Me es muy difícil definir, e incluso describir, mis verdaderos sentimientos hacia Wilson. Constituían una mezcla heterogénea y abigarrada: algo de petulante animosidad que no llegaba al odio, algo de estima, aún más de respeto, mucho miedo y un mundo de inquieta curiosidad. Casi resulta superfluo agregar, para el moralista, que Wilson y yo éramos compañeros inseparables.

No hay duda que lo anómalo de esta relación encaminaba todos mis ataques (que eran muchos, francos o encubiertos) por las vías de la burla o de la broma pesada —que lastiman bajo la apariencia de una diversión— en vez de convertirlos en franca y abierta hostilidad. Pero mis esfuerzos en ese sentido no siempre resultaban fructuosos, por más hábilmente que maquinara mis planes, ya que mi tocayo tenía en su carácter mucho de esa modesta y tranquila austeridad que, mientras goza de lo afilado de sus propias bromas, no ofrece ningún talón de Aquiles y rechaza toda tentativa de que alguien ría a costa suya. Sólo pude encontrarle un punto vulnerable que, proveniente de una peculiaridad de su persona y originado acaso en una enfermedad constitucional, hubiera sido relegado por cualquier otro antagonista menos exasperado que yo. Mi rival tenía un defecto en los órganos vocales que le impedía alzar la voz más allá de un susurro apenas perceptible. Y yo no dejaba de aprovechar las míseras ventajas que aquel defecto me acordaba.

Las represalias de Wilson eran muy variadas, pero una de las formas de su malicia me perturbaba más allá de lo natural. Jamás podré saber cómo su sagacidad llegó a descubrir que una cosa tan insignificante me ofendía; el hecho es que, una vez descubierta, no dejo de insistir en ella. Siempre había yo experimentado aversión hacia mi poco elegante apellido y mi nombre tan común, que era casi plebeyo. Aquellos nombres eran veneno en mi oído, y cuando, el día de mi llegada, un segundo William Wilson ingresó en la academia, lo detesté por llevar ese nombre, y me sentí doblemente disgustado por el hecho de ostentarlo un desconocido que sería causa de una constante repetición, que estaría todo el tiempo en mi presencia y cuyas actividades en la vida ordinaria de la escuela serían con frecuencia confundidas con las mías, por culpa de aquella odiosa coincidencia.

Este sentimiento de ultraje así engendrado se fue acentuando con cada circunstancia que revelaba una semejanza, moral o física, entre mi rival y yo. En aquel tiempo no había descubierto el curioso hecho de que éramos de la misma edad, pero comprobé que teníamos la misma estatura, y que incluso nos parecíamos mucho en las facciones y el aspecto físico. También me amargaba que los alumnos de los cursos superiores estuvieran convencidos de que existía un parentesco entre ambos. En una palabra, nada podía perturbarme más (aunque lo disimulaba cuidadosamente) que cualquier alusión a una semejanza intelectual, personal o familiar entre Wilson y yo. Por cierto, nada me permitía suponer (salvo en lo referente a un parentesco) que estas similaridades fueran comentadas o tan sólo observadas por nuestros condiscípulos. Que él las observaba en todos sus aspectos, y con tanta claridad como yo, me resultaba evidente; pero sólo a su extraordinaria penetración cabía atribuir el descubrimiento de que esas circunstancias le brindaran un campo tan vasto de ataque.

Su réplica, que consistía en perfeccionar una imitación de mi persona, se cumplía tanto en palabras como en acciones, y Wilson desempeñaba admirablemente su papel. Copiar mi modo de vestir no le era difícil; mis actitudes y mi modo de moverme pasaron a ser suyos sin esfuerzo, y a pesar de su defecto constitucional, ni siquiera mi voz escapó a su imitación. Nunca trataba, claro está, de imitar mis acentos más fuertes, pero la tonalidad general de mi voz se repetía exactamente en la suya, y su extraño susurro llegó a convertirse en el eco mismo de la mía.

No me aventuraré a describir hasta qué punto este minucioso retrato (pues no cabía considerarlo una caricatura) llegó a exasperarme. Me quedaba el consuelo de ser el único que reparaba en esa imitación y no tener que soportar más que las sonrisas de complicidad y de misterioso sarcasmo de mi tocayo. Satisfecho de haber provocado en mí el penoso efecto que buscaba, parecía divertirse en secreto del aguijón que me había clavado, desdeñando sistemáticamente el aplauso general que sus astutas maniobras hubieran obtenido fácilmente. Durante muchos meses constituyó un enigma indescifrable para mí el que mis compañeros no advirtieran sus intenciones, comprobaran su cumplimiento y participaran de su mofa. Quizá la gradación de su copia no la hizo tan perceptible; o quizá debía mi seguridad a la maestría de aquel copista que, desdeñando lo literal (que es todo lo que los pobres de entendimiento ven en una pintura) sólo ofrecía el espíritu del original para que yo pudiera contemplarlo y atormentarme.

He aludido más de una vez al desagradable aire protector que asumía Wilson conmigo, y de sus frecuentes interferencias en los caminos de mi voluntad. Esta interferencia solía adoptar la desagradable forma de un consejo, antes insinuado que ofrecido abiertamente. Yo lo recibía con una repugnancia que los años fueron acentuando. Y, sin embargo, en este día ya tan lejano de aquéllos, séame dado declarar con toda justicia que no recuerdo ocasión alguna en que las sugestiones de mi rival me incitaran a los errores tan frecuentes en esa edad inexperta e inmadura; por lo menos su sentido moral, si no su talento y su sensatez, era mucho más agudo que el mío; y yo habría llegado a ser un hombre mejor y más feliz si hubiera rechazado con menos frecuencia aquellos consejos encerrados en susurros, y que en aquel entonces odiaba y despreciaba amargamente.

Así las cosas, acabé por impacientarme al máximo frente a esa

desagradable vigilancia, y lo que consideraba intolerable arrogancia de su parte me fue ofendiendo más y más. He dicho ya que en los primeros años de nuestra vinculación de condiscípulos mis sentimientos hacia Wilson podrían haber derivado fácilmente a la amistad; pero en los últimos meses de mi residencia en la academia, si bien la impertinencia de su comportamiento había disminuido mucho, mis sentimientos se inclinaron, en proporción análoga, al más profundo odio. En cierta ocasión creo que Wilson lo advirtió, y desde entonces me evitó o fingió evitarme.

En esa misma época, si recuerdo bien, tuvimos un violento altercado, durante el cual Wilson perdió la calma en mayor medida que otras veces, actuando y hablando con una franqueza bastante insólita en su carácter. Descubrí en ese momento (o me pareció descubrir) en su acento, en su aire y en su apariencia general algo que empezó por sorprenderme, para llegar a interesarme luego profundamente, ya que traía a mi recuerdo borrosas visiones de la primera infancia; vehementes, confusos y tumultuosos recuerdos de un tiempo en el que la memoria aún no había nacido. Sólo puedo describir la sensación que me oprimía diciendo que me costó rechazar la certidumbre de que había estado vinculado con aquel ser en una época muy lejana, en un momento de un pasado infinitamente remoto. La ilusión, sin embargo, desvaneciose con la misma rapidez con que había surgido, y si la menciono es para precisar el día en que hablé por última vez en el colegio con mi extraño tocayo.

La enorme y vieja casa, con sus incontables subdivisiones, tenía varias grandes habitaciones contiguas, donde dormía la mayor parte de los estudiantes. Como era natural en un edificio tan torpemente concebido, había además cantidad de recintos menores que constituían las sobras de la estructura y que el ingenio económico del doctor Bransby había habilitado como dormitorios, aunque dado su tamaño sólo podían contener a un ocupante. Wilson poseía uno de esos pequeños cuartos.

Una noche, hacia el final de mi quinto año de estudios en la escuela, e inmediatamente después del altercado a que he aludido, me levanté cuando todos se hubieron dormido y, tomando una lámpara, me aventuré por infinitos pasadizos angostos en dirección al dormitorio de mi rival. Durante largo tiempo había estado planeando una de esas perversas bromas pesadas con las cuales fracasara hasta entonces. Me sentía dispuesto a llevarla de inmediato a la práctica, para que mi rival pudiera darse buena cuenta de toda mi malicia. Cuando llegué ante su dormitorio, dejé la lámpara en el suelo, cubriéndola con una pantalla, y entré silenciosamente. Luego de avanzar unos pasos, oí su sereno respirar. Seguro de que estaba durmiendo, volví a tomar la lámpara y me aproximé al lecho. Estaba éste rodeado de espesas cortinas, que en cumplimiento de mi plan aparté lenta y silenciosamente, hasta que los brillantes rayos cayeron sobre el durmiente, mientras mis ojos se fijaban en el mismo instante en su rostro. Lo miré, y sentí que mi cuerpo se helaba, que un embotamiento me envolvía. Palpitaba mi corazón, temblábanme las rodillas, mientras mi espíritu se sentía presa de un horror sin sentido pero intolerable. Jadeando, bajé la lámpara hasta aproximarla aún más a aquella cara. ¿Eran ésos… ésos, los rasgos de William Wilson? Bien veía que eran los suyos, pero me estremecía como víctima de la calentura al imaginar que no lo eran. Pero, entonces, ¿qué había en ellos para confundirme de esa manera? Lo miré, mientras mi cerebro giraba en multitud de incoherentes pensamientos. No era ése su aspecto… no, así no era él en las activas horas de vigilia. ¡El mismo nombre! ¡La misma figura! ¡El mismo día de ingreso a la academia! ¡Y su obstinada e incomprensible imitación de mi actitud, de mi voz, de mis costumbres, de mi aspecto! ¿Entraba verdaderamente dentro de los límites de la posibilidad humana que esto que ahora veía fuese meramente el resultado de su continua imitación sarcástica? Espantado y temblando cada vez más, apagué la lámpara, salí en silencio del dormitorio y escapé sin perder un momento de la vieja academia, a la que no habría de volver jamás.

Luego de un lapso de algunos meses que pasé en casa sumido en una total holgazanería, entré en el colegio de Eton. El breve intervalo había bastado para apagar mi recuerdo de los acontecimientos en la escuela del doctor Bransby, o por lo menos para cambiar la naturaleza de los sentimientos que aquellos sucesos me inspiraban. La verdad y la tragedia de aquel drama no existían ya. Ahora me era posible dudar del testimonio de mis sentidos; cada vez que recordaba el episodio me asombraba de los extremos a que puede llegar la credulidad humana, y sonreía al pensar en la extraordinaria imaginación que hereditariamente poseía. Este escepticismo estaba lejos de disminuir con el género de vida que empecé a llevar en Eton. El vórtice de irreflexiva locura en que inmediata y temerariamente me sumergí barrió con todo y no dejó más que la espuma de mis pasadas horas, devorando las impresiones sólidas o serias y dejando en el recuerdo tan sólo las trivialidades de mi existencia anterior. No quiero, sin embargo, trazar aquí el derrotero de mi miserable libertinaje, que desafiaba las leyes y eludía la vigilancia del colegio. Tres años de locura se sucedieron sin ningún beneficio, arraigando en mí los vicios y aumentando, de un modo insólito, mi desarrollo corporal. Un día, después de una semana de estúpida disipación, invité a algunos de los estudiantes más disolutos a una orgía secreta en mis habitaciones. Nos reunimos estando ya la noche avanzada, pues nuestro libertinaje habría de prolongarse hasta la mañana. Corría libremente el vino y no faltaban otras seducciones todavía más peligrosas, al punto que la gris alborada apuntaba ya en el oriente cuando nuestras deliberantes extravagancias llegaban a su ápice. Excitado hasta la locura por las cartas y la embriaguez me disponía a proponer un brindis especialmente blasfematorio, cuando la puerta de mi aposento se entreabrió con violencia, a tiempo que resonaba ansiosamente la voz de uno de los criados. Insistía en que una persona me reclamaba con toda urgencia en el vestíbulo.

Profundamente excitado por el vino, la inesperada interrupción me alegró en vez de sorprenderme. Salí tambaleándome y en pocos pasos llegué al vestíbulo. No había luz en aquel estrecho lugar, y sólo la pálida claridad del alba alcanzaba a abrirse paso por la ventana semicircular. Al poner el pie en el umbral distinguí la figura de un joven de mi edad, vestido con una bata de casimir blanco, cortada conforme a la nueva moda e igual a la que llevaba yo puesta. La débil luz me permitió distinguir todo eso, pero no las facciones del visitante. Al verme, vino precipitadamente a mi encuentro y, tomándome del brazo con un gesto de petulante impaciencia, murmuró en mi oído estas palabras:

—¡William Wilson!

Mi embriaguez se disipó instantáneamente.

Había algo en los modales del desconocido y en el temblor nervioso de su dedo levantado, suspenso entre la luz y mis ojos, que me colmó de indescriptible asombro; pero no fue esto lo que me conmovió con más violencia, sino la solemne admonición que contenían aquellas sibilantes palabras dichas en voz baja, y, por sobre todo, el carácter, el sonido, el tono de esas pocas, sencillas y familiares sílabas que había susurrado, y que me llegaban con mil turbulentos recuerdos de días pasados, golpeando mi alma con el choque de una batería galvánica. Antes de que pudiera recobrar el uso de mis sentidos, el visitante había desaparecido.

Aunque este episodio no dejó de afectar vivamente mi desordenada imaginación, bien pronto se disipó su efecto. Durante algunas semanas me ocupé en hacer toda clase de averiguaciones, o me envolví en una nube de morbosas conjeturas. No intenté negarme a mí mismo la identidad del singular personaje que se inmiscuía de tal manera en mis asuntos o me exacerbaba con sus insinuados consejos. ¿Quién era, qué era ese Wilson? ¿De dónde venía? ¿Qué propósitos abrigaba? Me fue imposible hallar respuesta a estas preguntas; sólo alcancé a averiguar que un súbito accidente acontecido en su familia lo había llevado a marcharse de la academia del doctor Bransby la misma tarde del día en que emprendí la fuga. Pero bastó poco tiempo para que dejara de pensar en todo esto, ya que mi atención estaba completamente absorbida por los proyectos de mi ingreso en Oxford. No tardé en trasladarme allá, y la irreflexiva vanidad de mis padres me proporcionó una pensión anual que me permitiría abandonarme al lujo que tanto ansiaba mi corazón y rivalizar en despilfarro con los más altivos herederos de los más ricos condados de Gran Bretaña.

Estimulado por estas posibilidades de fomentar mis vicios, mi temperamento se manifestó con redoblado ardor, y mancillé las más elementales reglas de decencia con la loca embriaguez de mis licencias. Sería absurdo detenerme en el detalle de mis extravagancias. Baste decir que excedí todos los límites y que, dando nombre a multitud de nuevas locuras, agregué un copioso apéndice al largo catálogo de vicios usuales en aquella Universidad, la más disoluta de Europa.

Apenas podrá creerse, sin embargo, que por más que hubiera mancillado mi condición de gentilhombre, habría de llegar a familiarizarme con las innobles artes del jugador profesional, y que, convertido en adepto de tan despreciable ciencia, la practicaría como un medio para aumentar todavía más mis enormes rentas a expensas de mis camaradas de carácter más débil. No obstante, ésa es la verdad. Lo monstruoso de esta transgresión de todos los sentimientos caballerescos y honorables resultaba la principal, ya que no la única razón de la impunidad con que podía practicarla. ¿Quién, entre mis más depravados camaradas, no hubiera dudado del testimonio de sus sentidos antes de sospechar culpable de semejantes actos al alegre, al franco, al generoso William Wilson, el más noble y liberal compañero de Oxford, cuyas locuras, al decir de sus parásitos, no eran más que locuras de la juventud y la fantasía, cuyos errores sólo eran caprichos inimitables, cuyos vicios más negros no pasaban de ligeras y atrevidas extravagancias?

Llevaba ya dos años entregado con todo éxito a estas actividades cuando llegó a la Universidad un joven noble, un parvenu llamado Glendinning, a quien los rumores daban por más rico que Herodes Ático, sin que sus riquezas le hubieran costado más que a éste. Pronto me di cuenta de que era un simple, y, naturalmente, lo consideré sujeto adecuado para ejercer sobre él mis habilidades. Logré hacerlo jugar conmigo varias veces y, procediendo como todos los tahúres, le permití ganar considerables sumas a fin de envolverlo más efectivamente en mis redes. Por fin, maduros mis planes, me encontré con él (decidido a que esta partida fuera decisiva) en las habitaciones de un camarada llamado Preston, que nos conocía íntimamente a ambos, aunque no abrigaba la más remota sospecha de mis intenciones. Para dar a todo esto un mejor color, me había arreglado para que fuéramos ocho o diez invitados, y me ingenié cuidadosamente a fin de que la invitación a jugar surgiera como por casualidad y que la misma víctima la propusiera. Para abreviar tema tan vil, no omití ninguna de las bajas finezas propias de estos lances, que se repiten de tal manera en todas las ocasiones similares que cabe maravillarse de que todavía existan personas tan tontas como para caer en la trampa.

Era ya muy entrada la noche cuando efectué por fin la maniobra que me dejó frente a Glendinning como único antagonista. El juego era mi favorito, el écarté. Interesados por el desarrollo de la partida, los invitados habían abandonado las cartas y se congregaban a nuestro alrededor. El parvenu, a quien había inducido con anterioridad a beber abundantemente, cortaba las cartas, barajaba o jugaba con una nerviosidad que su embriaguez sólo podía explicar en parte. Muy pronto se convirtió en deudor de una importante suma, y entonces, luego de beber un gran trago de oporto, hizo lo que yo esperaba fríamente: me propuso doblar las apuestas, que eran ya extravagantemente elevadas. Fingí resistirme, y sólo después que mis reiteradas negativas hubieron provocado en él algunas réplicas coléricas, que dieron a mi aquiescencia un carácter destemplado, acepté la propuesta. Como es natural, el resultado demostró hasta qué punto la presa había caído en mis redes; en menos de una hora su deuda se había cuadruplicado.

Desde hacía un momento, el rostro de Glendinning perdía la rubicundez que el vino le había prestado y me asombró advertir que se cubría de una palidez casi mortal. Si digo que me asombró se debe a que mis averiguaciones anteriores presentaban a mi adversario como inmensamente rico, y, aunque las sumas perdidas eran muy grandes, no podían preocuparlo seriamente y mucho menos perturbarlo en la forma en que lo estaba viendo. La primera idea que se me ocurrió fue que se trataba de los efectos de la bebida; buscando mantener mi reputación a ojos de los testigos presentes —y no por razones altruistas— me disponía a exigir perentoriamente la suspensión de la partida, cuando algunas frases que escuché a mi alrededor, así como una exclamación desesperada que profirió Glendinning, me dieron a entender que acababa de arruinarlo por completo, en circunstancias que lo llevaban a merecer la piedad de todos, y que deberían haberlo protegido hasta de las tentativas de un demonio.

Difícil es decir ahora cuál hubiera sido mi conducta en ese momento. La lamentable condición de mi adversario creaba una atmósfera de penoso embarazo. Hubo un profundo silencio, durante el cual sentí que me ardían las mejillas bajo las miradas de desprecio o de reproche que me lanzaban los menos pervertidos. Confieso incluso que, al producirse una súbita y extraordinaria interrupción, mi pecho se alivió por un breve instante de la intolerable ansiedad que lo oprimía. Las grandes y pesadas puertas de la estancia se abrieron de golpe y de par en par, con un ímpetu tan vigoroso y arrollador que bastó para apagar todas las bujías. La muriente luz nos permitió, sin embargo, ver entrar a un desconocido, un hombre de mi talla, completamente embozado en una capa. La oscuridad era ahora total, y solamente podíamos sentir que aquel hombre estaba entre nosotros. Antes de que nadie pudiera recobrarse del profundo asombro que semejante conducta le había producido, oímos la voz del intruso.

—Señores —dijo, con una voz tan baja como clara, con un inolvidable susurro que me estremeció hasta la médula de los huesos—. Señores, no me excusaré por mi conducta, ya que al obrar así no hago más que cumplir con un deber. Sin duda ignoran ustedes quién es la persona que acaba de ganar una gran suma de dinero a Lord Glendinning. He de proponerles, por tanto, una manera tan expeditiva como concluyente de cerciorarse al respecto:

bastará con que examinen el forro de su puño izquierdo y los pequeños paquetes que encontrarán en los bolsillos de su bata bordada.

Mientras hablaba, el silencio era tan profundo que se hubiera oído caer una aguja en el suelo. Dichas esas palabras, partió tan bruscamente como había entrado. ¿Puedo describir… describiré mis sensaciones? ¿Debo decir que sentí todos los horrores del condenado? Poco tiempo me quedó para reflexionar.

Varias manos me sujetaron rudamente, mientras se traían nuevas luces. Inmediatamente me registraron. En el forro de mi manga encontraron todas las figuras esenciales en el écarté y, en los bolsillos de mi bata, varios mazos de barajas idénticos a los que empleábamos en nuestras partidas, salvo que las mías eran lo que técnicamente se denomina arrondées; vale decir que las cartas ganadoras tienen las extremidades ligeramente convexas, mientras las cartas de menor valor son levemente convexas a los lados. En esa forma, el incauto que corta, como es normal, a lo largo del mazo, proporcionará invariablemente una carta ganadora a su antagonista, mientras el tahúr, que cortará también tomando el mazo por sus lados mayores, descubrirá una carta inferior.

Todo estallido de indignación ante semejante descubrimiento me hubiera afectado menos que el silencioso desprecio y la sarcástica compostura con que fue recibido.

—Señor Wilson —dijo nuestro anfitrión, inclinándose para levantar del suelo una lujosa capa de preciosas pieles—, esto es de su pertenencia. (Hacía frío y, al salir de mis habitaciones, me había echado la capa sobre mi bata, retirándola luego al llegar a la sala de juego). Supongo que no vale la pena buscar aquí —agregó, mientras observaba los pliegues del abrigo con amarga sonrisa— otras pruebas de su habilidad. Ya hemos tenido bastantes. Descuento que reconocerá la necesidad de abandonar Oxford, y, de todas maneras, de salir inmediatamente de mi habitación.

Humillado, envilecido hasta el máximo como lo estaba en ese momento, es probable que hubiera respondido a tan amargo lenguaje con un arrebato de violencia, de no hallarse mi atención completamente concentrada en un hecho por completo extraordinario. La capa que me había puesto para acudir a la reunión era de pieles sumamente raras, a un punto tal que no hablaré de su precio. Su corte, además, nacía de mi invención personal, pues en cuestiones tan frívolas era de un refinamiento absurdo. Por eso, cuando Preston me alcanzó la que acababa de levantar del suelo cerca de la puerta del aposento, vi con asombro lindante en el terror que yo tenía mi propia capa colgada del brazo —donde la había dejado inconscientemente—, y que la que me ofrecía era absolutamente igual en todos y cada uno de sus detalles. El extraño personaje que me había desenmascarado estaba envuelto en una capa al entrar, y aparte de mí ningún otro invitado llevaba capa esa noche. Con lo que me quedaba de presencia de ánimo, tomé la que me ofrecía Preston y la puse sobre la mía sin que nadie se diera cuenta. Salí así de las habitaciones, desafiante el rostro, y a la mañana siguiente, antes del alba, empecé un presuroso viaje al continente, perdido en un abismo de espanto y de vergüenza.

Huía en vano. Mi aciago destino me persiguió, exultante, mostrándome que su misterioso dominio no había hecho más que empezar. Apenas hube llegado a París, tuve nuevas pruebas del odioso interés que Wilson mostraba en mis asuntos. Corrieron los años, sin que pudiera hallar alivio. ¡El miserable…! ¡Con qué inoportuna, con qué espectral solicitud se interpuso en Roma entre mí y mis ambiciones! También en Viena… en Berlín… en Moscú. A decir verdad, ¿dónde no tenía yo amargas razones para maldecirlo de todo corazón? Huí, al fin, de aquella inescrutable tiranía, aterrado como si se tratara de la peste; huí hasta los confines mismos de la tierra. Y en vano.

Una y otra vez, en la más secreta intimidad de mi espíritu, me formulé las preguntas: «¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué quiere?». Pero las respuestas no llegaban. Minuciosamente estudié las formas, los métodos, los rasgos dominantes de aquella impertinente vigilancia, pero incluso ahí encontré muy poco para fundar una conjetura cualquiera. Cabía advertir, sin embargo, que en las múltiples instancias en que se había cruzado en mi camino en los últimos tiempos, sólo lo había hecho para frustrar planes o malograr actos que, de cumplirse, hubieran culminado en una gran maldad. ¡Pobre justificación, sin embargo, para una autoridad asumida tan imperiosamente! ¡Pobre compensación para los derechos de un libre albedrío tan insultantemente estorbado!

Me había visto obligado a notar asimismo que, en ese largo período (durante el cual continuó con su capricho de mostrarse vestido exactamente como yo, lográndolo con milagrosa habilidad), mi atormentador consiguió que no pudiera ver jamás su rostro las muchas veces que se interpuso en el camino de mi voluntad. Cualquiera que fuese Wilson, esto, por lo menos, era el colmo de la afectación y la insensatez. ¿Cómo podía haber supuesto por un instante que en mi amonestador de Eton, en el desenmascarador de Oxford, en aquel que malogró mi ambición en Roma, mi venganza en París, mi apasionado amor en Nápoles, o lo que falsamente llamaba mi avaricia en Egipto, que en él, mi archienemigo y genio maligno, dejaría yo de reconocer al William Wilson de mis días escolares, al tocayo, al compañero, al rival, al odiado y temido rival de la escuela del doctor Bransby? ¡Imposible! Pero apresurémonos a llegar a la última escena del drama.

Hasta aquel momento yo me había sometido por completo a su imperiosa dominación. El sentimiento de reverencia con que habitualmente contemplaba el elevado carácter, el majestuoso saber y la ubicuidad y omnipotencia aparentes de Wilson, sumado al terror que ciertos rasgos de su naturaleza y su arrogancia me inspiraban, habían llegado a convencerme de mi total debilidad y desamparo, sugiriéndome una implícita, aunque amargamente resistida sumisión a su arbitraria voluntad. Pero en los últimos tiempos acabé entregándome por completo a la bebida, y su terrible influencia sobre mi temperamento hereditario me hizo impacientarme más y más frente a aquella vigilancia. Empecé a murmurar, a vacilar, a resistir. ¿Y era sólo la imaginación la que me inducía a creer que a medida que mi firmeza aumentaba, la de mi atormentador sufría una disminución proporcional? Sea como fuere, una ardiente esperanza empezó a aguijonearme y fomentó en mis más secretos pensamientos la firme y desesperada resolución de no tolerar por más tiempo aquella esclavitud.

Era en Roma, durante el carnaval del 18…, en un baile de máscaras que ofrecía en su palazzo el duque napolitano Di Broglio. Me había dejado arrastrar más que de costumbre por los excesos de la bebida, y la sofocante atmósfera de los atestados salones me irritaba sobremanera. Luchaba además por abrirme paso entre los invitados, cada vez más malhumorado, pues deseaba ansiosamente encontrar (no diré por qué indigna razón) a la alegre y bellísima esposa del anciano y caduco Di Broglio. Con una confianza por completo desprovista de escrúpulos, me había hecho saber ella cuál sería su disfraz de aquella noche y, al percibirla a la distancia, me esforzaba por llegar a su lado. Pero en ese momento sentí que una mano se posaba ligeramente en mi hombro, y otra vez escuché al oído aquel profundo, inolvidable, maldito susurro.

Arrebatado por un incontenible frenesí de rabia, me volví violentamente hacia el que acababa de interrumpirme y lo aferré por el cuello. Tal como lo había imaginado, su disfraz era exactamente igual al mío: capa española de terciopelo azul y cinturón rojo, del cual pendía una espada. Una máscara de seda negra ocultaba por completo su rostro.

—¡Miserable! —grité con voz enronquecida por la rabia, mientras cada

sílaba que pronunciaba parecía atizar mi furia—. ¡Miserable impostor! ¡Maldito villano! ¡No me perseguirás… no, no me perseguirás hasta la muerte! ¡Sígueme, o te atravieso de lado a lado aquí mismo!

Y me lancé fuera de la sala de baile, en dirección a una pequeña antecámara contigua, arrastrándolo conmigo.

Cuando estuvimos allí, lo rechacé con violencia. Trastrabilló, mientras yo cerraba la puerta con un juramento y le ordenaba ponerse en guardia. Vaciló apenas un instante; luego, con un ligero suspiro, desenvainó la espada sin decir palabra y se aprestó a defenderse.

El duelo fue breve. Yo me hallaba en un frenesí de excitación y sentía en mi brazo la energía y la fuerza de toda una multitud. En pocos segundos lo fui llevando arrolladoramente hasta acorralarlo contra una pared, y allí, teniéndolo a mi merced, le hundí varias veces la espada en el pecho con brutal ferocidad.

En aquel momento alguien movió el pestillo de la puerta. Me apresuré a evitar una intrusión, volviendo inmediatamente hacia mi moribundo antagonista. ¿Pero qué lenguaje humano puede pintar esa estupefacción, ese horror que se posesionaron de mí frente al espectáculo que me esperaba? El breve instante en que había apartado mis ojos parecía haber bastado para producir un cambio material en la disposición de aquel ángulo del aposento. Donde antes no había nada, alzábase ahora un gran espejo (o por lo menos me pareció así en mi confusión). Y cuando avanzaba hacia él, en el colmo del espanto, mi propia imagen, pero cubierta de sangre y pálido el rostro, vino a mi encuentro tambaleándose.

Tal me había parecido, lo repito, pero me equivocaba. Era mi antagonista, era Wilson, quien se erguía ante mí agonizante. Su máscara y su capa yacían en el suelo, donde las había arrojado. No había una sola hebra en sus ropas, ni una línea en las definidas y singulares facciones de su rostro, que no fueran las mías, que no coincidieran en la más absoluta identidad.

Era Wilson. Pero ya no hablaba con un susurro, y hubiera podido creer que era yo mismo el que hablaba cuando dijo:

—Has vencido, y me entrego. Pero también tú estás muerto desde ahora… muerto para el mundo, para el cielo y para la esperanza. ¡En mí existías… y al matarme, ve en esta imagen, que es la tuya, cómo te has asesinado a ti mismo!

Edgar Allan Poe (1809 – 1849) es uno de los autores más relevantes de los últimos tiempos. Su obra y su teoría definieron una nueva forma de aproximarse a la literatura y se ha hecho mundialmente reconocido por retratar las profundidades de la interioridad humana, mostrando personajes sumidos en la locura.

En este cuento se indaga en un tema clásico de la literatura: el doble, que representa la conciencia y el reflejo del yo reprimido. Así, el autor indaga en la existencia de una lucha interna entre el bien y el mal, entre la moral y el deseo.

De este modo, la aparición del doble pone en crisis la integridad del “yo”. El protagonista no puede convivir con su conciencia moral y prefiere aniquilarla antes que aceptar sus límites.

El otro William representa esa voz interna que recuerda lo que no se debe hacer. Aunque el narrador tiene la libertad de elegir, su rechazo a toda norma lo lleva a la ruina moral y simbólica. Por ello, cuando cree asesinar a su "enemigo" descubre que ha destruido una parte de sí mismo.

4. Cuando hablábamos con los muertos - Mariana Enríquez

A esa edad suena música en la cabeza, todo el tiempo, como si transmitiera una radio en la nuca, bajo el cráneo. Esa música un día empieza a bajar de volumen o sencillamente se detiene. Cuando eso pasa, uno deja de ser adolescente. Pero no era el caso, ni de cerca, de la época en que hablábamos con los muertos. Entonces la música estaba a todo volumen y sonaba como Slayer, Reign in Blood.

Empezamos con la copa en casa de la Polaca, encerradas en su pieza. Teníamos que hacerlo en secreto porque Mara, la hermana de la Polaca, les tenía miedo a los fantasmas y a los espíritus, le tenía miedo a todo, bah, era una pendeja estúpida. Y teníamos que hacerlo de día, por la hermana en cuestión y porque la Polaca tenía mucha familia. Todos se acostaban temprano, y lo de la copa no le gustaba a ninguno porque eran recontracatólicos, de ir a misa y rezar el rosario. La única con onda de esa familia era la Polaca, y ella había conseguido una tabla ouija tremenda, que venía como oferta especial con unos suplementos sobre magia, brujería y hechos inexplicables que se llamaban El Mundo de lo Oculto, que se vendían en kioscos de revistas y se podían encuadernar. La ouija ya la habían regalado varias veces con los fascículos, pero siempre se agotaba antes de que cualquiera de nosotras pudiera juntar el dinero para comprarla. Hasta que la Polaca se tomó las cosas en serio, ahorró, y ahí estábamos con nuestra preciosa tabla, que tenía los números y las letras en gris, fondo rojo y unos dibujos muy satánicos y místicos, todo alrededor del círculo central. Siempre nos juntábamos cinco: yo, Julita, la Pinocha (le decíamos así porque era de madera, la más bestia en la escuela, no porque tuviera nariz grande), la Polaca y Nadia. Las cinco fumábamos, así que a veces la copa parecía flotar en humo cuando jugábamos, y les dejábamos la habitación apestando a la Polaca y a su hermana. Para colmo, cuando empezamos con la copa era invierno, así que no podíamos abrir las ventanas porque nos cagábamos de frío.

Así, encerradas entre humo y con la copa totalmente enloquecida, nos encontró Dalila, la madre de la Polaca, y nos sacó a patadas. Yo pude recuperar la tabla –y me la quedé desde entonces– y Julita evitó que se partiera la copa, lo cual hubiera sido un desastre para la pobre Polaca y su familia, porque el muerto con el que estábamos hablando justo en ese momento parecía malísimo, hasta había dicho que no era un muerto-espíritu, nos había dicho que era un ángel caído. Igual, a esa altura, ya sabíamos que los espíritus eran muy mentirosos y mañosos, y no nos asustaban más con trucos berretas, como que adivinaran cumpleaños o segundos nombres de abuelos. Las cinco nos juramos con sangre –pinchándonos el dedo con una aguja– que ninguna movía la copa, y yo confiaba en que era así. Yo no la movía, nunca la moví, y creo de verdad que mis amigas tampoco. Al principio, a la copa siempre le costaba arrancar, pero cuando tomaba envión parecía que había un imán que la unía a nuestros dedos, ni la teníamos que tocar, jamás la empujábamos, ni siquiera apoyábamos un poco el dedo; se deslizaba sobre los dibujos místicos y las letras tan rápido que a veces ni hacíamos tiempo de anotar las respuestas a las preguntas (una de nosotras, siempre, era la que tomaba nota) en el cuaderno especial que teníamos para eso.

Cuando nos descubrió la loca de la madre de la Polaca (que nos acusó de satánicas y putas, y habló con nuestros padres: fue un garronazo) tuvimos que parar un poco con el juego, porque se hacía difícil encontrar otro lugar donde seguir. En mi casa, imposible: mi mamá estaba enferma en esa época, y no quería a nadie en casa, apenas nos aguantaba a la abuela y a mí; directamente me mataba si traía compañeras de la escuela. En lo de Julita no daba, porque el departamento donde vivía con sus abuelos y su hermanito tenía un solo ambiente; lo dividían con un ropero para que hubiera dos piezas, digamos, pero era ese espacio solo, sin intimidad para nada, después quedaban solamente la cocina y el baño, y un balconcito lleno de plantas de aloe vera y coronas de Cristo, imposible por donde se lo mirara. Lo de Nadia era imposible porque quedaba en la villa: las otras cuatro no vivíamos en barrios muy copados, pero nuestros padres no nos iban a dejar ni en pedo pasar la noche en la villa; para ellos era demasiado. Nos podríamos haber escapado sin decirles, pero la verdad es que también nos daba un poco de miedo ir. Nadia, además, no nos mentía: nos contaba que era muy brava la villa, y que ella se quería ir lo antes que pudiera, porque estaba harta de oír los tiros a la noche y los gritos de los guachos repasados, y de que la gente tuviera miedo de visitarla.

Quedaba nomás lo de la Pinocha. El único problema con su casa era que quedaba muy lejos, había que tomar dos colectivos, y convencer a nuestros viejos de que nos dejaran ir hasta allá, a la loma del orto. Pero lo logramos. Los padres de la Pinocha no daban bola, así que en su casa no corríamos el riesgo de que nos sacaran a patadas hablando de Dios. Y la Pinocha tenía su propia habitación, porque sus hermanas ya se habían ido de la casa.

Por fin, una noche de verano las cuatro conseguimos el permiso y nos fuimos hasta lo de la Pinocha. Era lejos de verdad, la calle donde quedaba su casa no estaba asfaltada y había zanja al lado de la vereda. Tardamos como dos horas en llegar. Pero cuando llegamos en seguida nos dimos cuenta de que era la mejor idea del mundo haberse mandado hasta allá. La pieza de la Pinocha era muy grande, había una cama matrimonial y cuchetas: nos podíamos acomodar las cinco para dormir sin problema. Era una casa fea porque todavía estaba en construcción, con el revoque sin pintar, las bombitas colgando de los feos cables negros, sin lámparas, el piso de cemento nomás, sin azulejos ni madera ni nada. Pero era muy grande, tenía terraza y fondo con parrilla, y era mucho mejor que cualquiera de nuestras casas. Vivir tan lejos no estaba bueno, pero si era para tener una casa así, aunque estuviera incompleta, valía la pena. Allá afuera, lejos de la ciudad, el cielo de la noche se veía azul marino, había luciérnagas y el olor era diferente, una mezcla de pasto quemado y río. La casa de la Pinocha tenía todo rejas alrededor, eso sí, y también la cuidaba un perro negro grandote, creo que un rottweiller, con el que no se podía jugar porque era bravo. Vivir lejos parecía un poco peligroso, pero la Pinocha nunca se quejaba.

A lo mejor porque el lugar era tan diferente, porque esa noche nos sentíamos distintas en la casa de la Pinocha, con los padres que escuchaban a los Redondos y tomaban cerveza, mientras el perro les ladraba a las sombras, a lo mejor por eso Julita blanqueó y se animó a decirnos con qué muertos quería hablar ella.

Julita quería hablar con su mamá y su papá.

- - -

Estuvo buenísimo que Julita finalmente abriera la boca sobre sus viejos, porque nosotras no nos animábamos a preguntarle. En la escuela se hablaba mucho del tema, pero nadie se lo había dicho nunca en la cara, y nosotras saltábamos para defenderla si alguien decía una pelotudez. La cuestión es que todos sabían que los viejos de Julita no se habían muerto en un accidente: los viejos de Julita habían desaparecido. Estaban desaparecidos; Eran desaparecidos. Nosotras no sabíamos bien cómo se decía. Julita decía que se los habían llevado, porque así hablaban sus abuelos. Se los habían llevado y por suerte habían dejado a los chicos en la pieza (no se habían fijado en la pieza capaz: igual, Julita y su hermano no se acordaban de nada, ni de esa noche ni de sus padres tampoco).

Julita los quería encontrar con la tabla, o preguntarle a algún otro espíritu si los había visto. Además de tener ganas de hablar con ellos, quería saber dónde estaban los cuerpos. Porque eso tenía locos a sus abuelos; su abuela lloraba todos los días por no tener dónde llevar una flor. Pero además Julita era muy tremenda: decía que si encontrábamos los cuerpos, si nos daban la data y era posta, teníamos que ir a la tele o los diarios, y nos hacíamos más que famosas, nos iba a querer todo el mundo.

A mí por lo menos me pareció re fuerte esa parte de sangre fría de Julita, pero pensé que estaba bien, cosa de ella. Lo que sí, nos dijo, teníamos que empezar a pensar en otros desaparecidos conocidos, para que nos ayudaran. En un libro sobre el método de la tabla habíamos leído que ayudaba concentrarse en un muerto conocido, recordar su olor, su ropa, sus gestos, el color de su pelo, hacer una imagen mental, entonces era más fácil que el muerto de verdad viniera. Porque a veces venían muchos espíritus falsos que mentían y te quemaban la cabeza. Era difícil distinguir.

La Polaca dijo que el novio de su tía estaba desaparecido, se lo habían llevado durante el Mundial. Todas nos sorprendimos porque la familia de la Polaca era re careta. Ella nos aclaró que casi nunca hablaban del tema, pero a ella se lo había contado la tía, medio borracha, después de un asado en su casa, cuando los hombres hablaban con nostalgia de Kempes y el Campeonato del Mundo, y ella se sulfuró, se tomó un trago de vino tinto y le contó a la Polaca sobre su novio y lo asustada que había estado ella. Nadia aportó a un amigo de su papá, que cuando ella era chica venía a comer seguido los domingos y un día no había venido más. Ella no había registrado mucho la falta de ese amigo, sobre todo porque él solía ir mucho a la cancha con su viejo, y a ella no la llevaban a los partidos. Sus hermanos registraron más que ya no venía, le preguntaron al viejo, y al viejo no le dio para mentirles, para decirles que se habían peleado o algo así. Les dijo a los chicos que se lo habían llevado, lo mismo que decían los abuelos de Julita. Después, los hermanos le contaron a Nadia. En ese momento, ni los chicos ni Nadia tenían idea de adónde se lo habían llevado, o de si llevarse a alguien era común, si era bueno o era malo. Pero ahora ya todas sabíamos de esas cosas, después de la película La Noche de los Lápices (que nos hacía llorar a los gritos, la alquilábamos como una vez por mes) y el Nunca Más –que la Pinocha había traído a la escuela, porque en su casa se lo dejaban leer– y lo que contaban las revistas y la televisión. Yo aporté a mi vecino del fondo, un vecino que había estado ahí poco tiempo, menos de un año, que salía poco a la calle pero nosotros lo podíamos ver paseando por el fondo (la casa tenía un parquecito atrás). No me lo acordaba mucho, era como un sueño, tampoco se la pasaba en el patio, pero una noche lo vinieron a buscar y mi vieja se lo contaba a todo el mundo, decía que por poco, por culpa de ese hijo de puta, casi nos llevan también a nosotras. A lo mejor porque ella lo repetía tanto a mí se me quedó grabado el vecino, y no me quedé tranquila hasta que otra familia se mudó a esa casa, y me di cuenta de que él no iba a volver más.

La Pinocha no tenía a ninguno que aportar, pero llegamos a la conclusión de que con todos los muertos que ya teníamos era suficiente. Esa noche jugamos hasta las cuatro de la mañana, a esa hora ya empezamos a bostezar y a tener la garganta rasposa de tanto fumar, y lo más fantástico fue que los padres de la Pinocha ni vinieron a tocar la puerta para mandarnos a la cama. Me parece, no estoy segura porque la ouija consumía mi atención, que estuvieron mirando tele o escuchando música hasta la madrugada, también.

- - -

Después de esa primera noche, conseguimos permiso para ir a lo de la Pinocha dos veces más, en el mismo mes. Era increíble, pero los padres o responsables de todas habían hablado por teléfono con los viejos de la Pinocha, y por algún motivo la charla los dejó recontratranquilos. El problema era otro: nos costaba hablar con los muertos que queríamos. Daban muchas vueltas, les costaba decidirse por el sí o por el no, y siempre llegaban al mismo lugar: nos contaban dónde habían estado secuestrados, y ahí se quedaban, no nos podían decir si los habían matado ahí, o si los llevaron a algún otro lugar, nada. Daban vueltas después y se iban. Era frustrante. Creo que hablamos con mi vecino, pero después de escribir POZO DE ARANA, se fue. Era él, seguro: nos dijo su nombre, lo buscamos en el Nunca Más y ahí estaba, en la lista. Nos cagamos en las patas: era el primer muerto posta posta con el que hablábamos. Pero de los padres de Julita, nada.

Fue la cuarta noche en lo de la Pinocha cuando pasó lo que pasó. Habíamos logrado comunicarnos con uno que conocía al novio de la tía de la Polaca, habían estudiado juntos, decía. El muerto con el que hablamos se llamaba Andrés, y nos dijo que no se lo habían llevado ni había desaparecido: él mismo se había escapado a México, y ahí se murió después, en un accidente de coche, nada que ver. Bueno, este Andrés tenía re buena onda, y le preguntamos por qué todos los muertos se iban cuando les preguntamos adónde estaban sus cuerpos. Nos dijo que algunos se iban porque no sabían dónde estaban, entonces se ponían nerviosos, incómodos. Pero otros no contestaban porque alguien los molestaba. Una de nosotras. Quisimos saber por qué, y nos dijo que no sabía el motivo, pero que era así, una de nosotras estaba de más.

Después, el espíritu se fue.

Nos quedamos pensando un toque en eso, pero decidimos no darle importancia. Al principio, en nuestros primeros juegos con la tabla, siempre le preguntábamos al espíritu que venía si alguien molestaba. Pero después dejamos de hacerlo porque a los espíritus les encantaba molestar con eso, y jugaban con nosotras, primero decían Nadia, después decían no, con Nadia está todo bien, la que molesta es Julita, y así nos podían tener toda la noche poniendo y sacando el dedo de la copa, y o hasta yéndonos de la habitación, porque los guachos no tenían límites en sus pedidos.

Lo de Andrés nos impresionó tanto, igual, que decidimos repasar la conversación anotada en el cuaderno, mientras destapábamos una cerveza.

Entonces tocaron a la puerta de la pieza. Nos sobresaltamos un poco, porque los padres de la Pinocha nunca molestaban.

–¿Quién es? –dijo la Pinocha, y la voz le salió un poco tembleque. Todas teníamos un poco de cagazo, la verdad.

–Leo, ¿puedo pasar?

–¡Dale, boludo! –la Pinocha se levantó de un salto y abrió la puerta. Leo era su hermano mayor, que vivía en el centro y visitaba a los viejos nomás los fines de semana, porque trabajaba todos los días. Y no todos los fines de semana, porque a veces estaba demasiado cansado. Nosotras lo conocíamos porque antes, cuando éramos más chicas, en primer y segundo año, a veces él iba a buscar a la Pinocha a la escuela, cuando los viejos no podían. Después empezamos a usar el colectivo, ya estábamos grandes. Una lástima, porque dejamos de ver a Leo, que estaba fuertísimo, un morocho de ojos verdes con cara de asesino, para morirse. Esa noche, en la casa de la Pinocha, estaba tan lindo como siempre. Todas suspiramos un poco y tratamos de esconder la tabla, nomás para que él no pensara que éramos raras. Pero no le importó.

–¿Jugando a la copa? Es jodido eso, a mí me da miedo, re valientes las pendejas –dijo. Y después, la miró a su hermana–: –Pendeja, ¿me ayudás a bajar de la camioneta unas cosas que les traje a los viejos? Mamá ya se fue a acostar y el viejo está con dolor de espalda...

–Qué ganas de joder que tenés, ¡es re tarde!

–Y bueno, me pude venir a esta hora, qué querés, se me hizo tarde. Copate, que si dejo las cosas en la camioneta me las pueden afanar.

La Pinocha dijo bueno con mala onda, y nos pidió que esperáramos. Nos quedamos sentadas en el suelo alrededor de la tabla, hablando en voz baja de lo lindo que era Leo, que ya debía tener como 23 años, era mucho más grande que nosotras. La Pinocha tardaba, nos extrañó. A la media hora, Julita propuso ir a ver qué pasaba.

Y entonces todo pasó muy rápido, casi al mismo tiempo. La copa se movió sola. Nunca habíamos visto una cosa así. Sola solita, ninguna de nosotras tenía el dedo encima, ni cerca. Se movió y escribió muy rápido, “ya está”. ¿Ya está? ¿Qué cosa ya está? En seguida, un grito desde la calle, desde la puerta: la voz de la Pinocha. Salimos corriendo a ver qué pasaba, y la vimos abrazada a la madre, llorando, las dos sentadas en el sillón al lado de la mesita del teléfono. En ese momento no entendimos nada, pero después, cuando se tranquilizó un poco la cosa –un poco–, reconstruimos más o menos.

La Pinocha había seguido a su hermano hasta la vuelta de la casa. Ella no entendía por qué había dejado la camioneta ahí, si había lugar por todos lados, pero él no le contestó. Se había puesto distinto cuando salieron de la casa, se había puesto mala onda, no le hablaba. Cuando llegaron a la esquina, él le dijo que esperara y, según la Pinocha, desapareció. Estaba oscuro, así que podía ser que hubiera caminado unos pasos y ya se perdiera de vista, pero según ella había desaparecido. Esperó un rato a ver si volvía, pero como tampoco estaba la camioneta, le dio miedo. Volvió a la casa y encontró a los viejos despiertos, en la cama. Les contó que había venido Leo, que estaba súper raro, que le había pedido bajar algunas cosas de la camioneta. Los viejos la miraron como si estuviera loca. “Leo no vino, nena, ¿de qué estás hablando? Mañana trabaja temprano.” La Pinocha empezó a temblar de miedo y decir “era Leo, era Leo”, y entonces su papá se calentó, le gritó si estaba drogada o qué. La mamá, más tranquila, le dijo: “Hagamos una cosa: lo llamamos a Leo a la casa. Debe estar durmiendo ahí”. Ella también dudaba un poco ahora, porque veía que la Pinocha estaba muy segura y muy alterada. Llamó, y después de un rato largo Leo la atendió, puteando, porque estaba en el quinto sueño, dormido. La madre le dijo “después te explico” o algo así, y se puso a tranquilizar a la Pinocha, que tuvo tremendo ataque de nervios.

Hasta la ambulancia vino, porque la Pinocha no paraba de gritar que “esa cosa” la había tocado (el brazo sobre los hombros, como en un abrazo que a ella le dio más frío que calor), y que había venido porque ella era “la que molestaba”.

Julita me dijo, al oído, “es que a ella no le desapareció nadie”. Le dije que se callara la boca, pobre Pinocha. Yo también tenía mucho miedo. Si no era Leo, ¿quién era? Porque esa persona que había venido a buscar a la Pinocha era tal cual su hermano, como un gemelo idéntico, ella no había dudado. ¿Quién era? Yo no quería acordarme de sus ojos. No quería volver a jugar a la copa ni volver a lo de la Pinocha.

Nunca volvimos a juntarnos. La Pinocha quedó mal y los padres nos acusaban –pobres, tenían que acusar a alguien– y decían que le habíamos hecho una broma pesada, que la había dejado medio loca. Pero todos sabíamos que no era así, que la habían venido a buscar porque, como nos dijo el muerto Andrés, ella molestaba. Y así se terminó la época en que hablábamos con los muertos.

Mariana Enríquez (1973) es una de las autoras más destacadas en la actualidad, cuya obra combina lo fantástico, lo político y lo marginal.

Este cuento, incluido en su libro Los peligros de fumar en la cama (2021), dialoga directamente con la memoria de la última dictadura militar en Argentina (1976-1983).

La historia narra las experiencias de un grupo de chicas que prueban la ouija para comunicarse con los muertos. Lo que comienza como un juego de exploración adolescente y rebeldía se va transformando en una reflexión sobre la muerte, la pérdida y los silencios de la historia reciente.

Así, las jóvenes buscan hablar con los muertos no sólo por curiosidad, sino por necesidad afectiva, para comprender ausencias imposibles de asimilar.

El relato mantiene una tensión constante entre lo sobrenatural y lo psicológico, con un final abierto que sugiere peligros más profundos que los fantasmas: la culpa, la traición o el inconsciente colectivo.

De igual manera, la narración no se limita a lo político. También plantea cómo el trauma se hereda y se incorpora a la vida diaria de nuevas generaciones que, aunque no vivieron los hechos, los sienten como una herida personal.

5. Subasta - María Fernanda Ampuero

En algún lado hay gallos.

Aquí, de rodillas, con la cabeza gacha y cubierta con un trapo inmundo, me concentro en escuchar a los gallos, cuántos son, si están en jaula o en corral. Papá era gallero y, como no tenía con quién dejarme, me llevaba a las peleas. Las primeras veces lloraba al ver al gallito desbaratado sobre la arena y él se reía y me decía mujercita.

Por la noche, gallos gigantes, vampiros, devoraban mis tripas, gritaba y él venía a mi cama y me volvía a decir mujercita.

—Ya, no seas tan mujercita. Son gallos, carajo.

Después ya no lloraba al ver las tripas calientes del gallo perdedor mezclándose con el polvo. Yo era quien recogía esa bola de plumas y vísceras y la llevaba al contenedor de la basura. Yo les decía: adiós gallito, sé feliz en el cielo donde hay miles de gusanos y campo y maíz y familias que aman a los gallitos. De camino, siempre algún señor gallero me daba un caramelo o una moneda por tocarme o besarme o tocarlo y besarlo. Tenía miedo de que, si se lo decía a papá, volviera a llamarme mujercita.

—Ya, no seas tan mujercita. Son galleros, carajo.

Una noche, a un gallo le explotó la barriga mientras lo llevaba en mis brazos como a una muñeca y descubrí que a esos señores tan machos que gritaban y azuzaban para que un gallo abriera en canal a otro, les daba asco la caca y la sangre y las vísceras del gallo muerto. Así que me llenaba las manos, las rodillas y la cara con esa mezcla y ya no me jodían con besos ni pendejadas.

Le decían a mi papá:

—Tu hija es una monstrua.

Y él respondía que más monstruos eran ellos y después les chocaba los vasitos de licor.

—Más monstruo, vos. Salud.

El olor dentro de una gallera es asqueroso. A veces me quedaba dormida en una esquina, debajo de las graderías, y despertaba con algún hombre de esos mirándome la ropa interior por debajo del uniforme del colegio. Por eso, antes de quedarme dormida, me metía la cabeza de un gallo en medio de las piernas. Una o muchas. Un cinturón de cabezas de gallitos. Levantar una falda y encontrarse cabecitas arrancadas tampoco gustaba a los machos.

A veces, papá me despertaba para que tirara a la basura otro gallo despanzurrado. A veces, iba él mismo y los amigos le decían que para qué mierda tenía a la muchacha, que si era un maricón. Él se iba con el gallo descuajaringado chorreando sangre. Desde la puerta les tiraba un beso. Los amigos se reían.

Sé que aquí, en algún lado, hay gallos, porque reconocería ese olor a miles de kilómetros. El olor de mi vida, el olor de mi padre. Huele a sangre, a hombre, a caca, a licor barato, a sudor agrio y a grasa industrial. No hay que ser muy inteligente para saber que este es un sitio clandestino, un lugar refundido quién sabe dónde, y que estoy muy pero que muy jodida.

Habla un hombre. Tendrá unos cuarenta. Lo imagino gordo, calvo y sucio, con camiseta blanca sin mangas, short y chancletas plásticas, le imagino las uñas del meñique y del pulgar largas. Habla en plural. Aquí hay alguien más que yo. Aquí hay más gente de rodillas, con la cabeza gacha, cubierta por esta asquerosa tela oscura.

—A ver, nos vamos tranquilizando, que al primer hijueputa que haga un solo ruido le meto un tiro en la cabeza. Si todos colaboramos, todos salimos de esta noche enteros.

Siento su panza contra mi cabeza y luego el cañón de la pistola. No, no bromea.

Una chica llora unos metros a mi derecha. Supongo que no ha soportado sentir la pistola en la sien. Se escucha una bofetada.

—A ver, reina. Aquí no me llora nadie, ¿me oyó? ¿O ya está apurada por irse a saludar a diosito?

Luego, el gordo de la pistola se aleja un poco. Ha ido a hablar por teléfono. Dice un número: seis, seis malparidos. Dice también muy buena selección, buenísima, la mejor en meses. Recomienda no perdérsela. Hace una llamada tras otra. Se olvida, por un rato, de nosotros.

A mi lado escucho una tos ahogada por la tela, una tos de hombre.

—He escuchado de esto —dice él, muy bajito—. Pensé que era mentira, leyenda. Se llaman subastas. Los taxistas eligen pasajeros que creen que pueden servir para que den buena plata por ellos y para eso los secuestran. Luego los compradores vienen y pujan por sus preferidos o preferidas. Se los llevan. Se quedan con sus cosas, los obligan a robar, a abrirles sus casas, a darles sus números de tarjeta de crédito. Y a las mujeres. A las mujeres.

—¿Qué? —le digo.

Escucha que soy mujer. Se queda callado.

Lo primero que pensé cuando me subí al taxi esa noche fue por fin. Apoyé mi cabeza en el asiento y cerré los ojos. Había bebido unas cuantas copas y estaba tristísima. En el bar estaba el hombre por el que tenía que fingir amistad. A él y a su mujer. Siempre finjo, soy buena fingiendo. Pero cuando me subí al taxi exhalé y me dije qué alivio: voy a casa, a llorar a gritos. Creo que me quedé dormida un momento y, de repente, al abrir los ojos, estaba en una ciudad desconocida. Un polígono. Vacío. Oscuridad. La alerta que hace hervir el cerebro: se te acaba de joder la vida.

El taxista sacó una pistola, me miró a los ojos, dijo con una amabilidad ridícula:

—Llegamos, señorita.

Lo que siguió fue rápido. Alguien abrió la puerta antes de que yo pudiera poner el seguro, me echó el trapo sobre la cabeza, me ató las manos y me metió en esa especie de garaje con olor a gallera podrida y me obligó a arrodillarme en una esquina.

Se escuchan conversaciones. El gordo y alguien más y luego otro y otro. Llega gente. Se escuchan risas y destapar cervezas. Empieza a oler a maría y alguna otra de esas mierdas con olor picante. El hombre que está a mi lado hace rato que ya no me dice que esté tranquila. Se lo debe estar diciendo a sí mismo.

Mencionó antes que tenía un bebé de ocho meses y un niño de tres. Estará pensando en ellos. Y en estos tipos drogados entrando en la urbanización privada en la que vive. Sí, está pensando en eso. En él saludando al guardia de seguridad como todas las noches desde que su carro está en el taller, mientras esas bestias van atrás, agachados. Él los va a meter en su casa donde está su hermosa mujer, su bebé de ocho meses y su niño de tres. Él los va a meter a su casa.

Y no hay nada que pueda hacer al respecto.

Más allá, a la derecha, se escuchan murmullos, una chica que llora, no sé si la misma que ha llorado antes. El gordo dispara y todos nos tiramos al suelo como podemos. No nos ha disparado, ha disparado. Da igual, el terror nos ha cortado en dos mitades. Se escucha la risa del gordo y sus compañeros. Se acercan, nos mueven al centro de la sala.

—Bueno, señores, señoras, queda abierta la subasta de esta noche. Bien bonitos, bien portaditos, se me van a poner aquí. Más acá, mi reina. Eeeso. Sin miedo, mami, que no muerdo. Así me gusta. Para que estos caballeros elijan a cuál de ustedes se van a llevar. Las reglas, caballeros, las de siempre: más plata se lleva la mejor prenda. Las armas me las dejan por aquí mientras dure la subasta, yo se las guardo. Gracias. Encantado, como siempre, de recibirlos.

El gordo nos va presentando como si dirigiera el programa de televisión más repugnante del mundo. No podemos verlos, pero sabemos que hay ladrones mirándonos, eligiéndonos. Y violadores. Seguro que hay violadores. Y asesinos. Tal vez hay asesinos. O algo peor.

—Daaaaaaamas y caballeeeeeeros.

Al gordo no le gustan los que lloriquean ni los que dicen que tienen niños ni los que gritan a la desesperada no sabes con quién te estás metiendo. No. Menos le gustan los que amenazan con que se va a pudrir en la cárcel. Todos esos, mujeres y hombres, ya han recibido puñetazos en la barriga. He escuchado gente caer al suelo sin aire. Yo me concentro en los gallos. Tal vez no hay ninguno. Pero yo los escucho. Dentro de mí. Gallos y hombres. Ya, no seas tan mujercita, son galleros, carajo.

—Este señor, ¿cómo se llama nuestro primer participante? ¿Cómo? Hable fuerte, amigo. Ricardoooooo, bienvenidooooo, lleva un reloj de marca y unos zapatos Adidas de los bueeeenos. Ricardooooo ha de tener plaaaaaaaataaaaaaa. A ver la cartera de Ricardo. Tarjetas de crédito, ohhhhhh Visa Goooooold de Messi.

El gordo hace chistes malos.

Empiezan a pujar por Ricardo. Uno ofrece trescientos, otro ochocientos. El gordo añade que Ricardo vive en una urbanización privada en las afueras de la ciudad: Vistas del Río.

—Allá donde no podemos ni asomarnos los pobres. Allá vive el amigo Riqui. Sí le puedo decir Riqui, ¿no? Como Riqui Ricón.

Una voz aterradora dice cinco mil. La voz aterradora se lleva a Ricardo. Los otros aplauden.

—¡Adjudicado al caballero de bigote por cinco mil!

A Nancy, una chica que habla con un hilito de voz, el gordo la toca. Lo sé porque dice miren qué tetas, qué ricas, qué paraditas, qué pezoncitos y se sorbe la baba y esas cosas no se dicen sin tocar y, además, qué le impide tocar, quién. Nancy suena joven. Veintipocos. Podría ser enfermera o educadora. A Nancy el gordo la desnuda. Escuchamos que abre su cinturón y que abre los botones y que le arranca la ropa interior, aunque ella dice por favor tantas veces y con tanto miedo que todos mojamos nuestros trapos inmundos con las lágrimas. Miren este culito. Ay, qué cosita. El gordo sorbe a Nancy, el ano de Nancy. Se escuchan lengüeteos. Los hombres azuzan, rugen, aplauden. Luego el embestir de carne contra carne. Y los aullidos. Los aullidos.

—Caballeros, esto no es por vicio. Es control de calidad. Le doy un diez. Ahí la limpian bien bonito y una delicia nuestra amiga Nancy.

Debe ser hermosa porque ofrecen, de inmediato, dos mil, tres, tres quinientos. Venden a Nancy en tres quinientos. El sexo es más barato que la plata.

—Y el afortunado que se lleva este culito rico es el caballero del anillo de oro y el crucifijo.

Nos van vendiendo uno a uno. Al chico que estaba a mi lado, al del bebé de ocho meses y el niño de tres, el gordo ha logrado sacarle toda la información posible y ahora es un pez gordísimo para la subasta: plata en diferentes cuentas, alto ejecutivo, hijo de un empresario, obras de arte, hijos, mujer. El tipo es la lotería. Seguramente lo secuestrarán y pedirán un rescate. La puja empieza en cinco mil. Sube hasta diez, quince mil. Se para en veinte. Alguien con quien nadie se quiere meter ha ofrecido los veinte. Una voz nueva. Ha venido sólo para esto. No estaba para perder tiempo en pendejadas.

El gordo no hace ningún comentario.

Cuando me toca a mí, pienso en los gallos. Cierro los ojos y abro mis esfínteres. Es lo más importante que haré en mi vida, así que lo haré bien. Me baño las piernas, los pies, el suelo. Estoy en el centro de una sala, rodeada por delincuentes, exhibida ante ellos como una res y como una res vacío mi vientre. Como puedo, froto una pierna contra la otra, adopto la posición de un muñeca destripada. Grito como una loca. Agito la cabeza, mascullo obscenidades, palabras inventadas, las cosas que les decía a los gallos del cielo con maíz y gusanos infinitos. Sé que el gordo está a punto de dispararme.

En cambio, me revienta la boca de un manazo, me parto la lengua de un mordisco. La sangre empieza a caer por mi pecho, a bajar por mi estómago, a mezclarse con la mierda y la orina. Empiezo a reír, enajenada, a reír, a reír, a reír.

El gordo no sabe qué hacer.

—¿Cuánto dan por este monstruo?

Nadie quiere dar nada.

El gordo ofrece mi reloj, mi teléfono, mi cartera. Todo es barato, chino. Me coge las tetas para ver si la cosa se anima y chillo.

—¿Quince, veinte?

Pero nada, nadie.

Me tiran a un patio. Me bañan con una manguera de lavar carros y luego, mojada, me suben a un carro que me deja, descalza, aturdida, en la Vía Perimetral.

María Fernanda Ampuero (Ecuador, 1976) es una escritora, periodista y activista feminista. Su obra literaria se caracteriza por un estilo potente, visceral y comprometido con las causas sociales.

“La subasta” se inscribe en una literatura latinoamericana de denuncia que no teme incomodar. Aborda la trata de personas, la violencia de género y la desigualdad social.

Así, la crítica no se limita al acto criminal sino que se extiende a una cultura donde lo femenino es sistemáticamente violentado, incluso dentro del seno familiar.

Este estremecedor relato describe el secuestro de varias personas - entre ellas la narradora - para ser subastadas como mercancía humana en un mercado clandestino.

El espacio cerrado donde se realiza la subasta evoca una gallera, símbolo que estructura y unifica todo el cuento a través de la memoria traumática de la protagonista.

A medida que se desarrolla la trama, la mujer recuerda su infancia marcada por el abuso y la violencia. Por ello, la narración ocurre en dos planos.

Está el tiempo del presente, donde vive el horror de la subasta. Luego, se presentan los recuerdos de su infancia y juventud en las galleras con su padre, donde aprendió a sobrevivir a un entorno misógino y violento.

La historia hace evidente cómo el cuerpo femenino es sistemáticamente explotado, desde la niñez hasta la adultez. De este modo, la subasta es una alegoría de la deshumanización y trata de personas, en donde hombres y mujeres son reducidos a su utilidad económica o sexual.

A pesar de todo, la mujer recurre constantemente a sus recuerdos para encontrar sentido y fuerza ante la barbarie. Frente a la desesperación, su única arma (el cuerpo) se transforma en instrumento de rebelión.

6. El cavador - Samanta Schweblin

Necesitaba descansar, así que alquilé una casona en un pueblo de la costa, lejos de la ciudad. Quedaba a quince kilómetros del pueblo, siguiendo el camino de ripio, hacia el mar. Cuando iba llegando, los pastizales me impidieron seguir en auto. El techo de la casa se veía a lo lejos. Me animé a bajar. Tomé lo imprescindible, y seguí a pie. Oscurecía y, aunque no se veía el mar, podía escuchar las olas alcanzar la orilla. Ya estaba a pocos metros cuando tropecé con algo.

—¿Es usted? Retrocedí asustado.

—¿Es usted, don? —un hombre se incorporó con dificultad—. No desperdicié ni un solo día, eh… Se lo juro por mi mismísima madre…

Hablaba apurado; estiró las arrugas de la ropa y se acomodó el pelo.

—Pasa que justo anoche… Imagínese, don, que estando tan cerca no iba a dejar las cosas para el otro día. Venga, venga —dijo, y se metió en un pozo que había entre los yuyales, a sólo un paso de donde nos encontrábamos.

Me agaché y asomé la cabeza. El agujero medía más de un metro de diámetro y adentro no se alcanzaba a ver nada. ¿Para quién trabajaría un obrero que no reconocía ni a su propio capataz? ¿Qué andaría buscando para cavar tan profundo?

—Don, ¿baja?

—Creo que se equivoca —dije.

—¿Qué?

Le dije que no bajaría y, como no contestó, me fui para la casa. Recién cuando llegué a las escaleras de entrada escuché un lejano muy bien, don, como usted diga.

A la mañana siguiente salí a buscar el equipaje que había dejado en el auto. Sentado en la galería de la casa, el hombre cabeceaba vencido por el sueño y sujetaba entre las rodillas una pala oxidada. Al verme la dejó y se apresuró a alcanzarme. Caminó en silencio detrás de mí. Llegamos, esperó a que yo bajara todo del coche y cargó lo más pesado. Preguntó si los paquetes eran parte del plan.

—Primero necesito organizarme —dije y, al llegar a la puerta, le quité lo que cargaba para evitar que entrara a la casa.

—Sí, sí, don. Como usted diga. Entré. Desde las ventanas de la cocina vi la playa. Apenas había algunas olas, el mar estaba ideal para nadar. Crucé la cocina y espié por la ventana del frente: el hombre seguía ahí. De a ratos miraba hacia el pozo y de a ratos estudiaba el cielo. Cuando salí, corrigió la postura y me saludó respetuoso.

—¿Qué hacemos, don?

Me di cuenta de que un gesto mío hubiera bastado para que el hombre se echara a correr hacia el pozo y se pusiera a cavar. Miré hacia los pastizales, en dirección al pozo.

—¿Cuánto cree usted que falte?

—Poco, don, muy poco…

—¿Cuánto es poco para usted?

—Poco… no sabría decirle.

—¿Cree que pueda terminar esta noche?

—No puedo asegurarle nada… usted sabe: esto no depende sólo de mí.

—Bueno, si tanto quiere hacerlo, hágalo.

—Delo por hecho, don.

Vi al hombre tomar la pala, bajar los escalones de la casa hasta el pastizal y perderse en el pozo.

Más tarde fui al pueblo. Era una mañana de sol y quería comprar un short de baño para aprovechar el mar; a fin de cuentas, no tenía por qué preocuparme por un hombre que cavaba un pozo en una casa que no me pertenecía. Entré a la única tienda que encontré abierta. Cuando el empleado estaba envolviendo mi compra, preguntó:

—¿Y cómo va su cavador?

Me quedé unos segundos en silencio, esperando quizá que algún otro contestara.

—¿Mi cavador?

Me alcanzó la bolsa.

—Sí, su cavador…

Le extendí el dinero y miré al hombre, extrañado; antes de irme no pude evitar preguntarle:

—¿Cómo sabe del cavador?

—¿Que cómo sé del cavador? —dijo, como si no me comprendiese.

Volví a la casa y el cavador, que esperaba dormido en la galería, se despertó en cuanto abrí la puerta.

—Don —dijo poniéndose de pie—, hubo grandes avances, puede que estemos cada vez más cerca…

—Pienso bajar a la playa antes de que oscurezca.

No recuerdo por qué me había parecido una buena idea decírselo. Pero ahí estaba él, feliz por el comentario y dispuesto a acompañarme. Esperó afuera a que me cambiara y un poco más tarde caminábamos hacia el mar.

—¿No hay problema en que deje el pozo? —pregunté.

El cavador se detuvo.

—¿Prefiere que vuelva?

—No, no, le pregunto.

—Es que cualquier cosa que pase… —amagó con volver— sería terrible, don.

—¿Terrible? ¿Qué puede pasar?

—Hay que seguir cavando.

—¿Por qué?

Miró el cielo y no contestó.

—Bueno, no se preocupe —continué caminando—, venga conmigo —el cavador me siguió, indeciso.

Ya en la playa, a pocos metros del mar, me senté para sacarme los zapatos y las medias. El hombre se sentó junto a mí, dejó a un lado la pala y se quitó las botas.

—¿Sabe nadar? —pregunté—. ¿Por qué no me acompaña?

—No, don. Yo lo miro, si le parece. Y traje la pala, por si se le ocurre un nuevo plan.

Me incorporé y caminé hacia el mar. El agua estaba fría, pero sabía que el hombre me miraba y no quería echarme atrás.

Cuando regresé, el cavador ya no estaba.

Con un sentimiento de fatalidad busqué posibles huellas hacia el agua, por si acaso había seguido mi sugerencia, pero no encontré nada y entonces decidí volver. Revisé el pozo y los alrededores. En la casa, recorrí las habitaciones con desconfianza. Me detuve en los descansos de la escalera, lo llamé en voz alta desde los pasillos, algo avergonzado. Más tarde salí. Caminé hasta el pozo, me asomé y lo llamé otra vez. No se veía nada. Me acosté boca abajo en el suelo, metí la mano y tanteé las paredes: se trataba de un trabajo prolijo, de aproximadamente un metro de diámetro, que se hundía hacia el centro de la tierra. Pensé en la posibilidad de meterme, pero enseguida la deseché. Cuando apoyé una mano para levantarme, los bordes se quebraron. Me aferré a los pastizales y, paralizado, oí el ruido de la tierra cayendo en la oscuridad. Mis rodillas resbalaron en el borde y vi cómo la boca del pozo se desmoronaba y se perdía en su interior. Me puse de pie y observé el desastre. Miré con miedo a mi alrededor, pero el cavador no se veía por ningún lado. Entonces se me ocurrió que podría arreglar los bordes con un poco de tierra húmeda, aunque necesitaría una pala y algo de agua.

Volví a la casa. Abrí los placares, revisé dos cuartos traseros a los que entraba por primera vez, busqué en el lavadero. Al fin, en una caja junto a otras herramientas viejas, encontré una pala de jardinería. Era pequeña, pero servía para empezar. Cuando salí de la casa, me encontré frente a frente con el cavador. Escondí la pala detrás de mi cuerpo.

—Lo estaba buscando, don. Tenemos un problema.

Por primera vez, el cavador me miraba con desconfianza.

—Diga —dije.

—Alguien más ha estado cavando.

—¿Alguien más? ¿Está seguro?

—Conozco el trabajo. Alguien ha estado cavando.

—¿Y usted dónde estaba?

—Afilaba la pala.

—Bueno —dije, tratando de ser terminante—, usted cave cuanto pueda y no vuelva a dispersarse. Yo vigilo los alrededores.

Vaciló. Se alejó algunos pasos pero al fin se detuvo y se volvió hacia mí. Distraído, yo había dejado caer mi brazo y la pala colgaba junto a mis piernas.

—¿Va a cavar, don? —me miró.

Instintivamente oculté la pala. Él parecía no reconocer en mí al hombre que yo había sido para él hasta un momento antes.

—¿Va a cavar? —insistió.

—Lo ayudo. Usted cava un rato y yo sigo cuando se canse.

—El pozo es suyo —dijo—, usted no puede cavar.

El cavador levantó la pala y, mirándome a los ojos, volvió a clavarla en la tierra.

Samanta Schweblin (1978) es una de las voces más destacadas de la narrativa actual. Su obra gira en torno a la familia como lugar inicial del drama del ser humano.

Aquí se puede ver el estilo de la autora. La narración comienza desde lo cotidiano (un hombre renta una casa para descansar) y, poco a poco, va entrando al terreno de lo extraño. Esto genera una sensación de extrañamiento, la presencia de lo siniestro.

De esta manera, el terror se plantea como la sensación de peligro e inminencia. La falta de información provoca que el lector intente rellenar aquellos vacíos y llegue a crear elucubraciones escalofriantes.

7. La casa de azúcar - Silvina Ocampo

Las supersticiones no dejaban vivir a Cristina. Una moneda con la efigie borrada, una mancha de tinta, la luna vista a través de dos vidrios, las iniciales de su nombre grabadas por azar sobre el tronco de un cedro la enloquecían de temor. Cuando nos conocimos llevaba puesto un vestido verde, que siguió usando hasta que se rompió, pues me dijo que le traía suerte y que en cuanto se ponía otro, azul, que le sentaba mejor, no nos veíamos. Traté de combatir estas manías absurdas. Le hice notar que tenía un espejo roto en su cuarto y que por más que yo le insistiera en la conveniencia de tirar los espejos rotos al agua, en una noche de luna, para quitarse la mala suerte, lo guardaba; que jamás temió que la luz de la casa bruscamente se apagara, y a pesar de que fuera un anuncio seguro de muerte, encendía con tranquilidad cualquier número de velas; que siempre dejaba sobre la cama el sombrero, error en que nadie incurría. Sus temores eran personales. Se infligía verdaderas privaciones; por ejemplo: no podía comprar frutillas en el mes de diciembre, ni oír determinadas músicas, ni adornar la casa con peces rojos, que tanto le gustaban. Había ciertas calles que no podíamos cruzar, ciertas personas, ciertos cinematógrafos que no podíamos frecuentar. Al principio de nuestra relación, estas supersticiones me parecieron encantadoras, pero después empezaron a fastidiarme y a preocuparme seriamente. Cuando nos comprometimos tuvimos que buscar un departamento nuevo, pues según sus creencias, el destino de los ocupantes anteriores influiría sobre su vida (en ningún momento mencionaba la mía, como si el peligro le amenazara sólo a ella y nuestras vidas no estuvieran unidas por el amor). Recorrimos todos los barrios de la ciudad; llegamos a los suburbios más alejados, en busca de un departamento que nadie hubiera habitado: todos estaban alquilados o vendidos Por fin encontré una casita en la calle Montes de Oca, que parecía de azúcar. Su blancura brillaba con extraordinaria luminosidad. Tenía teléfono y, en el frente, un diminuto jardín. Pensé que esa casa era recién construida, pero me enteré de que en 1930 la había ocupado una familia, y que después, para alquilarla, el propietario le había hecho algunos arreglos. Tuve que hacer creer a Cristina que nadie había vivido en la casa y que era el lugar ideal: la casa de nuestros sueños. Cuando Cristina la vio, exclamó:

¡Qué diferente de los departamentos que hemos visto! Aquí se respira olor a limpio. Nadie podrá influir en nuestras vidas y ensuciarlas con pensamientos que envician el aire.

En pocos días nos casamos y nos instalamos allí. Mis suegros nos regalaron los muebles del dormitorio, y mis padres los del comedor. El resto de la casa lo amueblaríamos de a poco. Yo temía que, por los vecinos, Cristina se enterara de mi mentira, pero felizmente hacía sus compras fuera del barrio y jamás conversaba con ellos. Éramos felices, tan felices que a veces me daba miedo. Parecía que la tranquilidad nunca se rompería en aquella casa de azúcar, hasta que un llamado telefónico destruyó mi ilusión. Felizmente Cristina no atendió aquella vez el teléfono, pero quizá lo atendiera en una oportunidad análoga. La persona que llamaba preguntó por la señora Violeta: indudablemente se trataba de la inquilina anterior. Sí Cristina se enteraba de que yo la había engañado, nuestra felicidad seguramente concluiría: no me hablaría más, pediría nuestro divorcio, y en el mejor de los casos tendríamos que dejar la casa para irnos a vivir, tal vez a Villa Urquiza, tal vez a Quilmes, de pensionistas en alguna de las casas donde nos prometieron darnos un lugarcito para construir ¿con qué? (con basura, pues con mejores materiales no me alcanzaría el dinero) un cuarto y una cocina. Durante la noche yo tenía cuidado de descolgar el tubo, para que ningún llamado inoportuno nos despertara. Coloqué un buzón en la puerta de calle; fui el depositario de la llave, el distribuidor de cartas.

Una mañana temprano golpearon a la puerta y alguien dejó un paquete Desde mi cuarto oí que mi mujer protestaba, luego oí el ruido del papel estrujado. Bajé la escalera y encontré a Cristina con un vestido de terciopelo entre los brazos.

– Acaban de traerme este vestido me dijo con entusiasmo.

Subió corriendo !as escaleras y se puso el vestido, que era muy escotado.

-¿Cuándo te lo mandaste hacer?

Hace tiempo. ¿Me queda bien? Lo usaré cuando tengamos que ir al teatro, ¿no te parece?

-¿Con qué dinero lo pagaste?

-Mamá me regaló unos pesos.

Me pareció raro, Pero no le dije nada, para no ofenderla.

Nos queríamos con locura. Pero mi inquietud comenzó a molestarme, hasta para abrazar a Cristina por la noche. Advertí que su carácter había cambiado: de alegre se convirtió en triste, de comunicativa en reservada, de tranquila en nerviosa. No tenía apetito. Ya no preparaba esos ricos postres, un poco pesados, a base de cremas batidas y de chocolate, que me agradaban, ni adornaba periódicamente la casa con volantes de nylon, en las tapas de la letrina, en las repisas del comedor, en los armarios, en todas partes como era su costumbre. Ya no me esperaba con vainillas a la hora del té, ni tenía ganas de ir al teatro o al cinematógrafo de noche, ni siquiera cuando nos mandaban entradas de regalo Una tarde entró un perro en el jardín y se acostó frente a la puerta de calle, aullando. Cristina le dio carne y le dio de beber y, después de un baño, que le cambió el color del pelo, declaró que le daría hospitalidad y que lo bautizaría con el nombre Amor, porque llegaba a nuestra casa en un momento de verdadero amor. El perro tenía el paladar negro, lo que indica pureza de raza.

Otra tarde llegué de improviso a casa. Me detuve en la entrada porque vi una bicicleta apostada en el jardín – Entré silencíosamente y me escurrí detrás de una puerta y oí la voz de Cristina.

-¿Qué quiere? repitió dos veces.

-Vengo a buscar mi perro -decía la voz de una muchacha-. Pasó tantas veces frente a esta casa que se ha encariñado con ella. Esta casa parece de azúcar. Desde que la pintaron, llama la atención de todos los transeúntes. Pero a mí me gustaba más antes, con ese color rosado y romántico de las casas viejas. Esta casa era muy misteriosa para mí. Todo me gustaba en ella: la fuente donde venían a beber los pajaritos; las enredaderas con flores, como cornetas amarillas; el naranjo. Desde que tengo ocho años esperaba conocerla a usted, desde aquel día en que hablamos por teléfono, ¿recuerda? Prometió que iba a regalarme un barrilete.

-Los barriletes son juegos de varones.

-Los juguetes no tienen sexo. Los barriletes me gustaban porque eran como enormes pájaros; me hacía la ilusión de volar sobre sus alas. Para usted fue un juego prometerme ese barrilete; yo no dormí en toda la noche. Nos encontramos en la panadería, usted estaba de espaldas y no vi su cara. Desde ese día no pensé en otra cosa que en usted, en cómo sería su cara, su alma, sus ademanes de mentirosa. Nunca me regaló aquel barrilete. Los árboles me hablaban de sus mentiras. Luego fuimos a vivir a Morón, con mis padres. Ahora, desde hace una semana estoy de nuevo aquí.

Hace tres meses que vivo en esta casa, y antes jamás frecuenté estos barrios. Usted estará confundida.

-Yo la había imaginado tal como es. ¡La imaginé tantas veces! Para colmo de la casualidad, mi marido estuvo de novio con usted.

-No estuve de novia sino con mi marido. ¿Cómo se llama este perro?

-Bruto.

-Lléveselo, por favor. antes que me encariñe con él.

Violeta, escúcheme. Si llevo el perro a mi casa, se morirá. No lo puedo cuidar. Vivimos en un departamento muy chico. Mi marido y yo trabajamos y no hay nadie que lo saque a pasear.

No me llamo Violeta. ¿Qué edad tiene?

-¿Bruto? Dos años. ¿Quiere quedarse con él? Yo vendría a visitarlo de vez en cuando, porque lo quiero mucho.

-A mi marido no le gustaría recibir desconocidos en su casa, ni que aceptara un perro de regalo.

-No se lo diga, entonces. La esperaré todos los lunes a las siete de la tarde en la plaza Colombia. ¿Sabe dónde es? Frente a la iglesia Santa Felicitas, o si no la esperaré donde usted quiera y a la hora que prefiera; por ejemplo, en el puente de Constitución o en el parque Lezama. Me contentaré con ver los ojos de Bruto. ¿Me hará el favor de quedarse con él?

-Bueno. Me quedaré con él

-Gracias, Violeta.

-No me llamo Violeta.

-¿Cambió de nombre? Para nosotros usted es Violeta. Siempre la misma misteriosa Violeta.

Oí el ruido seco de la puerta y el taconeo de Cristina, subiendo la escalera. Tardé un rato en salir de mi escondite y en fingir que acababa de llegar. A pesar de haber comprobado la inocencia del diálogo, no sé por qué, una sorda desconfianza comenzó a devorarme Me pareció que había presenciado una representación de teatro y que la realidad era otra. No confesé a Cristina que había sorprendido la visita de esa muchacha. Esperé los acontecimientos, temiendo siempre que Cristina descubriera mi mentira, lamentando que estuviéramos instalados en ese barrio. Yo pasaba todas las tardes por la plaza que queda frente a la iglesia de Santa Felicitas, para comprobar si Cristina había acudido a la cita. Cristina parecía no advertir mi inquietud. A veces llegué a creer que yo había soñado. Abrazando al perro, un día Cristina me preguntó:

-¿Te gustaría que me llamara Violeta?

-No me gusta el nombre de las flores.

-Pero Violeta es lindo. Es un color.

-Prefiero tu nombre.

Un sábado, al atardecer, la encontré en el puente de Constitución, asomada sobre el parapeto de fierro Me acerqué y no se inmutó.

-¿Qué haces aquí?

-Estoy curioseando. Me gusta ver las vías desde arriba.

-Es un lugar muy lúgubre y no me gusta que andes sola.

-No me parece tan lúgubre. ¿Y por qué no puedo andar sola?

-¿Te gusta el humo negro de las locomotoras?

-Me gustan los medios de transporte. Soñar con viajes. Irme sin irme. “Ir y quedar y con quedar partirse.”

Volvimos a casa. Enloquecido de celos (¿celos de qué? De todo), durante el trayecto apenas le hablé.

-Podríamos tal vez comprar alguna casita en San Isidro o en Olivos, es tan desagradable este barrio -le dije, fingiendo que me era posible adquirir una casa en esos lugares.

-No creas. Tenemos muy cerca de aquí el parque Lezama.

-Es una desolación. Las estatuas están rotas, las fuentes sin agua, los árboles apestados. Mendigos, viejos y lisiados van con bolsas, para tirar o recoger basuras.

-No me fijo en esas cosas.

-Antes no querías sentarte en un banco donde alguien había comido mandarinas o pan.

-He cambiado mucho,

-Por mucho que hayas cambiado, no puede gustarte un parque como ése. Ya sé que tiene un museo con leones de mármol que cuidan la entrada y que jugabas allí en tu infancia, pero eso no quiere decir nada.

-No te comprendo -me respondió Cristina. Y sentí que me despreciaba, con un desprecio que podía conducirla al odio.

Durante días, que me parecieron años, la vigilé, tratando de disimular mi ansiedad. Todas las tardes pasaba por la plaza frente a la iglesia y los sábados por el horrible puente negro de Constitución. Un día me aventuré a decir a Cristina:

Si descubriéramos que esta casa fue habitada por otras personas ¿qué harías, Cristina? ¿Te irías de aquí?

-Si una persona hubiera vivido en esta casa, esa persona tendría que ser como esas figuritas de azúcar que hay en los postres o en las tortas de cumpleaños: una persona dulce como el azúcar. Esta casa me inspira confianza ¿será el jardincito de la entrada que me infunde tranquilidad? ¡No sé! No me iría de aquí por todo el oro del mundo. Además no tendríamos adónde ir. Tú mismo me lo dijiste hace un tiempo.

No insistí, porque iba a pura pérdida. Para conformarme pensé que el tiempo compondría las cosas.

Una mañana sonó el timbre de la puerta de calle. Yo estaba afeitándome y oí la voz de Cristina. Cuando concluí de afeitarme, mi mujer ya estaba hablando con la intrusa. Por la abertura de la puerta las espié. La intrusa tenía una voz tan grave y los pies tan grandes que eché a reír.

-Si usted vuelve a ver a Daniel, lo pagará muy caro, Violeta.

-No sé quién es Daniel y no me llamo Violeta -respondió mí mujer.

-Usted está mintiendo.

-No miento. No tengo nada que ver con Daniel.

-Yo quiero que usted sepa las cosas como son.

-No quiero escucharla.

Cristina se tapó las orejas con las manos. Entré en el cuarto y dije a la intrusa que se fuera. De cerca le miré los pies, las manos y el cuello. Entonces advertí que era un hombre disfrazado de mujer. No me dio tiempo de pensar en lo que debía hacer; como un relámpago desapareció dejando la puerta entreabierta tras de sí.

No comentamos el episodio con Cristina; jamás comprenderé por qué; era como si nuestros labios hubieran estado sellados para todo lo que no fuese besos nerviosos, insatisfechos o palabras inútiles. En aquellos días, tan tristes para mí, a Cristina le dio por cantar. Su voz era agradable, pero me exasperaba, porque formaba parte de ese mundo secreto, que la alejaba de mí. Por qué, si nunca había cantado, ahora cantaba noche y día mientras se vestía o se bañaba o cocinaba o cerraba las persianas!

Un día en que oí a Cristina exclamar con un aire enigmático:

Sospecho que estoy heredando la vida de alguien. las dichas y las penas, las equivocaciones y los aciertos. Estoy embrujada -fingí no oír esa frase atormentadora. Sin embargo, no sé por qué empecé a averiguar en el barrio quién era Violeta, dónde estaba, todos los detalles de su vida.

A media cuadra de nuestra casa había una tienda donde vendían tarjetas postales, papel, cuadernos, lápices, gomas de borrar y juguetes. Para mis averiguaciones, la vendedora de esa tienda me pareció la persona más indicada; era charlatana y curiosa, sensible a las lisonjas. Con el pretexto de comprar un, cuaderno y lápices, fui una tarde a conversar con ella. Le alabé los ojos, las manos, el pelo. Nunca me atreví a pronunciar la palabra Violeta. Le expliqué que éramos vecinos. Le pregunté finalmente quién había vivido en nuestra casa. Tímidamente le dije:

-¿No vivía una tal Violeta?

Me contestó cosas muy vagas, que me inquietaron más. Al día siguiente traté de averiguar en el almacén algunos otros detalles. Me dijeron que Violeta estaba en un sanatorio frenopático y me dieron la dirección.

Canto con una voz que no es mía -me dijo Cristina, renovando su aire misterioso. Antes me hubiera afligido, pero ahora me deleita. Soy otra persona, tal vez más feliz que yo.

Fingí de nuevo no haberla oído. Yo estaba leyendo el diario.

De tanto averiguar detalles de la vida de Violeta, confieso que desatendía a Cristina.

Fui al sanatorio frenopático, que quedaba en Flores. Ahí pregunté por Violeta y me dieron la dirección de Arsenia López, su profesora de canto.

Tuve que tornar el tren en Retiro, para que me llevara a Olivos. Durante el trayecto una tierrita me entró en un ojo, de modo que en el momento de llegar a la casa de Arsenia López, se me caían las lágrimas, como si estuviese llorando. Desde la puerta de calle oí voces de mujeres, que hacían gárgaras con las escalas, acompañadas de un piano, que parecía más bien un organillo.

Alta, delgada, aterradora apareció en el fondo de un corredor Arsenia López, con un lápiz en la mano. Le dije tímidamente que venía a buscar noticias de Violeta.

-¿Usted es el marido?

-No, soy un pariente -le respondí secándome los ojos con un pañuelo.

-Usted será uno de sus innumerables admiradores -me dijo, entornando los ojos y tomándome la mano-. Vendrá para saber lo que todos quieren saber, ¿cómo fueron los últimos días de Violeta? Siéntese. No hay que imaginar que una persona muerta forzosamente haya sido pura, fiel, buena.

-Quiere consolarme -le dije.

Ella, oprimiendo mi mano con su mano húmeda, contestó:

-Sí. Quiero consolarlo. Violeta era no sólo mi discípula, sino mi íntima amiga. Si se disgustó conmigo, fue tal vez porque me hizo demasiadas confidencias y porque ya no podía engañarme. Los últimos días que la vi, se lamentó amargamente de su suerte. Murió de envidia. Repetía sin cesar. “Alguien me ha robado la vida, pero lo pagará muy caro. No tendré mi vestido de terciopelo, ella lo tendrá; Bruto será de ella; los hombres no se disfrazarán de mujer para entrar en mi casa sino en la de ella; perderé la voz que transmitiré a esa otra garganta indigna; no nos abrazaremos con Daniel en el puente de Constitución, ilusionados con un amor imposible, inclinados como antaño, sobre la baranda de hierro, viendo los trenes alejarse.”

Arsenia López me miró en los ojos y me dijo:

-No se aflija. Encontrará muchas mujeres más leales. Ya sabemos que era hermosa ¿pero acaso la hermosura es lo único bueno que hay en el mundo?

Mudo, horrorizado, me alejé de aquella casa, sin revelar mi nombre a Arsenia López que, al despedirse de mí, intentó abrazarme, para demostrar su simpatía.

Desde ese día Cristina se transformó, para mí, al menos, en Violeta. Traté de seguirla a todas horas, para descubrirla en los brazos de sus amantes. Me alejé tanto de ella que la vi como a una extraña. Una noche de invierno huyó. La busqué hasta el alba.

Ya no sé quién fue víctima de quién, en esa casa de azúcar que ahora está deshabitada.

Silvina Ocampo (1903 - 1993) fue una escritora argentina que logró reconocimiento de forma póstuma. Durante muchos años, estuvo bajo la sombra de su marido (Adolfo Bioy Casares), su amigo (Jorge Luis Borges) y su hermana (Victoria Ocampo), personajes esenciales para el desarrollo intelectual bonaerense.

Este cuento explora la pérdida de identidad, el poder de lo oculto y la progresiva irrupción de lo fantástico en lo cotidiano.

Así, la casa funciona casi como un personaje. Es el catalizador del cambio, un contenedor de memorias ajenas que afectan la subjetividad de quienes la habitan.

El marido, al mentir sobre la historia de la casa, desencadena un proceso irreversible. La mentira se convierte en el germen de lo siniestro, de aquello que retorna de lo reprimido.

De este modo, se trabaja uno de los temas clásicos en la literatura de terror: el doble. Cristina empieza a hablar como Violeta, se transforma en ella

El narrador se siente desplazado, desorientado, dominado por los celos y la sospecha, aunque nada es del todo comprobable. Con ello, se instala la ambigüedad. ¿Cristina realmente se transforma o es la mirada del marido la que trastoca la realidad?

Ver también:

Catalina Arancibia Durán
Catalina Arancibia Durán
Máster en Literatura Española e Hispanoamericana. Diplomada en Teoría y Crítica de Cine. Profesora de talleres literarios y correctora de estilo.